Donde las historias se acaban [Trama + Relatos | SANGRE UMBRÍA]

LA INCONVENIENCIA DE LOS ACERTIJOS [RELATO 1]

—Te encuentras en presencia de Serana Furiasombría —anunció la voz de su guardaespaldas —, el Cuervo Rojo de Bahía del Botín y Señora del Culto Silente. Adelante, no seas tímido. Procede a relatarnos aquello que te trae aquí.

Serana se inclinó hacia delante en su asiento. La cámara subterránea de audiencias era estrecha y oscura, húmeda como la bodega de un barco. En la oscuridad impasible, a la que nada parecía importarle o preocuparle nunca, ninguna otra luz conseguía destacar por sobre sus ojos color esmeralda.

—¿Qué susurros me traes?

—Una aldea entera diezmada. La obra de una sola mujer. Una elfa.

Había un temblor en su voz, miedo, quizás. Aquello captó la atención de Serana. Hacía tiempo que había perdido el interés por los rumores que llegaban al nido del Cuervo Rojo. Este susurro, sin embargo… ¿Una aldea pasada a cuchillo? Aquella elfa tenía que ser no solo poderosa, sino monstruosa. Y a Serana le intrigaban los monstruos los que más.

—¿Dónde sucedió? —inquirió.

—En Monte Alto, mi señora. Lo vi todo…

—¿Y qué motivación podría haber llevado a una elfa a Monte Alto?

—Perseguía viejas leyendas.

—¿Entre los tauren? —Serana alzó una ceja de suspicacia. Creía a los elfos por encima de las supercherías tribales que pudiera compartir un cuentacuentos de Monte Alto. Aquello no respondía a la pregunta más esquiva que zumbaba por sus pensamientos—: ¿Y por qué los mató después?

—Porque se rehusaron a compartir su conocimiento con ella. Buscaba información sobre el mito de la creación y el papel de la Madre Tierra. Tendríais que haber visto la cólera en su mirada, unos ojos azules, casi blancos, tan fríos como glaciares y aún más punzantes que sus aristas de hielo. Los que no murieron en el invierno de su mirada, lo hicieron luego a merced de un poder más terrible. Nigromancia, creo. La elfa drenó sus espíritus hasta dejarlos secos, cáscaras arrugadas de cuero y pelo, los rostros sumidos, las costillas sobresaliendo.

Un pensamiento cruzó por la mente de Serana, una hipótesis descabellada. Bien por moral o por fuerza, no existían tantas personas en el mundo capaces de borrar una aldea del mapa. Que la autoría perteneciese a una elfa capaz de blandir el poder de lo profano y la escarcha adelgazaba todavía más la lista de sospechosos.

—¿Estabas en la aldea cuando sucedió? —preguntó el Cuervo Rojo, y su voz tembló y sonó como un graznido de miedo conforme las piezas del puzle iban encajando y cobraban sentido en su cabeza.

—Sí. Primero sentí el frío, mi señora. El fuego que ardía en la casa de mis huéspedes se apagó y hasta el humo sintió miedo y no se atrevió a asomar entre los rescoldos. Sonaron gritos fuera. Agonía y pánico, los que más, pero alguna garganta lanzó un grito de guerra y escuché sonidos de combate. Duraron poco. Incluso el dolor duró poco.

—¿Y tus huéspedes? —El corazón martilleaba con fuerza en el pecho de Serana. Solo se le ocurría un nombre que satisficiera la misteriosa identidad de la elfa.

—Ella consumió sus espíritus —tembló, y por la fuerza de su voz y el miedo que todavía anidaba en sus ojos, cualquiera diría que la elfa había consumido también el espíritu de aquel pobre hombre—. Los padres y los hijos. Todos. Ante mis ojos. Primero pareció que envejecían de golpe y luego cayeron al suelo inertes. Quise vomitar.

—¿Y cómo escapaste tú?

Un silencio elocuente sucedió a la pregunta de Serana. En la mirada del hombre, donde antes hubo miedo, ahora Serana descubrió algo que identificó con la vergüenza y la culpa.

—Ella me dejó escapar sabiendo que vendría a veros. Tiene un mensaje para vos y para el Culto Silente, mi señora —Serana se incorporó de su asiento y fue como si la oscuridad, que juzgaba todo con indiferencia, se inquietara por primera vez en muchos años. Los ojos verdes del Cuervo Rojo titilaron—. Enviará una cara conocida a veros. Tenéis algo que ella necesita para continuar su investigación. Si os negáis, correrá la sangre.

—Di el nombre de la elfa —susurró Serana. No había ningún secreto que esconder, ningún silencio que mereciera la pena ser preservado. Pero un hilo de voz fue todo lo que sus cuerdas vocales pudieron conjurar. Su cuerpo entero estaba rígido y aunque lo hubiera querido, Serana no hubiese hallado voz para hablar más alto.

El hombre no respondió. No necesitaba hacerlo, Serana sabía de sobra quién era la elfa que había masacrado la aldea, la oscura autoridad que se atrevía a amenazarla en su mismísima morada. Pero, igualmente, necesitaba escuchar el nombre. Necesitaba escucharlo de sus labios y cerciorarse de que no estaba loca.

—¡Di su nombre! —Su voz, un suspiro. Las sombras se rieron de ella.

—Mi nombre lo conoces, Serana —dijo el hombre, y aunque todavía era su voz, sonó con un matiz diferente, impostado. Serana se maldijo por no haberse dado cuenta antes—. ¿No lo habrás olvidado tan pronto, no? Soy Shiannas.

Parece que no hay agujero en este mundo lo bastante profundo para esconderme de ti por mucho tiempo.

—Mataste a mi informante y lo alzaste como no-muerto —Serana encajó la última pieza del rompecabezas con un leve temblor de manos. El hombre era poco más que una marioneta de carne y la marionetista que lo movía no era otra que su antigua maestra—. Pero han pasado más de cinco años… ¿Por qué te muestras ahora?

—¿Ha pasado tanto tiempo? —El hombre dejó la pregunta en el aire. El tono de burla no pasó inadvertido para Serana—. Para conocer el mundo primero tienes que caminarlo. He estado ocupada andando, supongo. Pero hay un camino que todavía me elude. Los tauren no quisieron ayudarme, de modo que lo harás tú. Tienes algo que necesito.

Serana escondió las manos a sus espaldas y alzó el mentón fingiendo una confianza que no poseía.

—¿Y qué es eso que yo tengo?

El hombre rio del mismo modo que acostumbraba a reir Shiannas, lo que dibujó en su cara una mueca antinatural. Sus carcajadas sonaron como puñaladas en los oídos de Serana.

—No lo entenderías. Pero lo harás. Llegado el momento, lo harás.

—No me gustan los acertijos, Shiannas —retó el Cuervo Rojo, Señora del Culto Silente, Serana Furiasombría.

El hombre se desplomó en aquel mismo momento, cercenados los hilos que ataban marionetista y marioneta. El cráneo se estrelló contra el suelo y se rompió como la cáscara de un huevo, las extremidades dobladas en sentido contrario al de su articulación. Aquello concluía la conversación.

Serana se dejó caer en su asiento mientras la oscuridad del sótano recobraba su compostura. El rostro del muerto parecía querer decir:

“A mi tampoco me gustan los acertijos”.

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