Había mucha actividad en el campamento. Orcos de todas las edades iban y venían de aquí para allá cargando multitud de cajas, armas y utensilios de diversa índole. Algunos se estaban armando y los oficiales de menor rango estaban haciéndoles formar poco a poco frente al acantilado. Multitud de hogueras iluminaban las últimas horas de oscuridad, el canto de los pájaros matutinos aún no existía. El débil canto de un chamán se podía apreciar a lo lejos.
-¿Creíste alguna vez que llegaríamos a esto?
Kurgan no contestó, se hallaba de pie junto a Saburo en lo alto de un risco que dominaba el campamento de los Quemasendas, oculto entre los últimos bosques de Nagrand. El viento azotaba las largas coletas de ambos orcos, así como también sus pesadas capas de pelaje animal. Los ambarinos ojos del nieto escuadriñaban a través de la oscuridad todo cuanto acontecía entre las empalizadas del enclave, en cambio los del abuelo se mantenían sobre el rostro del jefe.
-Lo que planteas es un desafío, Kurgan, uno en toda regla. Cuando llegamos aquí me dijiste que lo hacías por el bien del clan. Dime… ¿Qué ha cambiado?
La voz de Saburo había adquirido un tono algo más rasgado a lo largo del tiempo en Terrallende. Parecía que el orco había envejecido un poco más. Su preocupación era latente, siempre presente, un recordatorio constante. Kurgan se volvió hacia su abuelo.
-Todo.
Y así era. Pese al exilio del clan, Kurgan se había molestado en mantenerse informado por varios contactos a lo largo de Azeroth. La guerra se estaba perdiendo en todos los frentes, los informes que había recibido no daban lugar a dudas. Regimientos enteros masacrados, posiciones capturadas por la Alianza. Y lo peor de todo, Baine, hijo de Cairne, encadenado por Sylvanas. El Clan Quemasendas no formaba parte de la Horda en esos momentos, más incluso, eran perseguidos por los agentes de la Reina Alma en Pena. El intento de arresto por parte de los Renegados acabó con la rebelión de los Quemasendas. Fue algo necesario para ellos, no pudieron dejar atrás a su jefe, el honor se impuso por encima de la obediencia ciega.
-Mírales, nieto.- Saburo abarcó con su mano todo el campamento.- Sabes que te seguirán hasta las puertas del infierno y más allá si hace falta. Conoces bien lo que puede sucederles, lo que puede ocurrirte a ti. Y aun así insistes en hacerlo.
-Abuelo. -Finalmente, Kurgan encaró a Saburo.- Si no lo hago yo, nadie más lo hará.
El viento soplaba con fuerza, pero el sol aún no había salido.
Equilibrio, quietud, serenidad y armonía.
Suaves y acompasadas corrientes de agua bañaban la piedra. El fuego iluminaba parte del interior, brillando con fuerza bajo la gran cavidad. El viento discurría plácido aunque constante a través de las pequeñas brechas de las paredes. Y, finalmente, la tierra y la roca envolvían todo cuanto acontecía esa tarde en la cueva.
Las últimas luces del día se colaban por la entrada, recortadas por una imponente figura que parecía aguardar algo antes de entrar. De las más hondas profundidades nacía un canto grupal conjunto, una melodía gutural que no carecía de belleza pese a su salvajismo primordial. En ese momento tan sólo había varias voces que entrelazaban sus distintos tonos para empezar un ritual antiguo, uno más antiguo de lo que nadie podía recordar. En la entrada de la cueva, la figura respiraba profundamente, causando que el leve eco de ello se adentrara débilmente en la apertura. Todo eco fue borrado cuando sendos tambores de piel de uñagrieta empezaron a sonar con fuerza en lo más profundo. Era la señal.
La figura de la entrada empezó a caminar. Controló la respiración, aminoró su ritmo cardíaco para acompasarlo a los tambores y a los cantos, despejó su mente y continuó su camino hacia el origen de todo. Extendió sus brazos y con sus manos recorrió piedra, tierra y antiguos huesos. Echó la cabeza hacia atrás y dejó que los elementos le guiaran hacia su destino.
Pum, pum, pum, pum… Los tambores seguían, la figura se continuaba moviendo en la oscuridad del recorrido, pues no había antorchas a lo largo del camino. Tras un tiempo imposible de determinar, el ser dejó de poder alcanzar las paredes, había entrado en una cavidad más grande, una que era iluminada por una brecha en lo más alto y por dos hogueras. Entre ellas había un grupo de siete orcos de piel verde, todos eran ancianos y vestían sencillas túnicas que indicaban su condición de chamanes. Cuando la figura se hubo dispuesto en el centro de la cavidad, los tambores cesaron, los cantos menguaron hasta convertirse en apenas un susurro. El chamán central habló.
-Un alma se acerca. Da un paso al frente, muéstrate ante los ancestros y los elementos.- Dijo con una voz rasgada por la edad.
Y así lo hizo. Bajo el haz de luz central apareció el cuerpo semidesnudo de Kurgan, tan solo vestía un simple taparrabos. Permaneció erguido, sus facciones resaltadas por la luz natural descendiente del techo.
-Soy Kurgan, hijo de Sanjuro, nieto de Saburo. Sangre del Filo Ardiente, hoy Quemasendas.
Los chamanes reunidos iniciaron una nueva melodía, una muy vieja y conocida por Kurgan, se trataba del ritmo de tambor de los Filo Ardiente. Frenético, duro y aun así armonioso.
-¿Qué buscas?
-El bienestar de mi clan.
Los tambores cesaron de golpe.
-¿Entonces… por qué te preparas para la guerra, joven jefe?
Kurgan bajó levemente el rostro, pensativo. Empezó a hablar, dando un paso a derecha y otro a la izquierda, argumentando sus pensamientos.
-Venerables, tengo dos opciones. La primera es permanecer a salvo aquí, en Nagrand, y dar una vida tranquila y pacífica a mi gente. Eso otorgaría estabilidad, paz y un ansiado descanso, sin duda alguna. Estaríamos lejos del alcance de nuestros oponentes y no habría un peligro inmediato.
Varios de los siete ancianos parecían especialmente contentos con aquella argumentación, asentían a medida que Kurgan se explicaba.
-La segunda opción es cruzar de nuevo el Portal Oscuro y plantar una vez más el estandarte del clan en Azeroth. Sería un acto de honor ir en ayuda de aquellos que la necesitan, de aquellos que se ven presos de la voluntad de la no-muerte. Sin duda algunos no verán el final de esta guerra, pero si la ganamos… el mundo será un lugar mejor.
Otros tantos asintieron ante esta última argumentación. Parecía que las opiniones diferían en el consejo de ancianos.
-¡Este orco arrastrará a todo el clan a la ruina por gloria personal! -Proclamó uno de los más ancianos chamanes.- ¡No deberíamos aconsejarle en ese sentido, si no en la precaución!
-¿Gloria personal?- Dijo otro- El muchacho ha derramado más sangre propia de la que puedes imaginar. Su lealtad no está en cuestión. ¿Acaso temes luchar por lo que es correcto, Gothuk?
El orco interpelado bajó la mirada cargado de vergüenza.
-Venerables ancianos de los Quemasendas, mi decisión ya está tomada. Estoy aquí para determinar si tengo la bendición de los espíritus en esto.
-Los espíritus están inquietos, Kurgan. Muchos tienen miedo por sus familiares vivos, otros también aconsejan precaución. Y aun así, en mi contacto con ellos, puedo sentir una enorme sensación de gratificación por su parte. Ven lo que pretendes y la gran mayoría lo ve bien. Puede que algunos tengan miedo, pero están contigo en esto, jefe.
-Mi gratitud, ancianos.
Kurgan hizo el amago de girarse para deshacer su camino, pero la voz del chamán central habló de nuevo.
-Sin embargo…
El jefe miró al chamán, intrigado, aunque tranquilo.
-Hay algo que piden a cambio de su favor, jefe.
-Su voluntad, mi acero.- Kurgan inclinó la cabeza ante los chamanes, mostrando el debido respeto por su autoridad espiritual.
-El clan y sus familias tan solo dependen de ti. Ahora ya no existe Horda ni autoridad superior por encima de ellos excepto tú mismo. Aquel que dirige a los orcos en tiempos de conflicto ya sabes cómo es llamado por nuestro pueblo.
-Ni quiero ni merezco tal honor.
-Eso no importa, Kurgan. Tu gente allá afuera necesita de una vez un liderazgo fuerte y efectivo. Tú puedes dárselo, pero no como lo que eres ahora. Debes ser algo más, tienes que convertirte en un símbolo.
Kurgan permanecía bajo el haz de luz, pensativo. Tras ello extendió sus brazos con las manos abiertas hacia el cielo, se arrodilló sobre una pierna.
-Aceptaré vuestra voluntad, ancestros. Pero cuando todo termine, devolveré la confianza que me ha sido otorgada.
El ritmo de los tambores pasó a uno solemne, cargado de carga espiritual, el ritmo de cien generaciones era marcado con cada golpe. Varios cantos guturales emergieron de los chamanes reunidos, cantos a los que se sumó el propio Kurgan. El chamán central se levantó y tomó una antorcha de la hoguera. Hizo una señal y de entre las sombras asomó una orco joven, era la pequeña Shokko. Esta llevaba consigo una bandeja de madera con varios cuencos en su superficie, siguió al chamán con la cabeza gacha. El venerable se aproximó a Kurgan e hizo surcar las llamas por la piel del jefe, purificando su espíritu. A continuación extrajo tierra de uno de los cuencos y la vertió sobre los hombros de Kurgan, dándole la fuerza de la roca. Tras ello vertió agua sobre el orco, limpiando cualquier eco de duda o remordimiento. Y finalmente, de sus manos brotó una suave brisa que acarició la coleta y rostro del jefe orco, dándole claridad de propósito.
-Levántate ahora con orgullo. Allá dónde tú dirijas, nosotros te seguiremos… Jefe de Guerra del Clan Quemasendas.
El sol empezó a salir, sus rayos brillaban con intensidad matinal sobre el campamento Quemasendas. El fresco viento aún agitaba los ropajes de aquellos dos orcos en lo alto del risco. Aún contemplaban, silenciosos, el despliegue de fuerzas del clan sobre las llanuras.
Los guerreros y guerreras del clan lucían armaduras nuevas, agresivas y temibles, lo mismo que sus armas de distinto tipo. Había sido un tiempo de duro trabajo, pero había dado sus frutos, ahora eran una fuerza a tener en cuenta, una amenaza para algunos, una esperanza para otros. Los orcos se alinearon en varios grupos perfectamente encuadrados. Kurgan sonrió, recordando lo útil que le había sido rescatar ese viejo manual de los Roca Negra sobre instrucción militar. Al frente de los grupos, varios portaestandartes sujetaban entre sus fornidos brazos el símbolo del clan, la Llama Eterna. Ya no llevaban consigo el símbolo de la Horda, no les haría falta en lo que se avecinaba. Si algún día lo volverían a llevar o no, eso nadie lo sabía, pero aquel era un tiempo de algo nuevo.
Kurgan escuchó varias voces tras de él, se giró y encontró a sus más cercanos amigos y camaradas, así como su familia entera. Saburo sonrió al jefe y se puso junto a ellos. Todos trazaron un semicírculo alrededor de él y lo miraron todos con esperanza. Quizá el futuro fuera incierto, quizá no sobrevivieran, pero todos sabían que estaban haciendo lo que debía hacerse. Luchaban por algo más, luchaban por un ideal de honor y respeto.
El jefe dispuso sus ojos primero en su familia, allí estaba Zashe, tan hermosa y salvaje como siempre y a sus pies, dando sus primeros pasos en ese mundo, se hallaba el pequeño Nagrosh. Su madre le ayudaba a no caer del todo, el pequeño era inquieto y juguetón. Zashe sonrió a Kurgan y este le devolvió la sonrisa, ambos habían hablado largo y tendido sobre este momento, ambos sabían lo que se jugaban. A su lado se encontraba la siempre impaciente Shokko, observando con asombro el despliegue de las tropas bajo ellos, en las grandes llanuras. Controlándolo con algo más de tranquilidad, Brotgar supervisaba con ojo experto lo que ya había visto cientos de veces, aunque cierta sonrisa de nostalgia y felicidad asomaba de nuevo en su rostro. Grohka se encontraba junto a Shokko, libro en mano y tras ella, con una mano sobre su hombro, el viejo Nargulg velaba por la integridad del grupo, como siempre. Junto al grupo, pero sin estar del todo mezclado en él, Thukarg también observaba el campamento. ¿Quién podía saber lo que pasaba por su cabeza? Aunque permanecía tranquilo, de eso no cabía duda.
Kurgan no dijo nada, tan solo les dedicó a todos ellos una recta reverencia. Todos le imitaron, devolviéndosela, incluso el pequeño Nagrosh alzó sus pequeñas cejas e hizo una torpe inclinación de su cuerpo, lo que provocó que una leve risa gutural emergiera del pecho del jefe. Su sonrisa se desvaneció cuando se giró hacia las tropas congregadas, entonces adquirió un tono más severo. Con un rápido movimiento desenfundó a Yo’gosha y la alzó a los cielos, causando que las primeras luces del día se reflejaran en su antigua hoja.
-¡A partir de hoy luchamos por nosotros mismos! ¡Si encontramos amigos en el camino, bienvenidos serán, pero ay de nuestros enemigos! ¡La Horda padece una enfermedad, una que nosotros curaremos! ¡Quemasendas, os ata un juramento, dadle ahora cumplimiento! ¡Por el clan, por la verdadera Horda!
Un clamor recorrió las filas de guerreros, chamanes y cazadores del clan. La llanura era un hervidero de emociones contenidas durante largo tiempo, pues ese sentimiento era compartido por casi todos. Poco a poco una proclama empezó a ser gritada a viva voz por todos abajo.
-¡Kurgan hall, Kurgan hall, Kurgan hall…!
Por cada palabra gritada, un golpe a los escudos. La fuerza de combate Quemasendas estaba lista. Kurgan bajó su espada, apuntando hacia el este, más allá de las montañas.
-¡En marcha, el Portal Oscuro nos espera!
Las formaciones de combate salieron una a una por la entrada del gran campamento, todas dirigidas por oficiales competentes y por portaestandartes orgullosos. Hembras, machos, todos marchaban al unísono causando gran revuelo entre ellos, animándose y riéndose. Quizá el futuro fuera oscuro, pero ese era un momento para los valientes. Kurgan y su círculo de confianza montaron en sus lobos y pronto alcanzaron la columna, poniéndose al frente para para encabezar la marcha. La Senda Quemada marchaba hacia Azeroth, y lo hacía con un Jefe de Guerra al mando.