[Relato] Corazón neblinoso

¡Buenas a todos! Os dejo aquí, para que lo disfrutéis, el relato presentado para el concurso de relatos :slight_smile:

Niebla. Muchísima. Espesa y cenicienta. Inundaba el gran pantano de Nazmir, impidiendo una visión adecuada. Erosionaba muy lentamente los curtidos rostros de los veteranos con su gélida, etérea y constante caricia. Nadie se habría atrevido a sumergirse en aquel océano de niebla, ni siquiera estos siete veteranos. Hombres y mujeres cuyos corazones no conocían el miedo a la muerte, cuyos cuerpos habían sufrido incontables heridas, cuyas mentes habían soportado atrocidades inefables. Pero hasta ellos se sentían reticentes a entrar en aquella niebla, cruel y susurrante, y así se lo habían hecho saber al Mariscal de campo Johansson.
—El paquete se encuentra en esta zona —señaló un punto del mapa del pantano, marcado con un símbolo de la Horda—. Entráis, recogéis el paquete y os dirigís a la zona de extracción, situada a siete kilómetros al este, en la playa. Unos botes os estarán esperando.
—Mariscal de campo… —respondió uno de los comandantes. Su nombre era Mathew O’Connor. Era fácilmente reconocible por su abundante barba que, aunque oscura, ya empezaba a mostrar signos de vejez—. Los exploradores informan de un extraño banco de niebla que se aposentó en el pantano hace una semana. No tiene previsión de disiparse —su impostada voz no revelaba temor alguno, palpable solo por las palabras que escupía con cierta tosquedad. Johansson sonrió.
—Lo sé. Por eso marcharéis ahora. Tal niebla es un regalo que la Luz nos ha dado por nuestras plegarias. Iréis invisibles, y volveréis invisibles.
Johansson se retiró. Los siete comandantes se miraron entre ellos con cierto miedo en sus ojos. No se habían escuchado rumores agradables ni alentadores sobre la susodicha niebla. Todos sin excepción, incluido Ross Huddon, tenían serias dudas sobre la misión encomendada. Mas no quedaba otra opción: desobedecer las órdenes del Mariscal de campo suponía uno de los mayores deshonores militares.
—·—
Dos días y dos noches. La niebla mantenía una férrea resistencia a ser disipada por los fuertes vientos que de cuando en cuando azotaban Nazmir, y seguía dispuesta a dificultar la misión de los comandantes, que no dejaban de discutir sobre la dirección que debían tomar. Cada hora que pasaba, el cansancio y las ganas de abandonar se multiplicaban. Tal vez no iban a ninguna parte, tal vez solo andaban en círculos. Si bien habían tenido la suerte de no cruzarse con ninguna patrulla de la Horda (cosa que era de agradecer), el aburrimiento del escuadrón aumentaba exponencialmente.
—Daría lo que fuera por encontrarnos un ejército entero de orcos. Sería una historia digna de contar junto al fuego —el más joven de los comandantes, Ryan Taylor, era muy temerario, pero no tenía igual en combate a espada. Algunos bardos cantaban que Taylor, antes de ser comandante, venció en solitario a veinte soldados de la Horda para vengar a su comandante caído—. Podríamos capturar a uno y encontrar el maldito camino.
El grupo se detuvo. Luz. Un débil y tenue resplandor anaranjado relucía entre la plomiza niebla como un faro de esperanza. Sigilosamente se acercaron y todos miraron a Ross, que dejó paso a su forma salvaje para aprovecharse de las habilidades que le ofrecía, en concreto del olfato. La bestia lupina se acercó cautelosamente mientras su nariz se movía levemente de arriba abajo. Los otros seis comandantes lo siguieron de cerca, y a la orden de Ross, se detuvieron.
—La pestilencia de la no-muerte —informó la voz susurrante, áspera y hostil del huargen—. Una docena, por lo menos. ¿Os acordáis de “Los vientos silbantes de Elwynn”? —los comandantes sonrieron. Una vieja táctica de distracción que consistía en silbar una famosa canción (muy típica en Elwynn) desde diversos puntos para confundir al enemigo.
El pequeño escuadrón se puso en marcha y rodeó el minúsculo campamento Renegado. La canción empezó. Los silbidos eran opuestos y los Renegados se distribuyeron en varios grupos para descubrir al intruso. Craso error. Taylor fue el primero en lanzarse a la batalla, acabando con dos de los no-muertos en cuestión de segundos, seguido por Karl Franz, un veterano de la Tercera Guerra, que acabó con otros dos soldados. La docena fue rápidamente liquidada y los comandantes se congregaron alrededor de una rudimentaria pero útil jaula de madera y pieles. En su interior, yacía un hombre de aspecto demacrado y frágil. Ante los rostros de sorpresa de algunos comandantes, la mayor de ellos, Catherine Huxley, alzó su voz de soprano.
—Este, camaradas, es el “paquete” que debemos entregar al mariscal de campo —se acercó al prisionero con su mandoble apoyado en su hombro derecho y destrozó gran parte de la jaula que lo retenía. A pesar de rondar los cincuenta, se mantenía en forma, aparentando la mitad—. Ross, Mathew: buscad algo para poder arrastrarlo. Llevarlo a cuestas nos retrasará —echó mano a su brújula mientras los comandantes preparaban el paquete para llevarlo al este— En marcha comandantes, acabemos esta condenada misión.
Como se ordenó, Ross y Mathew cargaron con la improvisada camilla, que era un mero trozo de madera, en la que descansaba el febril hombre. Ya en su forma humana, Ross chistó desde atrás a Mathew.
— ¿Quién se supone que es? ¿Por qué nos han ordenado rescatarlo? —su mentón descendió ligeramente para permitir a su vista fijarse en el enfermo. Estaba muy delgado, casi anoréxico; dormía, probablemente inconsciente; y convulsionaba de vez en cuando, aterrado por alguna pesadilla.
—A saber. No lo había visto en la vida —hizo una breve pausa, y cortó a Ross antes de que volviera a preguntar— Si Johansson no nos ha dado más información sobre el paquete o la misión es porque no nos incumbe —suspiró, emitiendo un hilillo de vaho que se vio devorado por la niebla rápidamente, y observó de reojo al veterano— Eh, tengo tantas ganas como tú de saber quién es y por qué es tan importante como para mandar a siete de los mejores comandantes del ejército a rescatarlo —ahogó una risa y Ross negó con la cabeza, riendo también. Un buen corazón y un hombre honrado, pero Mathew era de las personas más narcisistas que había en el mundo.
—·—
Parecía obra de un ser maligno: la niebla empezaba a concentrarse más, hasta llegar a un punto en el que no se podía ver nada a más de tres metros, y la temperatura disminuía drásticamente en perjuicio de los veteranos. Llevaban caminando una media hora más o menos. Quedaba poco más de una hora para llegar al punto de extracción. A la delantera se encontraba Huxley, seguida de Ryan Taylor y de Karl Franz. Justo detrás de este, Mathew cargaba la parte delantera de la camilla, y Ross la trasera. En la retaguardia, se encontraban Alexandra y Julia Burton, ambas hermanas, agentes de operaciones especiales y ex comandantes del Ejército de Ventormenta. Su presencia silenciosa y siempre atenta, así como su ocupación, provocaban aún más recelo en el interior de Ross, que no dejaba de darle vueltas una y otra vez a la misma pregunta: ¿quién era “el paquete”? La caravana se detuvo de sopetón, y Alexandra, que cargaba con un rifle, se adelantó al grupo, acariciando el gatillo con su índice.
—Despejado. Solo era una bestia fluvial.
La marcha continuó. Taylor y Franz comenzaron a charlar sobre la supuesta muerte que el primero les dio a un grupo de cinco sobrestantes Kor’kron.
—Los hechos sucedieron como te los cuento: su disposición lineal favoreció mi victoria. De un solo tajo segué dos de esas cabezas verdes, y los otros tres cayeron ante mis asombrosas habilidades de esgrimista en cuestión de minutos —el comandante alzó la cabeza lo máximo que pudo y comenzó a caminar con exagerados movimientos de hombros—. Así se acercaron a mí. ¡Necios! Me subestimaron solo por ser mayoría. No volverán a cometer el mismo error.
—Vuelvo a repetirte que eso es imposible. Creo que lo soñaste después de la borrachera que te diste cuando celebramos el triunfo sobre el tirano Grito Infernal —una sonora carcajada entrecortada por el frío surgió de la garganta de Karl. A su espalda, Mathew imitó la risa, y giró el cuello para observar a Ross. Toqueteaba el guardapelo que siempre llevaba colgando, el contenedor de la imagen de la mujer a la que amaba y de uno de sus mechones del color de la sangre.
—Sigues sin saber nada de ella, ¿verdad? —inquirió con una voz amable. Ross alzó su celeste vista para enfocarla en la barba de su camarada, y soltó el guardapelo para volver a colocar su mano debajo de la camilla. No medió palabra, simplemente negó con la cabeza—. Podrías preguntar a las hermanas —alzó las cejas, señalando a las mujeres que permanecían en silencio a su espalda, atentas al entorno y con los rifles cargados en sus brazos.
—Es lo que más deseo en el mundo, bien lo sabes. Y el haber coincidido con gente como ella hace preguntarme si esto es una especie de señal —volvió a bajar la mirada hasta el enfermo. Solo la Luz sabe cuánto ha debido de sufrir el misterioso hombre—. Debo seguir el reglamento y las directrices militares: para nosotros, esta clase de agentes están muertos, no existen. Son sombras que desaparecen cuando la luz se acerca a ellos. Sarah está bien, de eso no me cabe duda. Me enseñó a sobrevivir, y de momento, sus enseñanzas me han funcionado —esbozó una sonrisa. Tal vez por recordar los viejos tiempos, tal vez para auto convencerse de la afirmación que enunciaba. Mathew volvió a mirar al frente, a la pareja de veteranos que seguían discutiendo sobre la veracidad de la historia de Taylor.
—Ya es hora de que le enseñes esos trucos a Taylor, ¿no crees? El muchacho se va a matar un día de estos.
—Sabe cuidarse solo —sentenció Ross, acompañado de una desganada carcajada—. Maldita sea, Huxley, ¿cuánto queda?
—Quedan unos tres kilómetros. Cuarenta minutos a este ritmo. Pod-… —la veterana se detuvo, y la caravana tras ella. Todos miraron hacia delante, preguntándose qué pasaba. Huxley se volvió con el mandoble en guardia y profirió una orden—. ¡A LAS ARMAS!
Ross y Mathew dejaron en el suelo la camilla y desenvainaron sus armas. El resto se acercó hasta la posición de Huxley. Una patrulla de la Horda. Se habían encontrado delante de sus narices, a escasos metros, a una patrulla de la Horda. Mathew maldijo por lo bajo la malévola presencia de la niebla, y el entrechocar de los aceros comenzó a inundar el ambiente antes jocoso. La patrulla de la Horda se componía de un jinete de huargos que portaba un estandarte con la insignia de la Horda, ocho combatientes, una maga sin’dorei y un par de trols Zandalari que guiaban a la patrulla. Tan pronto como la pelea empezó, las dos hermanas dispararon sus rifles contra la maga, que no tuvo ni un instante para reaccionar.
— ¡Proteged el cargamento! ¡No dejéis que se acerquen! —Huxley intercambió varios golpes con un ancho orco que se había plantado frente a ella—. ¡Taylor, Franz, Mathew! ¡Conmigo! —rugió, iracunda, y segmentó uno de los brazos de la bestia esmeralda de un tajo, seguido de una rápida estocada al pecho.
Las hermanas Burton cargaron rápidamente los rifles para volver a acribillar a los enemigos con su letal puntería. Uno de los trols se acercó demasiado a Ross, que le asestó un brutal puntapié en la tibia. Solo los gritos de dolor del herido trol acallaron cuando el comandante hundió una de sus hojas en su cuerpo yaciente. Más disparos: el otro trol cayó. La pelea estaba balanceada al frente, donde los cuatro veteranos luchaban con ímpetu contra los enemigos. El jinete de huargos rodeó a los soldados de la Alianza en busca de las peligrosas tiradoras.
—Burton, vigilad al paquete —Ross echó a correr para interceptar al atrevido jinete, que apareció como un fantasma entre la niebla. Los rápidos reflejos por parte del comandante le salvaron el cuello, hiriendo de gravedad a la bestia lupina que se lanzaba a muerte contra él.
El orco rodó por el suelo y se arrodilló, mostrando su mandoble. El rusiente acero brillaba con fuerza entre la niebla. El orco, al parecer un maestro de espadas, se inclinó hacia delante para cargar con velocidad contra el comandante. Los mandobles de ambos guerreros comenzaron una danza en el aire, chocando una y otra vez entre ellos, desatando chispas y rabia. La destreza de los combatientes estaba igualada: no podían permitirse fallo alguno. Mientras tanto, el grupo de cuatro comandantes continuaba intercambiando golpes y tajos contra la Horda. Ninguno de los bandos cedía. La sangre corría y los jadeos de fatiga se sumaban al tan reconocible sonido de la guerra. Taylor realizó un arriesgado giro y degolló a un elfo de sangre.
— ¿Es que acaso creéis que podéis derrotarme, bestias descerebradas?
— ¡Sigue diciendo esas cosas y acabaré pensando que eres un orejas largas! —Franz rió con fuerza y desequilibró a su contrincante para darle el golpe de gracia. Ya solo quedaban seis enemigos.
Huxley lo estaba pasando mal haciendo frente a un enorme tauren que trataba de aplastar la cabeza de la canosa humana con un mazo del tamaño de un enano. Un descuido y los sesos de la comandante serían desparramados por el barro.
Las Burton se habían colgado los rifles y habían echado mano a sus alfanjes. Era peligroso disparar con sus aliados de por medio, aun con su puntería, y se habían unido a Ross para hacer frente al maestro de espadas. El orco se movía con una agilidad asombrosa y desviaba cada arma que se acercaba a él. Un fuerte berrido se escuchó más adelante, proveniente del tauren, que decidió cargar contra Huxley. La mujer de pelo blanquecino evitó la carga, mas cometió un error: el tauren arrollaría al paquete.
— ¡Huddon! ¡El paquete!
Ross liberó toda su fuerza en un golpe combinado contra el orco para sorprenderlo y poder interceptar al tauren. Soltó un grito y placó contra la mole que avanzaba desenfrenadamente hacia él. El tauren frenó, algo aturdido por la embestida. Ross no corrió la misma suerte: yacía en el suelo, boca arriba. Vio el enorme mazo alzándose por encima de las decoradas astas del guerrero. El crujir de huesos se superpuso al sonido del combate, y el enorme brazo del tauren, junto con su arma, cayeron sobre las rodillas de Ross, que puso los ojos en blanco y se extendió horizontalmente sobre el barro. Mathew, que había acabado con el sufrimiento de la enorme bestia cornuda, se arrodilló junto al rostro de Ross.
—Vamos campeón, aguanta. Aún te debo varias jarras de Bourbon —una sonrisa se dibujó en la hedionda faz del veterano, llena de sangre y barro. Los ojos de Ross se cerraban mientras los pocos supervivientes de la patrulla de la Horda se batían en retirada, hasta que se sumió en un profundo sueño.
—·—
El malherido comandante abría con dificultad sus párpados, y sus ojos derramaron varias lágrimas, aún acostumbrándose a la luz del sol. Un constante vaivén del espacio y un reconocible olor a sal era lo único que Ross sentía en ese momento. Sentía también el dolor en su torso y el cansancio en sus brazos. Pero no sentía nada más. Abrió completamente los ojos y miró a los dos camaradas que se encontraban a sus lados: Mathew y Taylor.
— ¿Qué ha…? —una mueca de dolor cruzó su rostro. Su cabeza latía con fuerza, casi a punto de estallar.
—Descansa amigo. Todo está en orden. Cargamos contigo hasta los botes —leyéndole la mente a Ross, añadió—: El paquete está a salvo, y nosotros también. Doloridos y magullados, pero bien.
Mathew le dio unas palmadas en el hombro y alzó la vista, mirando el otro bote, antes de continuar.
—Ha sido un gran acto de valentía, pero te has llevado la peor parte… ¿Por qué tratas de parecerte a Ryan? —él y el mencionado rompieron en risas. A los pocos segundos, volvieron a adoptar afables sonrisas—. Es mejor que te lo diga yo a que te lo diga otro… No vas a poder volver a caminar por tu cuenta durante una buena temporada. Tienes las rótulas destrozadas, Ross —un exasperado suspiro salió de la boca del barbudo. Para Ross, aquella noticia le sentó como un buen golpe en la cabeza.
No poder caminar suponía depender. No poder caminar suponía dejar de lado las cosas por las que vivía: el ejército, la equitación, el combate, el deporte.
—No te desanimes, Huddon. Tu valentía no quedará sin recompensa —la comandante Huxley alzó la voz desde la popa del bote, manejando el timón y dirigiendo la vista al horizonte—. Tendrás el reconocimiento merecido por tu hazaña, comandante.
Ross miró en derredor. Alexandra y Julia se encontraban en el otro bote, junto al anoréxico rescatado, un sacerdote y un soldado.
—Lo que me gustaría saber, Huxley, es quién es “el paquete” —desvió la mirada hacia el bote, que se encontraba a unos veinte metros a su derecha. En él, un sacerdote cuidaba del prisionero rescatado.
La comandante de cabellos grisáceos ahogó una risa y también miró hacia el otro bote. Meditó largo rato. Después de lo que había pasado, Ross merecía saber algo. Todos estaban expectantes e impacientes por saber quién era.
—Se llama Roger Shelley, es un comerciante de Boralus. Nuestro comerciante —enfatizó el determinante posesivo. Quería dejar claro que pertenecía a la Alianza—. Hasta hace unos años, capitán de un galeón, “El Armero del Mar”. Su especialidad era el transporte y la venta de armas de artillería —Huxley se incorporó con cierta pesadez, estirando las piernas, y se aclaró la garganta—. Los Zandalari hundieron su galeón y se hicieron con su mercancía, afortunadamente escasa. Sin embargo, se trataba de un envío especial —la veterana extrajo de su mochila, apoyada a un lado del bote, un extraño cofre que sostenía con ambas manos. Era cobrizo y reluciente, con numerosas filigranas cromadas, y no presentaba cerradura alguna—. Gracias a una fuente fiable, descubrimos que “esto” era la causa del viaje. Desconocemos el contenido y la forma de abrir los cofres, y Roger es el único que puede ayudarnos a conseguirlo.
Hizo una pausa y fijó su mirada en la de Ross. Se masajeaba las piernas y sus ojos refulgían con un brillo de atención.
—Al parecer, los Zandalari también quisieron saber qué había aquí dentro y secuestraron e interrogaron a Roger. Si sigue vivo es por lo que sabe sobre el cargamento… y por nuestra intervención.
Todos miraron con especial interés al comerciante. Aún yacía, pero parecía recuperarse. Taylor abrió la boca para hablar, pero Huxley le cortó.
—Esta información es confidencial. Os la he contado extraoficialmente, pero nadie más debe saberlo. ¿Está claro? —los comandantes asintieron. Satisfecho, Huxley devolvió el cofre a su mochila, se separó del timón y repartió algunas botellas de Bourbon—. Nos lo hemos ganado.
Los cinco veteranos descorcharon las botellas y, antes de beber, brindaron:
—Por los viejos tiempos, amigos.
— ¡Por los viejos tiempos! —profirieron casi al unísono antes de beber.
—·—
Una fina lluvia se estrellaba contra las tablas de madera de la casa. El cielo rugía con estridentes truenos, y de vez en cuando un relámpago lo iluminaba todo. Un tenue pero reconfortante fuego en la chimenea calentaba todo el interior. El comandante Huddon, de baja por su incapacidad, leía al amparo de la bailarina llama de una vela. Puesto que no tenía mucho que hacer, se estaba encargando del papeleo del ejército, en concreto, revisando el informe de la misión de rescate. Añoraba su casa, pero se le hacía extraño estar de nuevo en ella. Se sentía como un viajero perdido al que una familia del lugar acoge por compasión. Cuando casi había terminado de leer el documento, unos nudillos chocaron contra la gruesa puerta.
—Está abierto —la puerta se abrió y una figura encapuchada entró y cerró la puerta de nuevo, con la velocidad de alguien que huye de algo. Ross se mostró tranquilo, terminando de leer el informe—. ¿Qué me traes? —el encapuchado se acercó al comandante y mostró su afilado rostro. Era Roger.
—La comandante Huxley me envió. Quería que te diera… esto —rebuscó en el bolso de piel que llevaba colgando al lado izquierdo y apoyó sobre el escritorio, junto a la vela, un cofre. El cofre. Ross dejó de atender al informe y miró inquisitivamente el cofre. Desvió sus celestes ocelos hacia el lánguido hombrecillo, que aún se recuperaba de su falta de alimento, y alzó las cejas interrogativamente.
— ¿Por qué querría Huxley darme esto?
—Me ha dicho que se lo entregara a ella y a los otros cuatro comandantes. Uno a cada uno —Roger tiritaba y se abrazaba para entrar en calor. Sus dientes rechinaban y hablaba con voz jadeante y átona. Un trueno azotó el mundo y Roger prosiguió—. Sé quién puede abrirlos —cuatro palabras bastaron para captar toda la atención de Ross. Su herida inundaba su mente la mayor parte del tiempo, pero la curiosidad por saber qué contenían estos cofres le quitaba el sueño todas las noches.
—Por favor, siéntate junto al fuego y come algo. Estás en tu casa —el tembloroso hombre se acercó a la pequeña y cálida chimenea, emitiendo un gran suspiro de alivio. Sus cabellos goteaban y permanecían pegados a su rostro por la acción del agua.
—Gracias, no quiero tomar nada —se frotó las manos y continuó hablando—. Debía entregar las armas en un pequeño puerto en la costa este de Rasganorte. Pero los cofres debía llevarlos personalmente hasta un punto de entrega que el destinatario y yo habíamos acordado por carta —extrajo la mencionada carta de su bolso y se acercó a Ross, que la cogió y la sostuvo en sus manos durante un rato antes de volver a centrar su atención en Roger—. No me dieron nombre alguno. Mis órdenes eran dejar el cargamento, que constaba de veinte cofres iguales, en la zona que se menciona en la carta y esperar hasta que fueran recogidos por un emisario —se detuvo repentinamente para estornudar. Ross habló.
—Imagino que descubrir el contenido de los cofres es parte de la misión… —Roger asintió enérgicamente con la cabeza y desvió su mirada hacia las muletas de madera que descansaban apoyadas en el escritorio, junto al comandante.
—Si a sus dueños les importa el contenido de los cofres, tengo la certeza de que mantendrán un ojo puesto en la zona de entrega. La comandante Huxley quiere volver a reuniros para acudir allí —se levantó, ya con mejor cara. Un hombre congelado solo necesitaba el calor del fuego para encontrarse bien. Un hombre con lesiones graves requería de un reposo largo y de un periodo de rehabilitación. Ross suspiró y quiso levantarse con ayuda de las muletas—. No se preocupe, comandante Huddon. Muchas gracias por la hospitalidad. Hasta la próxima, que esperemos usted se encuentre mejor —esbozó una sonrisa compasiva y marchó con la misma rapidez con la que había llegado.
El minusválido veterano miró la carta y la guardó en uno de los cajones del escritorio. Se pellizcó la ceja derecha con los dedos índice y corazón de su mano dominante y resopló, volviendo a clavar sus ojos en el cofre sellado e imposible de abrir. No podía esperar tanto tiempo con la angustia de saber qué había dentro. En un intento desesperado, tomó el cofre y lo manipuló de diversas formas, rezando por que se tratara de una cerradura oculta. Nada. Exasperado, guardó el cofre y se tumbó en la cama. La bailarina llama de la vela comenzaba a jadear y a apagarse, cansada ya por la cantidad de ejercicio que había realizado, mientras el comandante no dejaba de darle vueltas una y otra vez al misterioso cofre.
—·—
Boralus. Hermosa ciudad portuaria, capital de Kul Tiras. Un sinfín de gente que iba y venía, ya fuera por negocios o por ver a algún familiar o conocido. El inconfundible aroma a pescado y a marisco inundaba el mercado. Ross paseaba con parsimonia, observando detalladamente el soleado lugar en el que había pasado tanto tiempo atrás, cuando participaba en la campaña de guerra de la Alianza. Ya habían pasado más de dos meses desde aquello. Sus piernas ya habían recuperado su fuerza y agilidad habituales. Ojalá pudiera decir que su visita se debía a motivos ociosos: se encontraba allí para reunirse con sus antiguos camaradas con el fin de desvelar al fin el secreto que los llevaba acompañando desde aquella arriesgada misión de rescate en el pantano de Nazmir. Los cinco habían quedado en el Distrito de Upton, poco frecuentado por los habitantes, pues era una zona exclusiva para ciudadanos con cierto poder adquisitivo. Un discreto café era el punto de reunión. Además del motivo oficial de la reunión, todos estaban deseando reencontrarse. En el último año habían estrechado fuertes lazos de amistad y camaradería. Habían sufrido juntos y habían ganado juntos. Debían mantener vivos esos lazos.
El distraído comandante alzó la cabeza. “Distrito de Upton”, leyó en su cabeza el cartel que colgaba de un poste horizontal clavado en la piedra de las murallas. Al poco rato, encontró a Mathew. No había cambiado ni un ápice. No tardaron en acercarse y abrazarse calurosamente. Ambos se alegraban mucho de ver al otro con vida.
—No puede ser que te hayas jubilado antes que yo, el carcamal del grupo —Mathew soltó una fuerte carcajada y golpeó amistosamente la espalda de Ross.
—No es eso, es solo que he encontrado mi hogar… —un incómodo silencio se hizo con el control de la situación, hasta que Taylor apareció por detrás.
—Oh no, no puede ser. El eterno solterón ha encontrado a una mujer que le ha apartado de nosotros para llevárselo a su cama. ¡Qué desgracia perder a uno de mis oyentes favoritos! —Taylor exageró el fingido llanto y se codeó con Ross, que reía con cierto nerviosismo.
—Una desgracia terrible. No sé cómo voy a vivir con tus cuentos de fantasía —Taylor rechistó y los otros dos comandantes rompieron en risas.
— Eh, ya te he dicho que son reales.
— ¿Cómo aquel en el que un magnatauro te devoró y tuviste que sobrevivir cinco días en su estómago? —volvieron a reír.
—Puede que en ese se me fuera un poco la cabeza… ¡pero el resto son verídicos!
Caminaron juntos hasta el café, comentando las experiencias que habían tenido desde su último encuentro. Al llegar al punto acordado, vieron a Karl y a Huxley ya sentados en un sillón acolchado con vistas al mar. Los precios del establecimiento eran desorbitados, pero eso no impidió a los comandantes disfrutar de una taza de café caliente acompañada de pastas. Ya servidos y reunidos, Huxley tomó la palabra.
—Es un verdadero placer ver que todos estáis bien, mejor incluso que la última vez —miró brevemente al recuperado Ross—. Sabéis por qué estáis aquí. Y bien, ¿alguno ha podido descubrir algo?
—Aparte de lo que Roger nos contó, nada más —respondió Mathew tras dar un sorbo al café. Era caro, sí, pero delicioso y de calidad. Un grano bien cultivado—. Ir por nuestra propia cuenta a Rasganorte no es una opción. No es seguro —todos mostraron aprobación y Huxley se aclaró la garganta.
—Precisamente, O’Connor, ese es el siguiente punto que quiero abordar —tendió un mapa a escala de Rasganorte con un círculo celeste en un lugar situado en Colinas Pardas—. Aquí es donde debía entregar Roger los cofres. Y aquí es donde hemos de ir, todos juntos, como en aquella misión en el pantano —se reclinó en el sillón y bebió de su taza mientras el resto observaba el mapa. Además del círculo, había varias cruces, curvas y anotaciones en los márgenes. Parecía que Huxley ya tenía un plan, o al menos, estaba desarrollándolo—. Quiero una ejecución perfecta de la operación. Sin sorpresas, muertos o heridos. Escucho vuestras propuestas.
Los cinco comandantes se dispusieron a debatir la táctica a seguir, los efectivos que mandar, los viajes de reconocimiento que realizar y las más que probables hipótesis sobre los cofres y su dueño. Ross no era el único que había perdido el sueño por culpa de la curiosidad y la extrema angustia por conocer el secreto que los contenedores metálicos encerraban: todos ellos habían estado más pendientes de eso que de sus labores profesionales. ¿Un arma, unos pendientes? ¿Anillos? ¿Monedas? ¿Manuscritos? Las posibilidades eran infinitas.
Tras una larga discusión sobre los detalles, Huxley concluyó la reunión.
—Acordado entonces. Cinco meses, comandantes. Cerraremos el caso en cinco meses, cuando haya pasado la tormenta de guerra que se cierne sobre nosotros—se incorporó y, con ella, los otros cuatro comandantes.
Caminaron juntos hasta el canal, repasando rápidamente el plan a seguir. Un plan cuadriculado y eficaz, con pocas probabilidades de fracaso. Sin duda alguna, Huxley era una comandante y una estratega brillante: en menos de una hora, había desarrollado un plan que cuidaba hasta el último detalle. Nada podía salir mal, habían repasado todas las posibilidades. Cinco meses era el tiempo que los veteranos tenían para preparar su equipo. Se despidieron, cada uno por su lado, pero todos con una amplia sonrisa en el rostro y una buena corazonada. “Nada saldrá mal”, se repitieron todos en su cabeza, “nada saldrá mal si estamos todos juntos en esto”. Ciertamente, la compenetración que se había forjado entre ellos y las destrezas individuales de cada uno formaban, en conjunto, un equipo casi perfecto. Nada podía salir mal. O eso creían.

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