Jorunn se hallaba recostado contra la pared de roca templada, su rostro de largos colmillos amarillentos miraba hacia una grieta irregular de la pared que daba a un exterior de fuego, muerte y ceniza. Resopló y miró hacia la pared opuesta, apartando la visión del exterior. Ahí encontró otro orco sentado, se trataba de Thokum. Ambos orcos vestían con ropajes muy ligeros y extremadamente desgastados por el tiempo y sobretodo por el entorno ígneo de su alrededor. Jorunn alzó el mentón y habló con su voz gutural desgastada, como si tuviera polvo de la montaña en sus pulmones.
-¿Quieres dejar de juguetear con eso?
Thokum alzó la vista hacia el orco. Entre sus manos tenía alguna clase de artilugio enánico del cual intentaba desentrañar su propósito. Arrugó el ceño y no dijo nada, tan solo dejó el objeto metálico junto a él, rodeándose las rodillas con sus brazos.
-Si esos malnacidos vuelven, que no sea porque te oigan trastear con algo que no es tuyo. ¿Me oyes? Tienes mucho que aprender aún, no empeores nuestra situación.
Jorunn volvió a echar un ojo a la grieta que daba al exterior, vigilante. Ese era un habitáculo humilde, un puesto de vigilancia que usaban los orcos, pero algunas cavernas más abajo, escondido, todo un grupo de supervivientes luchaba día y noche para vivir un día más entre las inclementes sombras y recuerdos de Montaña Roca Negra.
-¿Y cuando podré luchar, Jorunn? Estoy harto de arrastrarme por agujeros oscuros, infectos y podridos.- Protestó Thokum.
-Lucharás cuando debas luchar. Cierra la boca.
Thokum refunfuñó varias veces hasta que calló de nuevo. Jorunn pareció ver algo en el exterior, allá en la rampa de acceso sur, entre el camino principal y la estatua del que fue su archienemigo. Se levantó lentamente y se fue acercando a la grieta de observación de forma cauta, sin embargo el joven Thokum miraba el suelo, seguía refunfuñando.
-¿Y cuando será eso? Los orcos no nos escondemos, los verdaderos Roca Negra no necesitamos atacar a nadie por la espalda. ¡Quiero luchar con honor!
Jorunn soltó el aire de golpe, ofuscado, dio un solo paso hacia Thokum y le estampó su puño en la cara, derribándole contra el suelo. El joven gimió, asustado entre las sombras de la pequeña caverna.
-El honor hace tiempo que murió, jovencito. Cuanto antes lo aprendas, antes podrás sobrevivir. Ahora ve, busca al hechicero. Dile que tenemos visita, llevan el estandarte de la Llama Eterna.
El compungido Thokum asintió, limpiándose la sangre de entre los colmillos con la muñeca. Se arrastró hacia la entrada del habitáculo y se coló por el agujero que servía de entrada. Deslizó su cuerpo por el polvo de la montaña, dándose varios golpes en la cabeza y en el cuerpo en el proceso, el ambiente era opresivo. Finalmente emergió varios metros por debajo en un largo pasillo con paredes pulidas centurias atrás, escasamente decorado pero parcialmente iluminado por antorchas repartidas cada varias decenas de metros.
Empezó a caminar poco a poco sin armar escándalo, tal y como le habían enseñado que debía hacer. A ambos lados del pasillo había sendas cámaras donde había multitud de armas, provisiones y otros orcos como él, de piel verde aunque apagada, negruzca, cinérea. Aquí y allá algún que otro estandarte raído con un yunque negro en él, la mayoría se pudrían en paredes largamente olvidadas. Aunque más presentes eran otros estandartes, igual de viejos pero mejor conservados, unos con una alta montaña de lava sobre un fondo rojo.
Finalmente el joven Thokum alcanzó una amplia sala pulida de muebles o decoración innecesaria. Dos guardias de negra y desgastada armadura le cortaron el paso cruzando dos alabardas corroídas ante su temeroso rostro. El orco aguardó, sabía cómo debía comportarse si no quería ser "relevado" de su ocupación. Suficiente le había costado ser asignado a los vigías como para que ahora lo fastidiara todo con una palabra o acción fuera de lugar. Hasta su nariz llegó un cálido aunque fuerte olor a incienso quemándose.
-Dejadle pasar.
Una voz gutural aunque ciertamente melodiosa, casi insidiosa, resonó por la cámara de piedra. Las alabardas de los guardias se apartaron de golpe, dándole vía libre a Thokum. El orco entró con la cabeza gacha, mirándose los pies y las baldosas de piedra, no se atrevía a levantar la mirada. Cuatro baldosas hacia adelante, luego tres hacia la derecha y se plantó ante un trono de piedra muy desgastado. Este reposaba encima de una plataforma y acomodado en el mismo se hallaba una figura encapuchada con un atuendo que no daba lugar a las dudas. Era él, el hechicero.
-Esta es la segunda vez que acudes ante mi presencia, joven.- Su voz era falsamente melosa, tentadora.- La primera vez te otorgué el permiso para ser vigía de nuestra familia. -La última palabra fue pronunciada con una sonrisa en la boca.- ¿A qué vienes ahora, Thokum?
-S-se trata de Jorunn, mi señor. Ha dicho que… que se acerca la Llama Eterna.- Su nerviosismo era palpable, pero no por las noticias traídas, si no por el propio hechicero. Los rumores circulaban con asiduidad entre las cámaras de su grupo.
-Así que los Quemasendas nos hacen una visita. Maravilloso, espléndido, una auténtica reunión entre amigos y camaradas.- La ironía era palpable, un toque de diversión asomaba en sus adentros.
Erguido en toda su altura, el hechicero imponía una evidente sensación de desasosiego en el joven muchacho. Sus ropajes negros y rojos, sus hombreras con cráneos orcos empalados en picas, sus cuencas vacías ahora brillando con un enfermo color tenue. Cadenas colgaban de su cinturón hasta el suelo por todo su faldón. Incluso su rostro, a pesar de no ser visible por una máscara, era causa de intranquilidad para Thokum. La capucha ocultaba cualquier rastro de su rostro o cabeza, ninguna parte de su cuerpo quedaba expuesta a nada. El hechicero tomó un bastón decorado con varios cráneos más, así como también sendos fetiches. Con él bajó los escalones hasta quedar frente al muchacho.
-Vuelve a tu puesto con Jorunn, pequeño.
Thokum no se lo pensó dos veces, realizó un gran reverencia y partió de inmediato. En el mismo instante en que el joven orco cruzó el arco de la puerta, un temblor sacudió la gran sala donde se encontraba el hechicero. Todo empezó a crujir, la temperatura subió considerablemente durante varios segundos y una voz sonó con fuerza primordial.
-¡Urzog…! Tú y tus corruptos hermanos… pereceréis. No os podréis esconder para siempre en vuestro agujero ahí arriba. Tarde o temprano, mis llamas purificadoras os alcanzarán.
Urzog el hechicero golpeó las baldosas del suelo con su bastón, causando que una pequeña onda de energías caóticas acallara la voz que había hablado desde las profundidades.
-Exijo tu silencio, condenado ser.
La presencia ígnea se atenuó, extinguiéndose con los segundos. Tras unos instantes la temperatura volvió a ser la normal, cálida pero no insoportable. El tiempo corría en contra de Urzog y de todos aquellos supervivientes que mendigaban entre cámaras ocultas escarbadas en el interior de una montaña convertida en un campo de batalla eterno.
El hechicero partió, entrando por un túnel que descendía hasta las mismísimas entrañas de la montaña. Fue solo, era algo que debía hacer a su manera. Debía ser persuasivo y a la vez no crear excesivas sospechas. Pese a ello, no se privó de su atuendo ni de su simbología. Confiaría en el honor de esos orcos y no le defraudarían. Sellaría un pacto.
Muchas semanas más tarde Urzog regresó cubierto de cenizas, con los ropajes quemados y oliendo a sulfuro. Al cruzar de nuevo las puertas de su estancia los dos guardias realizaron un marcial saludo golpeándose el pecho. Antes de avanzar, se giró y habló a uno de ellos.
-Reúnelos a todos, ahora.
El guardia asintió y se encaminó hacia las cámaras adyacentes. Mientras el orco avisaba al resto del grupo, Urzog, visiblemente cansado y herido, subió a su particular trono de piedra roto en lo alto. Se acomodó, dejando que ambos brazos descansaran en los sendos reposabrazos pétreos. En el extremo de cada uno de ellos había un quemador de incienso, los cuales encendió haciendo uso de sus oscuros poderes. El ambiente volvió a tomar ese olor a incienso quemado tan característico del orco y sus dominios.
Pasaron los minutos y la cámara de piedra se llenó con todos los supervivientes subyugados a la voluntad del hechicero. No serían más de dos docenas. Todos se mostraban cansados, abatidos, derrotados. Los dos guardias de negra armadura flanquearon el trono, guardando a su señor. Cuando el ambiente se hubo calmado de palabrería y griterío todo se quedó sumido en el silencio absoluto, tan solo roto por el leve crepitar de las llamas de antorchas y hogueras, por el viento ululante entre grietas en la piedra. Urzog habló:
-Hoy nuestra principal amenaza ha caído. Sulfurus ha sido derrotado. Su esencia me pertenece.- Palpó su daga mágica, la cual llevaba enfundada en su cinturón.- Con la caída del condenado elemental tenemos una preocupación menos, no nos veremos obligados a continuar nuestras excavaciones hacia arriba. Ahora, por fin, podremos devolvérsela a los malditos enanos Hierro Negro.
Un coro de voces de aprobación y sorpresa emergió de entre el grupo. Después de tanto tiempo, de arrastrarse por agujeros olvidados, podrían dormir tranquilos, se sentían a salvo tras mucho tiempo. Un orco del grupo, Thokum más concretamente, no pudo evitar avanzar dos pasos hacia el trono, contento, radiante, se sentía libre por fin.
-¡Al fin podremos salir y luchar, como nuestros ancestros antes que nosotros!
Los guardias del trono le apuntaron con sus alabardas, Urzog alzó una mano, aun sentado.
-Oh, dulce y radiante juventud. Sueños de batalla, gloria y honor. Temo que no hayas entendido nada aún, cachorro de ceniza.- Levantó su espalda y se recostó sobre una de sus rodillas en su trono.
Thokum arrugó el ceño y abrió la boca para hablar. Sin embargo no tuvo tiempo de nada más. Urzog alargó su mano derecha y con un único movimiento atrapó al iluso orco entre sus fauces invisibles de agonía y dolor. El orco se alzó un palmo del suelo, retorciéndose de dolor, gritando.
-Nadie abandonará la montaña. Nadie.
Del rostro de Thokum y de su cuerpo entero empezó a emerger una energía verde e impía que circulaba como un torrente hacia la mano de Urzog. Los gritos del muchacho iban en aumento mientras el hechicero retorcía su cuerpo para apropiarse de toda su esencia, de su energía, pues era lo único que le servía, no sus ideas estúpidas. La magia vil alimentaba a Urzog como el mismísimo nácar de los dioses. Con cada oleada de energía succionada él se volvía un poco más fuerte, más poderoso. Tras varios instantes, el cuerpo de Thokum cayó inerte en el suelo, estaba en los huesos, completamente muerto. Urzog, sin heridas, completamente recuperado y funcional, se levantó, quedando por encima de cualquier orco en la sala. Levantó ambas manos hacia los laterales con las palmas hacia arriba. De inmediato, todo orco presente se arrodilló ante él con temor y a la vez con respeto.
-El legado de la Horda Oscura vivirá mientras yo lo diga. Obedeced o morid.
Todos permanecieron con sus cabezas gachas largo tiempo. En esa sala, en ese rincón de Montaña Roca Negra no prevalecía ni el honor, ni la camaradería, tan solo el reconocimiento de un poder superior, el del brujo y su ambición desatada.