0. Desesperación (Prólogo)
¿Habían sido horas?… ¿o quizás tan solo unos minutos? No estaba segura. En aquel bosque de árboles macabros y sombríos el tiempo se retorcía en la medida en la que las ramas distorsionaban los pálidos haces de luz que apenas alcanzaban a tocar el suelo. Sus ligeros pasos resonaban con el crujir de las hojas secas, acompasados por la agitada respiración del miedo y el cansancio.
Todo lo que había sido tangible una vez para ella, todo lo que una vez fue hermoso y grácil, había desaparecido de un soplo. Y, a pesar de que su corazón aun anhelaba que todo hubiese sido un mal sueño, la desesperación desbordaba su mente.
¿En qué momento habían llegado a aquel punto?, ¿cómo había sido posible que, donde antes la calma y la serenidad habían reinado, el caos terminara sobreponiéndose? Habían estado ciegos y ello les había costado caro.
Dudas. El privilegio de dudar era todo lo que le quedaba mientras su pequeña figura se escurría entre los grises troncos que soportaban, como si de pilares se tratasen, el frondoso techo de aquel bosque. Su precipitada carrera no tardó mucho en conducirle fortuitamente a un pequeño claro en el interior del bosque. Se detuvo un instante, doblándose y apoyando sus manos sobre las rodillas. Con la respiración entrecortada y la ropa hecha jirones, no pudo sino arrodillarse en el suelo y comenzar a llorar desconsoladamente. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas para terminar cayendo sobre un suelo yermo y putrefacto.
-¿Por qué… por qué a mí? –No podía dejar de preguntárselo. Para ella todo estaba perdido, ya nada importaba. La poca esperanza que había albergado, arrebatada. La inquebrantable fe de la que una vez había hecho gala, fragmentada. Su vida entera, arruinada.
El repentino graznido de un cuervo la sobresaltó. Ensimismada como había estado pensando en su desgracia, se había descuidado. “Los Diáconos” se acercaban y, presa del pánico, sus instintos de supervivencia más básicos la instaron a levantarse y a seguir corriendo.
[A partir de aquí:]
No sabían de donde procedían, tampoco descubrieron quienes eran ni que habían ido a hacer allí. Los cazadores del poblado los habían visto merodear por las antiguas ruinas del cementerio, siempre encapuchados, envueltos en un halo de misterio y silencio. Según narraban los que los habían visto, cada cierto tiempo, un pequeño grupo solía recorrer los alrededores de las ruinas portando candelabros encendidos en sus manos. “Los Diáconos” los llamaban, mofándose de ellos. Sin embargo, como cuervos de mal agüero, trajeron la desgracia al poblado; pero eso, ellos no lo sabían.
Con el paso del tiempo, plagas de insectos comenzaron a diezmar sus cosechas, pudriéndolas y marchitándolas; las enfermedades en el ganado se volvieron más comunes y los sacrificios de los animales infectados comenzaron a estar al orden del día. Los peces desaparecieron del río y las aguas de los estanques comenzaron a desprender hedores putrefactos.
Se les echó la culpa a “Los Diáconos”, sin embargo, era demasiado tarde para ello; Hacía varias semanas que habían desaparecido sin dejar rastro alguno. Con poca o ninguna evidencia sobre la que poder investigar, se decidió enviar mensajeros a Cuenca del Flechero, con la esperanza de recibir un contingente que les ayudase.
Sin embargo, los mensajes nunca llegaban y las cabezas de aquellos que eran enviados aparecían de vuelta envueltas en burdas telas raídas, empapadas de sangre. Cabezas cuyas mandíbulas se aferraban a los intestinos arrancados de las víctimas, sobresaliendo de la boca cual viles serpientes putrefactas, manando sangre que nunca terminaba de coagular. Con los ojos arrancados, lo único que ocupaba ahora las cuencas oculares de los muertos eran enjambres de voraces insectos; una visión lo suficientemente macabra para que el terror se instaurase como un parásito que lentamente se alimentaría de su huésped. Nadie se atrevía a salir del poblado por el miedo a sufrir el mismo destino que los desdichados mensajeros y, mientras tanto, la desconfianza aumentaba a cada instante que pasaba. Los hurtos nocturnos comenzaron a aflorar y, aunque nadie sabía quién los estaba perpetrando, era inevitable sospechar de los más cercanos. Poco a poco, la ponzoña que una vez infectó al ganado, la ponzoña que atrajo a las plagas de insectos y aquella que estropeó el agua, parasitó sus corazones, les pudrió la mente e instauró en el lugar del raciocinio la más absoluta paranoia. El caos reinaba.
Y de las llamas del conflicto entre allegados y vecinos, entre familiares y amigos; aparecieron. Cinco figuras ataviadas completamente en prendas negras, envueltas en una oscuridad insondable y en un silencio sepulcral.
Y ella… ella no pudo sino correr. Correr por su vida en dirección al bosque con la esperanza de vivir un día más.
Pero sus fuerzas ahora flaqueaban, no aguantaba más, tenía que parar. Se arrodilló en el suelo, con los puños apoyados contra la gruesa capa de hojas muertas y mirando al suelo. Cerró los ojos unos instantes, tratando de pensar con claridad.
–Vamos, ahora no puedes ceder… sigue adelante…
Palabras prematuras que murieron en sus labios tan rápido como habían llegado, pues una gélida brisa le recorrió todo el cuerpo, helándole el alma y congelándole el pensamiento. Su corazón latía frenéticamente, mientras gotas de sudor frío recorrían su frente. Abrió lentamente sus ojos y alzó la mirada.
Allí estaban.