El graznido de un cuervo sonó a través de las montañas, oyéndose lejano, frío, tétrico. Su eco reverberó de una pared de roca a otra, difuminándose a medida que el frío de las alturas y la espesura de sus bosques nevados lo atenuaba. Era otoño en Alterac, y eso significaba que los habitantes de sus valles y montes se estaban preparando para un invierno que tenía pinta de ser de los más fríos que habían vivido. Prontas habían sido las nevadas ese año, la caza, aunque abundante, se había visto reducida en comparación a otras veces. Pero aun faltaban varias semanas antes de que empeorara, tendrían todos tiempo para prepararse.
“Prepararse”, pensó Kurgan. “Debería prepararme.”
La oscuridad glacial había descendido sobre las montañas y en esa hora el poblado Colmillo Ardiente dormía, envuelto en la calidez de sus hogueras. El caudillo orco se encontraba en su trono de madera, roca y pieles. Los braseros de la sala de la gran choza central iluminaban de forma tenue el entorno del orco, aunque mantenían gran parte de la estancia en las sombras. Así lo había dictado él, esa noche quería la iluminación justa, necesitaba meditar sobre muchas cosas, demasiadas. Una vez más había salido del lecho que compartía junto a su esposa y se había dirigido a la gran sala en busca de lucidez, pues el sueño raramente le era reparador, no en esos tiempos.
-Tu atribulada respiración puede ser escuchada desde el otro extremo del Colmillo Ardiente.
El jefe levantó la vista, se encontró la familiar figura de Saburo. El viejo orco se encontraba bajo el arco de la puerta, aguardaba permiso para pasar.
-Honorable abuelo, pasa, por favor. -Invitó Kurgan, a la par que se incorporó y avanzó varios pasos hasta las cálidas pieles del centro de la sala, sobre las cuales se sentó.
Saburo avanzó también, disponiéndose exactamente de la misma forma ante su nieto, sentados, ambos orcos estaban frente a frente. Ambos se habían sentado siguiendo la moda Filo Ardiente, espalda recta, piernas bien recogidas, eran disciplinados incluso en ese momento.
-Saburo-san, ¿puedo ofrecerte algo? ¿Un té quizá?
-No esta noche, Kurgan, pero gracias. Esta noche acudo a tu morada para intentar comprenderte.
El viejo orco ciego parecía escuadriñar lo que no podía ver, frunciendo el ceño por instinto, encarando a Kurgan. Se removía un poco en su sitio, algo inusual que captó la atención del jefe.
-¿Intentar comprenderme? Por favor, soy tu nieto, me conoces mejor que nadie y lo sabes, maestro.- Sonrió, afable, su tono era cálido.
-Eso creía, y sin embargo, me sorprendes a la vez que me inquietas.
-¿De qué se trata?- Kurgan no comprendía a su abuelo, con una sonrisa algo contrariada se pronunció ante él.
-La Horda se muere.
El caudillo bajó su rostro hacia las pieles, dejó que el silencio se asentara entre ambos, un silencio lleno de significado a la vez que algo opresivo.
-La muerte está tomando posesión de nuestra Horda. Poco a poco su ponzoñosa marca va quedando impresa en nuestras acciones, en nuestro día a día, en nuestras ideas, pero sobretodo en nuestro honor.- Saburo suspiró, encarando a a Kurgan.- Soy viejo, Kurgan, no sé cuanto tiempo me queda en este mundo, o cuanto tiempo aguantarán mis brazos el acero de nuestro linaje. El peso de los años cada vez es mayor. Y ahora, en esta hora oscura, te veo retraído, negándote a enfrentarte al verdadero enemigo. ¿Qué estás haciendo, Kurgan? No te entrené en el camino del guerrero para que ahora no utilices todo aquello que te he enseñado. Puede que seas jefe, pero no actúas como un maestro del acero.
Kurgan se encontraba ciertamente avergonzado, aun así habló.
-En las Tierras Altas Crepusculares hice todo lo que pude para contener la locura de los mandos, de Partemontañas. Haber hecho más hubiera significado la pérdida de nuestra autonomía o aun peor, la cárcel o la muerte.- Negó varias veces y alzó la vista para encontrarse con Saburo.- No es fácil mantener un equilibrio entre tus enseñanzas y el cargo de jefe.
-Nieto, el momento del equilibrio se ha acabado, al menos para nosotros, para ti. Otros han sido los que lo han aniquilado, debes ser tú el que nos guíe de nuevo hacia él. Por ello no debes pensar como jefe, no ahora. Debes pensar como un Filo Ardiente, usar el legado que corre por tus venas. Si no te alzas tú, nadie lo hará. Si hoy tenemos esperanza es porque tú nos la das, Kurgan. No nos falles ahora.
El jefe orco negó varias veces, la respiración se le aceleró visiblemente. Sacó el aire de golpe por la nariz, intentando calmar sus nervios.
-Saburo-san, no estoy preparado, aun me queda mucho por aprender, por controlar, por dominar. Siento que aun debo acabar de explotar el poder de Yo’gosha, el filo de nuestra familia es poderoso y me siento pequeño a su lado.
-Estás listo. El tiempo de tu aprendizaje ha acabado, Kurgan. Ahora tan solo queda una cosa por hacer y es que estés decidido a avanzar, a guiar a los tuyos con honor una vez más. Recuerda lo que te enseñé: “Debes ser rápido como el viento, silencioso como el bosque, raudo y devastador como el fuego, inmóvil como una montaña.” La hora del silencio se agota, se acaba poco a poco, consumida por el momento del fuego. Al final, nieto, todo guía hacia las llamas de la rectitud. Tu clan, recuerda su símbolo. Esto no empezó por un mero capricho del destino, esto se creó para un bien mayor en tiempos de desafío. Es ahora que debes aceptar tu destino de una vez por todas.
El viejo maestro se levantó y con una mano le indicó a Kurgan que también hiciera lo propio. Una vez ambos orcos estuvieron de pie, Saburo habló.
-Yo, Saburo del Clan Filo Ardiente, antiguo portador de Yo’gosha, la Defensora, te nombro siguiente maestro del acero del linaje de Salvalor. Toma tu destino, cumple tu promesa.
El jefe orco se quedó inmóvil. No estaba nada seguro de aquello, pero poco a poco las palabras de su abuelo quedaron clavadas en su mente, el viejo tenía razón, era la hora del honor, de devolver lo que pertenecía por derecho a la Horda a su sagrado sitio. El orco tensó la musculatura, poniéndose firme. Cerró los puños, pegó sus brazos a su cuerpo y realizó una clásica reverencia Filo Ardiente, quedando extremadamente agachado. Tal grado de inclinación era símbolo de que era consciente de las palabras de su abuelo, de la responsabilidad de tal acto. Aun inclinado, habló.
-Yo, Kurgan del Clan Quemasendas, hijo de Sanjuro, portador de Yo’gosha, la Defensora, acepto con humildad tal título y responsabilidad. Juro ser fiel a la eterna lucha por el honor, juro devolver a la Horda su verdadera identidad fraguada en la sangre de mil batallas. Juro guiar a mi gente a través de la oscuridad.
-Traedla.
Siguiendo las órdenes de Saburo, dos mok’gashal emplacados entraron en la gran sala portando una caja de gran longitud entre ambos. Kurgan conocía tal caja, era suya. Ambos se arrodillaron ante su jefe, sosteniendo lo que llevaban entre los dos, con la cabeza agachada en señal de respeto. El jefe abrió la funda y en su interior vio a Yo’gosha, la espada de su familia. Hacía mucho tiempo que no la había blandido. La tomó con firmeza por el mango, sosteniéndola con una sola mano. Saburo entonces se acercó a él con un frasco entre sus manos, lo abrió y lo entregó a Kurgan. El jefe sabía de que se trataba, era pirograsa, la ancestral mezcla que habían usado los maestros del acero del Filo Ardiente desde tiempos inmemoriales, con ello encendían sus hojas. Con diligencia aplicó la pirograsa por toda la superficie de Yo’gosha, bañando su hoja con una habilidad nacida de la práctica.
Saburo entonces desenfundó una de sus dos espadas de menor tamaño y la blandió tal y como blandían las espadas los de Salvalor. Kurgan imitó a su abuelo y le encaró. El viejo orco trazó un ceremonial arco por encima de su cabeza, lento, como un baile ensayado y dirigió un “tajo” contra Kurgan, descendente. El jefe se defendió por puro instinto, bloqueando la hoja de su abuelo. En el instante en que ambas hojas chocaron, varias chispas nacieron, provocando que la gran espada de Kurgan quedada completamente bañada por unas llamas intensas, casi imperecederas. Saburo notó el calor del fuego y sonrió por primera vez en meses. Kurgan por su parte abrió los ojos, sobrepasado por la enorme marea de sentimientos que arremetían contra él, observó con dignidad como el filo era bañado por las llamas. Su abuelo, manteniendo la espada contra la de su nieto, habló:
-La hora es llegada, el honor debe ser restaurado. Viento, bosque, fuego y montaña, recuérdalo. Guíanos.
El jefe bajó la mirada de la hoja a su abuelo, asintió, firme, aun sosteniendo la espada en alto.
-Lo haré.