Oscuridad. Un manto azabache rodeaba a Araenna. Allá donde miraba, solo veía oscuridad. Una figura apareció frente a ella, a unos metros. Su mirada incandescente miraba a la elfa.
-Derrotados. ¿Sabes lo que eso significa? –la figura comenzó a andar en círculos alrededor de Araenna-. No podrás detener a la Horda. Arrasarán tu hogar, y luego el de tus aliados, y luego los torturarán hasta la muerte. Y Azeli será la última. Todo por tu culpa –Rolthak se detuvo a la espalda de la elfa. Sus dedos se aferraban firmemente a sus dos espadas, y su cola se mecía de un lado a otro con calma.
La mujer se miró el cuerpo. Su vileza había desaparecido. Vestía el uniforme de las Centinelas, y una guja lunar colgaba de su cinto. Pasó su diestra sobre ella.
-Si me hubieras hecho caso, elfa ignorante, ya habrías acabado con esa plaga roja que infesta el mundo. Si me hubieras hecho caso, tu hija seguiría viva –el demonio sonrió. Aquella escena le divertía.
-¡¡¡NO!!! –Araenna se incorporó de la improvisada cama de pieles con las manos en alto y su mirada encendida. Un corpulento elfo de la noche la sujetó apoyando sus enormes palmas en sus hombros, y habló con una voz poderosa.
-Solo ha sido una pesadilla, Araenna. Solo una pesadilla –la elfa comenzó a tranquilizar su respiración y a serenarse. Aquella voz le resultaba familiar.
Cuando se hubo calmado, el elfo la soltó y vació sus pulmones. Justo antes de que ella preguntara, el elfo le puso un dedo en la boca.
-No estás muerta. Aún no te reunirás con la Madre. Y yo tampoco –el elfo, ataviado con pieles de oso (probablemente era un druida), esbozó una sonrisa. Se levantó y se dirigió a una mesita cercana para tomar un cuenco, y acercárselo a la elfa.
Araenna miraba fijamente al druida. De seguir teniendo ojos, los tendría abiertos al máximo, expectantes, viendo una imagen irreal que pensaba que jamás volvería a ver nunca.
-Bebe. Te calmará un poco –la elfa bebió, sin dejar de mirar al druida. Este se movía con firmeza y seguridad, y evitaba el contacto visual con ella-. ¿No te bastaba con los ojos y decidiste cortarte la lengua? –el elfo tomó el cuenco, ahora vacío, y lo volvió a dejar donde estaba, dándole la espalda a la mujer.
-P-perdona, es solo que… me has recordado a alguien… –la elfa se recompuso de la sorpresa tratando de engañarse a sí misma, y también a él. Pero ninguno de los dos creía esas palabras.
El druida se frotó las manos con un paño húmedo, y se volvió para mirar a Araenna.
-Sí, a mí también me recuerdas a alguien –esbozó una suave sonrisa, y la elfa bajó un momento su mirada, al cuello del elfo. Un colgante lunar colgaba de él. Araenna abrió momentáneamente su boca, asombrada, y la cerró rápidamente.
-Tú est…
-No lo estoy. Soy tan real como el suelo que pisas –el druida volvió a interrumpirla. Casi leyendo la mente de la cazadora, respondió-. Si mi segundo nombre es “Pielpétrea”, será por algo, ¿no? –él mantuvo su mirada en alto, y ella la dejó caer. Su garganta se cerró, y no la dejó hablar. Sus ojos habrían llorado, pero no podían. En algunas ocasiones, ocultar esa clase de sentimientos era muy útil. Esa no era una de esas situaciones. Se acercó a Araenna y se arrodilló junto a ella-. Es… raro, lo sé. Y entiendo lo que sientes ahora mismo. Ya habrá tiempo de preguntas, pero ahora tu vida es nuestra prioridad –señaló con el mentón el abdomen desnudo de Araenna, cubierto de vendas empapadas de sangre-. Es la herida más fea que he visto nunca, y me ha costado cerrarla. Debes descansar unos días más, hasta que se cierre por completo –Pielpétrea se levantó. Antes de irse, volvió su vista hacia la cazadora-. Sigue viva, y espera con ganas que su madre vuelva sana.
Araenna esbozó una sonrisa, reconfortada por la noticia, y se echó sobre las pieles.
Pielpétrea se interpuso entre ambos cazadores de demonios. Su hermana estaba en peligro, y no iba a dejarla morir. El enorme oso rugió con fuerza y cargó contra el elfo, que dio un salto y planeó para evitar la arrolladora carga de la bestia úrsida.
-Genial, al final mi trabajo no va a ser tan aburrido.
El cazador cargó contra la espalda del oso y hundió sus hojas en él. Pero al entrar en contacto con el pelaje, los filos se detuvieron, como si hubieran golpeado a una montaña. Aprovechando la confusión del sin’dorei, Pielpétrea rodó en el suelo para derribarlo y se colocó sobre él. Las oscuras cejas del elfo se alzaron antes de que la bestia arrancara su rostro con un mordisco.
Una corta semana fue lo que tardó en cerrarse lo que quedaba de la herida de la elfa. Tan pronto como tuvo la posibilidad de andar, la cazadora tomó sus armas y comenzó a bailar con ellas. El hogar de Pielpétrea se encontraba en lo alto de una montaña en Vallefresno, desde donde se podía contemplar la vastedad del bosque y donde podía disfrutar de una calma absoluta. Sin embargo, un perpetuo silencio lo dominaba todo. La presencia de la Horda había provocado la huida masiva de la fauna de la zona. Aquel aterrador silencio solo se veía interrumpido por el silbar de las gujas de la cazadora. Pielpétrea observaba de vez en cuando cómo bailaba Araenna: llevaba casi dos meses sumida en un sueño que parecía no acabar nunca, pero mantenía intactas su destreza y habilidad en combate. Cuando un kaldorei aprende algo, lo recuerda el resto de su longeva vida.
Un día lluvioso, Pielpétrea se acercó a Araenna mientras ella practicaba su danza de la muerte.
-Sigues bailando estupendamente.
-Nací con este arte en las venas –prosiguió con su baile, sin detenerse para mirar al druida.
El elfo se arrodilló y acarició con su palma la hierba húmeda. Una flor surgió de la tierra en pocos instantes, la arrancó y se acercó a Araenna, que detuvo sus brazos.
-Aunque la tierra esté muerta, siempre será capaz de engendrar vida. Y la vida engendrará más vida –tendió la flor, y la elfa la cogió con delicadeza, observándola con detalle. El druida rió-. Sigues siendo aquella hermosa joven a la que conocí hace diez mil años.
-¿Y eso es bueno o malo? –frotó sus dedos sobre el tallo de la flor, haciéndola girar. El druida alzó su vista, pensando detenidamente la respuesta.
-Me hiciste el mayor regalo que alguien puede recibir, así que es bueno –tomó a la elfa de los brazos, y clavó la mirada en su rostro-. Y ahora, me haces un segundo regalo. Un regalo que llevo deseando recibir todos estos años –una brisa empezó a acariciar a ambos elfos, alterando sus melenas.
Araenna soltó la flor y se abrazó al druida, apretando la cabeza contra su pecho.
-Mi corazón está inundado por las lágrimas que llevo queriendo derramar durante treinta años –Araenna acarició la nuca el druida y lo miró a los ojos-. Treinta malditos años pensando que te había perdido, Matheredor, mi amor, mi vida –acercó sus labios a los suyos hasta tocarlos. Pasión, afecto, esperanza y tranquilidad fluyeron de uno a otro durante el largo rato que duró aquel beso.
-Esto es real, Araenna. Tan real como la lluvia que resbala por tu piel.
La elfa se separó un poco, y bajó la vista al suelo. Ese beso era en realidad una despedida.
-Oigo una canción de guerra. Y sé que tú también –Matheredor asintió una sola vez con su cabeza. Volvió a acercarse a él y le tomó las manos-. Te juro que recuperaremos nuestro hogar, y me traeré a Azeli aquí. Los tres juntos, como antaño.
Soltó sus manos, y se alejó para recoger sus armas. El druida notó cómo una lágrima paseaba desde su ojo hasta su mejilla.
-Aquí te esperaré, mi amor –susurró mientras volvía al interior de su hogar.
Araenna miró una última vez la humilde vivienda en la que descansaría el resto de su vida cuando acabara esta guerra. Una voz que creía olvidada volvió a pronunciar palabra.
-Sí… Acabemos con esto de una vez por todas. Que vean que jamás escaparan de nuestra furia.