Caenna Canto del Sol

Hace tiempo inicié por aquí una novela corta, que como no suscitó mucho interés, decidí escribirla en privado a base de relatos.

Os dejo uno de hace un tiempecillo c:


Una estela de magia iluminaba la semioscuridad de la habitación. Las cortinas de seda rojiza susurraban y pugnaban por colarse en el silencio de la estancia, envalentonadas por la suave brisa nocturna de Lunargenta. De entre las cortinas las motas arcanas se reagruparon, como el aceite se eleva en un vaso de agua, y en un sutil destello se materializó la vermis que observaba, enigmática, a la elfa de cabello azabache que se mostraba inexpresiva frente al espejo. Sus dedos marmóreos se entremezclaban entre las hileras de oscuridad, con la lentitud y precisión propias de una persona sin demasiado que hacer. Trenzó su cabello tras su nuca y miró de reojo a la vermis, a sus ojos azules, tan diferentes a los suyos, carmesíes. Abrió el cajón de su tocador y tomó una caja ornamentada en oro y rubíes. Se observó en el espejo unos instantes antes de colocarse con cuidado las lentillas verdosas de la caja. Como si su iris fuese un rubí líquido, fluctuó con la magia que la recorría antes de adaptarse al verde de los sin’dorei. Entrecerró los ojos y tomó el pequeño pincel para darle un brillo rojizo a sus labios. Se observó por largo rato antes de esbozar una suave sonrisa, seductora, ladeando su rostro ligeramente para buscar su mejor ángulo.

Frunció el ceño y reacomodó su postura, antes de volver a intentarlo. La vermis continuó su silencioso vuelo alrededor de la habitación, en una calma inusitada. Los susurros de sus curvas al cambiar de dirección no eran sino opacados por el frufrú de la ligera túnica de dormir que vestía Caenna, en sus incesantes cambios de postura para buscar la mejor sonrisa. Las noches en Lunargenta eran tranquilas, especialmente cerca de la Corte de Sol. Los guardianes interrumpían el silencio con sus pesados y lentos pasos, pero no lo suficiente como para molestar el sueño de los ciudadanos. A Caenna, sin embargo, le molestaba. Y no porque fuese un ruido incesante, fuerte o especialmente molesto, de no ser porque por su culpa no conseguía concentrarse en lo que tenía entre manos, y la frustración aumentaba, como si los pasos de aquel guardián fuesen una burla a su mala suerte. Su mirada se desvió hacia la esquina contraria de la habitación. Donde ahora se encontraba una alfombra con diversos cojines ribeteados en oro, hacía unos meses había lanzado su reloj de pared con furia, iracunda por el sonido que emitían sus agujas. Arrugó la nariz y suspiró, irguiéndose tras una última mirada al espejo.

Se colocó uno de sus vestidos de seda y bajó en dirección al recibidor. Ocultó su figura en una capa bermellón antes de salir de la torre en dirección a un lugar en el que su maestro ya no estaba.


Los gritos y quejidos desesperados de la muchacha se ahogaban bajo la mordaza de tela que tenía, empapada en sudor y lágrimas de desesperación. Su pecho subía y baja de manera agitada y su cuerpo se agitaba, atado a la silla en el sótano de la aguja.

Mientras su maestro la inmovilizaba y extraía su sangre, Caenna mezclaba tranquilamente viales y manipulaba su sangre con diestra, mientras que su otra mano seguía las líneas del libro sobre la mesa, tratando de completar bien el ejercicio. Escuchó el sonido de un golpe y se giró.
La elfa de la silla tenía ahora la cabeza gacha, y su cuerpo se había relajado completamente. Los hilillos de sangre bajaban por su brazo y se deslizaban por sus dedos, para gotear sobre el frío suelo grisáceo, curiosamente limpio para ser un sótano en el que se practicaban dichas artes. Alguna mancha seca había, sin embargo.

— Caenna —. La voz de Érleon se escuchó tibia, ligeramente ronca y, extrañamente, dulce. Se amaban. Ambos eran plenamente conscientes de ello y no sabían lo enfermizo de su relación. Sus experimentos podían costarles el exilio, eso lo sabían bien, pero no veían lo intrínsecamente malvado que era aquello que hacían, en pos de prosperar y ahondar en los misterios de la magia de sangre. La joven se quitó los guantes de cuero y los dejó sobre la cómoda donde guardaban sus apuntes.

Miró curiosa a su maestro y alzó una ceja cuando él le tendió la daga.— Hoy aprenderás a ahondar en su mente a través de su sangre—.

Ante todo pronóstico, Caenna no dudó. Se arrodilló frente a la elfa y descubrió que no estaba inconsciente. Parecía en un punto intermedio entre el sueño y la realidad. Sus ojos entreabiertos estaban apagados, sin embargo, como una luz casi extinta cuando la cera de la vela casi se ha derretido por completo.

Practicó un corte muy suave sobre su sien, y el hilo de sangre, menos espesa que antes e incluso más clara, comenzó a caer por su rostro. El dedo de Caenna la interceptó en el pómulo, y se deslizó con suma delicadeza, tiñiendo su piel de rojo hacia su sien. Cerró los ojos unos instantes y tragó saliva, concentrándose en aquello que tanto había estudiado.

Y cuando los abrió, no veía el sótano, sino algo mucho más magnífico. Mientras Érleon observaba sus ojos, ahora rojos, Caenna se sintió increíblemente poderosa.

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