Contiene spoilers del 8.2.5
Kirya había corrido a esconderse al callejón más apartado y oscuro de Orgrimmar. Desde su escondite vio cómo aquellos que proclamaban su lealtad a la Dama Oscura eran puestos en cadenas y arrojados a las mazmorras y calabozos. Ella se negaba a compartir su destino. Sí, respetaba a Sylvanas y había luchado convencida en su guerra, pero si la Jefa de Guerra los había abandonado como todos rumiaban… ¿Qué sentido tenía sacar pecho ahora que los traidores habían triunfado?
Por eso, encogida en su esquina, Kirya probó sin querer un veneno que le supo a alcohol y se volvió adicta: la inquina. Sylvanas se había ido y el mismo ideal trasnochado de honor y gloria guiaba las acciones de la Horda una vez más. Quería destrozarlos, hacerlos estallar por los aires con sus juegos de pirotecnia. ¡Qué placentero sería verlos arder, junto a aquella ciudad primitiva de madera y piedra!
Se agarró a aquella idea y consiguió incorporarse por primera vez en días. Un paso de cada vez, y aunque el desaliento estuvo a punto de vencer al odio en un pulso, Kirya logró salir del callejón y arrastrarse hasta el Circo de las Sombras.
«Debo encontrarlo antes de que lo encuentren ellos»
No tardó en perderse por aquel laberinto de túneles, cámaras, casas y tiendas. Cojeaba y trastabilló más de una vez, pero en cada momento de flaqueza, le bastó una mirada una mirada a su alrededor para seguir luchando; la esperanza de un mundo más justo había prendido en la mirada de sus compatriotas: orcos, trols, goblins y renegados incluso. ¿Tan ciegos estaban? ¿Tan pronto olvidaban sus juramentos?
Los minutos se acumularon uno tras otro hasta sumar una hora. Entonces, Kirya dobló el último recodo de una galería tan estrecha que apenas cabría un tauren. Allí encontró su destino: una casa tosca, cubierta por pieles y sedas, cuya puerta no era más que una cortina verde que arrastraba.
Entró sin llamar. El orco al que buscaba estaba sentado en el taburete de siempre, de frente a la puerta, con la espalda arqueada por la edad apoyada en la pared de roca.
—Kirya —llamó el anciano —. Eras de las más fieles a la Dama Oscura. Creí que te habrían arrojado a una celda.
—Tú nunca le fuiste fiel —repuso la elfa —. Tu lealtad estaba en otra parte.
El orco sonrió y peinó una luenga barba del color de la ceniza.
—Ella nos prometió paz y victoria —dijo desde su asiento —. La admirabas, ¿no es así? Creíste que una mano dura era todo cuanto necesitaba la Horda. Sentiste que a través de ella podrías canalizar tu rabia y tu ira. Por eso, chica, mi lealtad estaba en otra parte. A mí se me ofreció otra cosa.
Kirya se mordió la lengua y trató de ahogar las airadas palabras que pugnaban por salir de su garganta. Cuando la vergüenza remitió y se enfrió su cólera, insistió:
— ¿Con quién estaba tu lealtad? ¿Qué te prometieron?
El anciano no respondió de inmediato. Estudió a la elfa en silencio mientras dejaba madurar las palabras que sellarían su destino, como habían sellado el suyo tantos años atrás.
—Poder. Saber. Libertad.
Kirya sintió como el corazón le daba un vuelco en la caja torácica. Juraría haber escuchado aquello antes, susurros en la oscuridad de la noche, promesas fantasma en los antros más siniestros de aquella ciudad. Las largas cejas describieron una expresión de conflicto.
—Posees una gran sabiduría, Kirya —continuó el orco. Sus ojos se iluminaron al tiempo que perfilaba una vaga sonrisa —. Escapa de Orgrimmar y busca a mi gente. Ellos te darán el poder que ansías. Poder para consumar tu venganza.
Las palabras estallaron en los oídos de Kirya como un afrodisiaco. Sintió de algún modo que la orquesta que había acompañado a las palabras del orco, tocaba su último acorde triunfal en aquella frase postrera.
«Venganza»