Años atrás mi abuelo solía hablarme de cómo era Nagrand. Me hacía sentarme a su lado frente a una hoguera y allá hablaba de viejas tradiciones, de antiguas cacerías y rituales de la Tierra de los Vientos. Describía el paisaje infinito, las grandes estepas y llanuras donde moraban los poderosos uñagrieta. El sol, decía, reinaba impune en aquel lugar, pues pocas montañas había. Y por la noche, la Dama Blanca daba descanso al sol para regalar luz plateada sobre los campos de hierba. Hoy, mi clan y yo vivimos bajo el amparo del pueblo shu’halo en Mulgore. Y esa vieja sensación de pureza elemental vuelve en mi como un torrente de agua fría tras un día caluroso. He encontrado nueva determinación en mi propósito, algo que largo tiempo se me había resistido tras pasar grandes calamidades durante el último año. Hoy, soy un orco nuevo gracias a la guía de los tauren. Permitid pues, que os cuente mi historia, el relato de cómo renací bajo el nombre de Ko-átsa.
Hacía varios días que gentes de toda raza y condición se habían ido congregando en Mulgore. La rebelión había crecido de forma considerable tras los últimos sucesos que involucraron a Baine Pezuña de Sangre. Ahora, no sólo orcos y tauren luchaban juntos, si no que elfos de distintos pueblos, trols, goblins e incluso algún renegado se habían sumado a la lucha, aportando todo cuanto pudieran dar a la causa. Eso, a mis ojos, les valía mi respeto y mi honra. Para conmemorar tal acto de generosidad por parte de todos, en mi clan decidimos celebrar dicho reencuentro, por lo que lo organizamos todo para ello.
Tras un primer día de celebraciones en el que la comida y la bebida fluyeron con generosidad, pedí el pertinente permiso al sihásapa Ata’halne Quiebrapáramos para ir a visitar el lugar donde reposan los más dignos y admirados de entre el pueblo shu’halo, la Roca Roja. El guía del Consejo de Tribus accedió y ordenó a sus más allegados que iluminaran un camino a través de las Llanuras Doradas hasta la mismísima Roca Roja. Así pues, yo mismo y un generoso grupo de peregrinos de todas las razas de la Horda dejamos nuestras armas amontonadas antes de cruzar el Lago Toro de Piedra. Unos pocos tomaron antorchas, pues el sol ya casi quedaba oculto tras los picos secos de Mulgore y juntos emprendimos el camino.
Conversaciones sosegadas eran amortiguadas por los sonidos de la fauna local. Las criaturas nocturnas empezaban a salir de sus nidos o escondrijos para llevar a cabo sus labores. Mientras tanto, los peregrinos caminaban. Ata’halne iba delante, seguido a poca distancia por mi mismo. Ambos hablamos. El tauren relató los sucesos que llevaron al pueblo shu’halo de pasar de una vida nómada a una sedentaria, allá en Cima del Trueno. Me habló de la unión de las tribus, de la ancestral lucha contra el centauro. No puedo si no sentir eterno respeto por la tenacidad y valentía de los tauren. Desde que llegué a Kalimdor con la flota del jefe de guerra Thrall sentí una conexión innata con estos grandes seres cornudos. Hoy más que nunca, agradezco que Cairne y Go’el se llevaran tan bien e hicieran juramentos de amistad y lealtad en su día.
Seguimos caminando. Y finalmente, tras un tiempo de travesía, habiendo abandonado los caminos, el sihásapa se detuvo. Ante el enorme y oscuro tauren, vi la Roca Roja, el lugar donde descansan los valientes de entre los tauren. Me detuve junto a él y contemplé el lugar alzado en el promontorio de roca. Tras nosotros se agruparon el resto de peregrinos. Ata’halne nos guió a la cima, solicitándonos que dejáramos las antorchas en la entrada, y eso hicimos. Lo que viviríamos esa noche, no se parecería en nada a algo experimentado por alguno de los foráneos.
Una vez subimos a la cima, todos pudimos contemplar los cuerpos embalsamados de antiguos guerreros en la cima. Todos bajamos la mirada y saludamos con respeto. Ata’halne clavó su gran tótem en una ranura en la vieja roca y allí nos dio instrucciones de posicionarnos en círculo, y así lo hicimos. Entonces, el guía tauren tomó mi mano izquierda y nos indicó que todos nos diéramos las manos los unos con los otros. Algunos se extrañaron, pero nadie renunció a ello, curiosos y llenos de respeto como estaban.
Entonces, el ritual se inició. Todo pareció trascender, nos vimos separados del mundo terrenal. Podíamos abrir la boca, más no hablar. Podíamos mirar, pero no hacer nada. Allí, en un rincón del mundo espiritual, pudimos contemplar como figuras espectrales tauren se posicionaban a nuestro alrededor. Algunos parecían luchar contra sombras, otros nos saludaban con respeto. Tras contemplar las apariciones, llegó la calma, y con ella, el contacto con los espíritus de Mulgore. Ellos vieron en muchos de nosotros la duda, y acudieron para resolverla. Krag, el grandullón, el cual estaba a mi derecha, pareció sumido en si mismo, se movía por su cuenta, veía algo, hablaba con alguien. Recordé su reciente pérdida y me lamenté. Y en ese lamento mis propias dudas afloraron, mi rostro se contrajo levemente y, allí, alguien escuchó mis palabras no pronunciadas y acudió para ayudarme.
Un gran águila descendió sobre mi. Volando en círculos se posó delante de mi. Su figura espectral le revelaba como un espíritu, algo había captado su atención en mi. Sorprendido, aguardé.
-¿Por qué dudas? -Su voz, clara y femenina, entró en mi cabeza de forma apacible.
-Temo por aquellos que envío al combate un día tras otro sin saber si volverán. ¿Quién soy yo para ordenarles que se dirijan a su propia muerte? A veces, dudo de que sea el indicado para todo esto.
-Aquellos que te siguen no lo hacen por quién eres, si no por lo que representas. Eres una idea, Kurgan. Mientras sigas personificándola y te mantengas firme, te seguirán. No les defraudes.
Agaché mi cabeza ante el gran espíritu del águila, le mostré el debido respeto y acepté sus sabias palabras en su totalidad, como un regalo dado en tiempos de duda y oscuridad.
Tras unos instantes que no podría calificar como minutos o horas, todo volvió a la normalidad poco a poco. Como si nuestros pies tocaran de nuevo la fina hierba de Mulgore, regresamos al mundo terrenal, vivos, renovados. Aquellos que fuimos contactados por los espíritus, sin embargo, regresamos con algo más. En mi mano derecha apareció una pluma de águila de aspecto cristalino, más no frágil. A su alrededor había una fina tira de cuero, era un collar, un presente del espíritu del águila. Lo alcé a los cielos como muestra de gratitud y procedí a atármelo alrededor del cuello. Otros también recibieron presentes de los espíritus y hoy los llevan con gratitud.
Después de volver a nuestro mundo, el sihásapa tenía un último acto que hacer, algo que nos sorprendió a todos gratamente. Recitó palabras de camaradería, lealtad y compromiso, habló del respeto mostrado y de la gratitud de los shu’halo. Acto seguido procedió a marcar los rostros de todos y cada uno de nosotros con pintura. Dependiendo del rostro eran dos líneas, una “V”, quizá unas simples marcas, a cada individuo le regaló su particular pintura facial. Después de ese acto de comunión, proclamó que ahora todos éramos de la misma familia, de la misma tribu. A partir de entonces, seríamos uno, unidos como antaño.
El gesto de Ata’halne fue muy significativo para todos nosotros, especialmente para mi, pues el pueblo shu’halo siempre ha estado hermanado con los orcos. El sihásapa me permitió unas palabras, lo cual acepté con gusto. Frente a los peregrinos pintados, llenos de agradecimiento y paz interior, hablé.
"Largo tiempo hemos pasado los aquí presentes alejados los unos de los otros. Las lunas han discurrido en el cielo, siendo testigo de cómo hemos vivido, pero también de cuanto muchos hemos perdido. Todos tenemos una historia que contar, pues cada uno ha vivido a su manera, tal y como su pueblo y sus propios ancestros le han enseñado.
Recordemos pues, a aquellos que ya no se encuentran entre nosotros. Pero no recordemos su partida, si no su vida. Ahora, hermanados por la mano del pueblo shu’halo, somos más. No hablo de números, ni de fuerza, ni poder. Hablo del espíritu propio. Bajo la Dama Blanca, en el cielo siempre presente, os pido que recordéis lo que hoy nos hace ser auténticos. Un solo pueblo, una sola familia.
Y que, en el día de mañana, cuando el sol se vuelva a poner, caminemos juntos de la mano, tal y como hemos hecho hoy. Cuando volváis al poblado, lo haréis como gentes nuevas, pero a la vez viejas. Habéis renacido, pero también habéis reencontrado vuestro propio corazón. Así pues, hermanos y hermanas, sigamos juntos una noche más, aquí, en una tierra pura."
Todos los presentes asintieron y llenos de vigor renovado, descendimos por la ladera de la Roca Roja hasta alcanzar de nuevo las Llanuras Doradas. Empezamos a desandar el camino recorrido poco a poco, disfrutando del ambiente nocturno. En ese instante, con sihásapa de nuevo en cabeza, el guía habló de repente, como si pensara solo.
-Ko-átsa.- Pronunció, convencido, como si hubiera llegado a alguna especie de conclusión.- "Águila de Fuego, que arde."
Yo le miré, claramente desubicado. Aceleré levemente el paso hasta colocarme a su lado mientras caminábamos.
-¿Ko-átsa…? - Miré a Ata’halne, confundido.
-Me parece un buen nombre para ti.
-Águila de Fuego. -Alcé una ceja, sonriente. -Me honras, sihásapa.
-Es un título apropiado. -El gran tauren asentía mientras caminaba.
-Lo llevaré como muestra de mi respeto por el pueblo shu’halo hasta el día en que me reúna con los ancestros.
El grupo de peregrinos caminó durante unos instantes más hasta alcanzar el Poblado Pezuña de Sangre. Una vez llegaron, se sentaron alrededor del fuego central y empezaron a contar las vivencias maravillosas de aquél día. Mientras lo hacían, Ata’halne se me acercó una vez más. Me pidió unas palabras en privado, si podía ser. Accedí de inmediato y entramos en un una de las grandes tiendas del poblado. Sihásapa parecía lleno de curiosidad, así pues, habló.
-Cuando el espíritu del águila aparece, especialmente cuando aparece ante un líder, es una ocasión de celebración.
-¿Y a qué se debe eso, sihásapa? No lo comprendo. -Admití, intrigado.
-Muy rara vez se ha aparecido a alguien fuera del pueblo shu’halo… Pero, es importante saber qué conlleva tal cosa. ¿Me acompañarías a las cavernas que hay bajo Cima del Trueno? El viaje es corto.
-Claro, sihásapa.
-Bien, ven entonces. Espero que no le tengas mucho miedo a las alturas.
-Hm… soy orco de llanos. Aunque… creo que estaré bien.- Dije bien confiado.
Salimos juntos de la gran tienda y allí, en la entrada, Ata’halne adquirió la forma de un enorme ave. Se alzó en vuelo y me indicó que me sujetara en sus garras, a lo cual accedí sorprendido. Con un batir de alas poderoso, me alzó de los suelos y ascendimos con elegancia hasta las corrientes de aire cálidas de las alturas de Mulgore. Sonreí con ganas, era algo que nunca había podido experimentar. El poblado Pezuña de Sangre empequeñecía mientras ante nosotros se extendían cual manto verde las grandes llanuras que rodeaban la imponente Cima del Trueno, la cual parecía crecer a medida que nos aproximábamos a ella. Pasamos bajo los puentes colgantes de la capital tauren hasta que tocamos suelo en uno de sus altiplanos. El sihásapa volvió a su forma normal y ambos quedamos frente a la entrada de una gran caverna que había. El tauren me invitó a entrar y me contó la historia del lugar, era un sitio sagrado para los tauren, las Pozas de Visión.
El tauren me guió a través de las diferentes pozas, las cuales brillaban con luz tranquilizadora. Llegados a un punto, extrajo semillas de una de las grandes setas que poblaban el interior y preparó con agua del lugar un brebaje que depositó en un cuenco de madera, el cual me tendió.
-Veamos qué te depara el futuro. Bébetelo, toma asiento entre las aguas y encuentra tu reflejo en ellas.
Asentí una vez más, dejándome llevar por las costumbres locales. Tomé el cuenco y me lo bebí hasta apurarlo, acto seguido se lo tendí de nuevo a Ata’halne y entré en las aguas del pozo. Me senté en él, quedando bañado hasta el vientre. Poco a poco, todo empezó a difuminarse y, una vez más, trascendí las barreras del mundo terrenal y entré de nuevo en el espiritual. Sentía que mi cuerpo flotaba en la nada. Y, de repente, noté mi cuerpo pesado. Llevaba mi armadura de combate. Me encontraba en uno de los muchos caminos de las llanuras de Mulgore, pero la visión ante mis ojos era aterradora. La Gran Puerta abierta, quemándose, a mi alrededor los cadáveres de miles de camaradas caídos en batalla, flechas negras brotando de sus cuerpos. Estaba solo, buscaba a mi alrededor pero no veía a nadie, no veía nada. Pero, de repente, el mismo águila de la Roca Roja apareció y empezó a sobrevolar mi cuerpo.
El águila entonces se dirigió hacia Cima del Trueno, pero… estaba ardiendo, todo ardía. Ante mi visión vislumbré un rostro conocido de apariencia élfica. Una sola palabra brotó de mis labios en el mundo espiritual: “Sylvanas”. La figura gritó una sola vez: “¡Quemadlo!”. No, otra vez no… Costa Oscura, Teldrassil, millares siendo quemados, no… ¡No! Decidí seguir al águila, así que emprendí una carrera a través de las grandes llanuras de Mulgore, el traqueteo de mi armadura era incesante y pesado. Sin embargo, algo cambió. Mis pesadas botas dejaban huellas sobre la hierba, pero no marcas cualquiera, era fuego lo que dejaba tras de mi en cada pisada. Mientras corría y corría, los camaradas caídos renacían una vez más, se alzaban de la derrota esperanzados, vitoreantes y me seguían. ¡Cientos, miles! Todos corríamos ahora hacia una Cima del Trueno que ardía sin remedio. ¡El águila guiaba nuestro camino!
Una vez alcanzamos el objetivo, ante mi se alzó un reflejo distorsionado de mi mismo. La misma barba, aunque desaliñada, la misma coleta, aunque blanquecina. La armadura era oscura y sus ojos brillaban de forma antinatural. ¡No, no dejaría que eso me ocurriera nunca! Desenfundé a Yo’gosha y con todas las fuerzas que disponía tracé un mandoble en dirección a tal espeluznante visión. Cuando mi espada tocó el reflejo oscuro, todo se desvaneció. El mundo espiritual quedó atrás y, lentamente, volví a mi cuerpo, a mi mente. Abrí los ojos.
-Sé lo que debo hacer. - Mis palabras sonaban llenas de convencimiento.
-¿Y bien, qué será? -Preguntó Ata’halne.
-Si sigo firme, mi familia no caerá. Si mi familia no cae, el mundo no arderá. La vida es posible y será alcanzada.- Asentí una par de veces. El tauren me ofreció su brazo para levantarme, lo acepté y me quedé erguido ante él.- Agradezco que me hayas guiado, Ata’talne.
-Muy bien, Ko-átsa. Siéntete libre de volar aquí en caso de necesitar guía. Pero debemos volver al campamento, no sea que preocupemos a los tuyos.
-Bien, volvamos entonces, viejo amigo.
Emprendimos el camino a la salida de las Pozas de Visión y, volando de nuevo, llegamos al poblado Pezuña de Sangre, campamento de los Capas Viejas. Cuando lo hicimos Ata’halne y yo nos despedimos por esa noche, ya era tarde. Aunque aun quedaban muchos conversando tranquilamente alrededor del fuego, yo me dirigí a mi tipi, lugar donde encontré a mi esposa Zashe ya dormida. Reflexivo, aunque ciertamente renovado mental y espiritualmente, me recosté a su lado y la abracé, quedándome dormido casi al instante.