Desperté en la taberna, la Cola del Dracoleón, después de haber tenido la misma pesadilla que, cada noche, me atormentaba: Yo de pequeña en mitad de una aldea de lobos, todos ellos no-muertos, a punto de abalanzarse sobre mí; me llevo las manos a la cintura, tratando de palpar mis armas pero no están ahí, en su lugar sólo hay un pequeño amuleto y, antes de llegar a verlo, la manada se abalanza sobre mí. Otra maldita noche más.
Pero yo nunca había estado en esa aldea, los lobos eran demasiado grandes y ese amuleto… Estaba segura de que lo conocía, de que había sostenido algo así antes. Si pudiese recordarlo…
-Gûlkrimp, que si vas a querer otra!
-Ah, no, ya me voy- Y dejé unas monedas en la mesa para pagar el grog y el pollo cocido de la noche anterior.
Las pesadillas empezaron desde que llegué a Azeroth, al principio como pequeños fragmentos, algunos avisos, algún elemental necesitado de ayuda pero la última semana había sido la peor con diferencia, apenas conciliaba el sueño y siempre con la misma pesadilla, mismas imágenes y misma sensación de familiaridad en las manos. “Sensación de familiaridad” me repetía mientras me dirigía hacia el mercado.
-¿Hola? Cecina, dos odres y una olla, también esas vendas- dije mientras señalaba las del estante, detrás del pequeño goblin a cargo del negocio. No tengo nada en contra de ellos pero siempre me han parecido… extraños, demasiado apegados a lo físico, ya sean objetos, inventos o dinero, especialmente eso último.
Después de pagar guardé todo en mi mochila de piel, iba a ser un viaje largo, estaba segura de que los ancestros guiarían mis pasos, siempre había sido así. El problema de una visión es que cobran sentido cuando ya han ocurrido pero, esta vez, llegaré a tiempo.