Pálpito de un corazón vil [Parte 3]

Hasta las llamas eternas se apagan

Los asentamientos y las tropas de la Horda en Vallefresno parecían no tener fin. Se habían asentado en el lugar que tanto tiempo atrás deseaban conquistar, y ahora que lo habían conseguido, no iban a marcharse. Daba igual cuántos enemigos mataras, cuántos campamentos destruyeses: siempre volvía a aparecer otro, o incluso dos. Araenna no podía hacer más. Solo esperar la llegada de refuerzos, unos refuerzos que tal vez no llegarían nunca… Sí, sí lo harían. Eran kaldorei como ella, que habían perdido su familia, su hogar, a manos de la repugnante y traicionera Horda.

La cazadora saltaba entre los árboles, detectando más enemigos a los que enfrentarse. Localizó un nuevo emplazamiento, pero no era como el resto. No estaba hecho de madera, ni de tiendas de campaña, no. La Horda había aprendido a resguardarse del peligro que acechaba en Vallefresno, y había colocado estructuras metálicas para resistir más los embates de la cazadora.

-Necios. Ninguna muralla podrá detenernos –Rolthak reía, burlándose de lo patética que puede llegar a ser la Horda.

-En absoluto, pero ese no es el problema. Mira –la kaldorei señaló hacia una de las estructuras. En su interior, había una presencia mágica muy poderosa, y familiar-. Han traído a un cazador de demonios que, irónicamente, les servirá para cazar a uno de los suyos –soltó una carcajada llena de ironía.

Aún recordaba la dura batalla que había tenido semanas antes contra un brujo de la Horda. Comparador con un cazador de demonios, había sido muy fácil. Debía evitar a toda costa enfrentarse a ese cazador. Y si lo hacía, habría de ser con la mayor astucia y fuerza posible.

-¿Y cómo quieres llamarla? –Araenna sostenía entre sus brazos a una preciosa recién nacida. Su hija.

Matheredor sonreía con cierta picardía, clavando su mirada en la de la elfa.

-No, ni se te ocurra –la elfa rió.

-Tienes que admitir que era un nombre bonito… –el elfo se acercó a su amada.

Araenna soltó un suspiro, y enarcó una ceja.

-¿Y ella lo era? –ambos rieron.

-No tanto como tú –Matheredor acarició la nuca de la elfa, y la pareja se fundió en un tierno beso- ¿A que no, Azeli? –volvió a soltar una risotada, y deslizó uno de sus dedos por la mejilla de la calmada criatura.

El fuego vil de arremolinaba en las manos de la cazadora mientras sus gujas danzaban por el aire segando cuerpos. Araenna desató una ráfaga de su magia contra varios orcos que cargaban hacia ella, calcinándolos en pocos segundos y dejando poco más que cenizas. Mientras tanto, el otro cazador de demonios observaba desde lo alto de un edificio la masacre. Casi se estaba divirtiendo más que Araenna.
En pocos minutos, el resto de miembros de la Horda huyeron, y el cazador descendió ante Araenna.

-Araenna… Tenía ganas de conocerte y ver si eras tan fiera y desalmada como dicen –el sin’dorei comenzó a reír y abrió los brazos, abarcando el campamento-. Tú sola te has enfrentado a… ¿cuántos eran? ¿Una treintena?

Araenna apretaba los puños mientras oía hablar al sin’dorei. Una sonrisa se dibujó en su rostro manchado de sangre.

-Te has olvidado a ti mismo, hermano… Pronto, los acompañarás a todos –con un movimiento de manos, atrajo las gujas hacia ellas y las empuñó.
El cazador sonrió divertido mientras desenfundaba unas espadas imbuidas de vileza.

-Clavaré tu cabeza cornuda en la entrada de Vallefresno para que los de tu calaña sepan lo que les espera –sin nada más que decir, cargó contra la kaldorei para encarnizarse en una larga pelea.

Araenna permanecía junto a su hermana Danara mientras ambas observaban cómo Matheredor, en su forma úrsida, jugaba con la pequeña Azeli.

-Yo pensaba que se parecería a ti –empezó a decir Danara-, pero mírala: tendrá la melena de su padre. Aunque su cara sí se asemejará a la tuya –dirigió su mirar hacia el rostro de Araenna, y luego, al de Azeli-. Sí, seréis casi clavaditas.

-Jamás dudaría de ti, hermanita. Pero solo me preocupa que mi niña sea feliz –Araenna se cruzó de brazos. Iba ataviada con su uniforme de Centinela-. Me apena dejarlo solo con Azeli, pero una Centinela siempre debe acudir a la llamada de sus superiores.

-Oh, no te preocupes, ¡míralos! Parece que ya llevaran juntos varios milenios.

Ambas mujeres observaron a padre e hija jugando y riendo. Una lágrima resbaló por la mejilla de Araenna, que rápidamente enjugó su hermana.

-Eh, no te preocupes –la rodeó con sus brazos-. Volverás pronto. Y yo estaré aquí, si eso te reconforta.

-Gracias hermanita… –Araenna se separó un poco-. No dejes que Matheredor se quede toda la diversión de Azeli –las hermanas rieron, y se volvieron a abrazar.

Ninguno de los cazadores cedía ante los constantes y poderosos embates del otro. Araenna atacaba con golpes rápidos y consecutivos, que el sin’dorei rechazaba con movimientos ágiles y contraatacando con golpes más contundentes de sus hojas. Parecía una batalla que no acabaría nunca. Sin embargo, la pelea anterior contra la Horda empezaba a hacer mella en Araenna, que cada vez atacaba con menos velocidad y con más cansancio.

-Vamos, elfa. Podemos acabar ya con esto, solo tienes que rendirte, y te brindaré una muerte rápida. Es mucho mejor que un largo sufrimiento.

-Lo siento, pero me gusta el dolor. Además, mi dolor será una leve molestia comparado con el tuyo –volvió a arremeter contra el sin’dorei, que esquivó con facilidad la acometida y rasgó uno de los muslos de Araenna. El sin’dorei suspiró.

-No logro comprender por qué continúas con este loable pero inútil combate. Es algo que mi conocimiento no alcanza a entender… Estás perdida, “cazadora” –pronunció esa palabra con sarcasmo, y escupió una risa cruel.

Araenna apretó los dientes y volvió a atacar. Acabaría con la vida de ese sin’dorei aunque eso le costara la suya. El sin’dorei volvió a danzar, girando varias veces sobre sí mismo y alrededor de la kaldorei, y lanzó una estocada mortal hacia la espalda de la elfa.

-Se… acabó. ¿Lo ves? –el sin’dorei se asomó por encima de su hombro, observando cómo los filos de sus hojas sobresalían por el abdomen de la elfa. Negó varias veces con la cabeza-. He perdido tanto tiempo para esto… un resultado que ambos conocíamos desde el principio. Hasta las llamas eternas se apagan, “hermana” –extrajo con brusquedad las hojas, y empujó a la cazadora hacia delante, que cayó sobre el suelo, agonizando.

-Derrotados, al fin… Tras tantas victorias contra seres que no merecían vivir –el tono de Rolthak sonaba apagado. Se desvanecía-. El frío del Vacío.

-No puede ser –pensó Araenna mientras el sin’dorei limpiaba sus hojas. La cazadora empezaba a perder su visión. La energía vil abandonaba su cuerpo junto a Rolthak-. Mather-…

El sin’dorei comenzó a conjurar su magia vil, que hasta entonces no había blandido. Iba a destrozar a esa insolente elfa como nunca antes había destrozado a nadie. Mientras la cazadora agonizaba en sus últimos momentos conscientes, una ancha figura apareció entre ella y el sin’dorei. No alcanzó a ver qué era. Todo se volvió negro.

La Centinela galopaba a lomos de su fiel sable de la noche de regreso a su hogar. Tras dos semanas fuera, al fin podía volver con su familia, con su amado, con su hermana y con su hija. Divisó una columna de humo que ascendía entre los árboles. “Será una hoguera”, se dijo a sí misma la Centinela, que aceleró el paso.

A los pocos minutos alcanzó a ver su hogar… o lo que quedaba de él. Unos traviesos y malignos diablillos lanzaban descargas de fuego sobre la estructura de madera, que poco a poco se iba calcinando. La Centinela empuñó su guja lunar y cargó contra los diablillos.

-¡Largo, escoria vil! –dos de los diablillos sucumbieron ante el acero de la elfa mientras se distraían con la casa. El resto huyeron al ver a la Centinela-. No puede ser…

Araenna entró en la casa en llamas. El humo era muy espeso, no podía ver ni respirar. Entonces escuchó el lamento de un bebé. ¡Azeli seguía viva! Siguió el sonido del llano hasta hallar a la niña dentro de un armario.

-Mi pequeña… estás bien –abrazó a la niña, y tosió con dificultad-. ¿Dónde se ha metido tu padre…? –la casa empezó a venirse abajo. Ya no había tiempo para buscarlo. Madre e hija salieron de la llameante estructura, respirando aire limpio. Araenna se llevó una mano al pecho. Le dolía. Tal vez fueran los pulmones, que habían ingerido una gran cantidad de humo. Ojalá fuera eso… Había perdido lo poco que le quedaba. Había perdido al amor de su vida.

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