Nadie había presente que pudiese oírla murmurar, quejarse y maldecir entre dientes; nadie que pudiese verla temblar y morderse las uñas. El sonido de la pluma sobre el papel, su respiración agitada en el escritorio, el titilar de las velas que colgaban de un techo asfixiante; todo aquello pertenecía a Isaliel, a ella y a nadie más, pues nadie tenía con quien compartir su entusiasmo, salvo el silencio.
Isaliel Simpetar era una apasionada de lo Cierto, enamorada de la Verdad y casada con lo Indudable. Aquello, de alguna extravagante forma, la había llevado a distanciarse del mundo, recluida en su cuarto a la luz del candelabro o perdida en la tiniebla de alguna mazmorra oscura.
En aquel momento bien podría estar escribiendo sobre sí misma, <<Isaliel y los Perdidos de Trinquete>> o <<Simpetar y los pigmeos de Uldum>> , pero ella, ay… ella no era como los demás: no destacaba en la magia, ni con la espada y el arco. No. Lo suyo eran las palabras, punzantes, mordaces; aquellas que podían herir, o sanar, aquellas que buceaban en lo insondable del mundo y reflotaban con respuestas. No era la hheroína de nadie, tan solo una entrometida, una fisgona como la habían llamado, y en las historias que escribía su nombre tan solo figuraba a pie de página, y se limitaba a desplegar lo que había observado.
“ Fue entonces que se apareció en el umbral de la puerta, una súcubo, alta, esbelta y donairosa, voluptuosa en las curvas de su cuerpo expuesto. Pude descubrir que su nombre era Lilibit, sorpresa doble saber que no estaba atada a la voluntad de ningún brujo lascivo (como la experiencia me había inculcado). En su lugar, no servía si no que la servían; era reina y no esclava, y en aquella aldea, pobre y abandonada en el yermo de los baldíos, Ella era quien mandaba.”
Soltó la pluma y clavó los ojos en las líneas de caligrafía perfecta. Recordó el momento y reprimió una sonrisa. Aquella había sido una de sus grandes victorias. Había destapado el culto de la aldea, desenmascarado a sus líderes y descorchado el vino en la misma noche. Su relato había conmovido a las autoridades. Las pruebas eran irrefutables.
—¡Maldita sea, otra vez me quedo sin tinta!
Arrastró la silla sin que le importase arañar el suelo y se incorporó presta. Tomó el gorro del perchero, vistió el abrigo deshilachado por tanto uso y se calzó las botas de cuero. Miró por la ventana antes de coger el paraguas, tal vez su pertenencia más exclusiva, y salió por la puerta hacia el taller del maestro escriba.
“ Dos días más tarde me reencontré con el que había sido mi confidente y amigo. El miedo plagaba sus facciones, el terror había secuestrado la amabilidad de sus ojos. Dijo: Esta gente es feliz viviendo en la ignorancia, sin saber que una súcubo maneja en secreto los hilos de su aldea. ¿Por qué no les das lo que quieren? ¿Por qué no miras a otro lado y te desentiendes de tanta penuria?
No supe contestarle de inmediato y me arrepentí de ello, pero esto me llevó a una reflexión más profunda. Llevé la información a El Cruce y no dejé de preguntarme si hacía correcto; al fin y al cabo, aquella aldea prosperaba poco a poco, aunque tuviesen al enemigo durmiendo en su propia cama. Pero hoy, hoy creo que sí tengo la respuesta.
Todo el mundo siente que tiene un destino impuesto sobre sus hombros. No creo que el mío sea contentar a la gente con lo que la gente quiere, si no con lo que merece: la verdad, la verdad sin tapujos. La Verdad Absoluta.
Soy Isaliel Simpetar, y este ha sido el escándalo de Ahorcado