Las montañas de Alterac se perdían en el horizonte nevado. Como los dientes feroces de una bestia iracunda, los picos serrados hacían contraste con el despejado y claro cielo azul. Una imagen poco usual, pues en invierno las tormentas eran muchas y rara vez se alcanzaba a ver el cielo en esos meses del año. Al fondo, en los valles, depredadores y presas jugaban al eterno juego del gato y el ratón.
Un orco emergió de forma brusca en uno de los altos picos que coronaban la sierra. Iba envuelto en una tupida piel de lobo negro, la cual se movía al compás del viento. Por encima del tosco ropaje, a sus espaldas, colgaba una larga cola trenzada, la cual chocaba de vez en cuando con una poderosa hoja de metal ligeramente curvada, una espada. Una vez se incorporó para contemplar el agreste paisaje, Kurgan descubrió su rostro, revelando una espesa y larga barba también de color negro, aunque con unas canas cada vez más evidentes.
Los ojos ambarinos del orco se posaron en el valle más cercano, el que daba cobijo a Gashurz’gol. Su hogar. El poblado no había crecido mucho en los últimos años. El aislacionismo autoimpuesto del Clan Quemasendas durante los acontecimientos que siguieron al fin de la Cuarta Guerra parecía no tener fin.
Kurgan recordó. Rememoró viejos tiempos. Tiempos de batalla, rebelión y justicia. Las hazañas del orco, así como de sus compañeros, se contaban por centenares. ¿Por qué sentía que ya no encajaba en ese mundo? Los pocos mensajeros que llegaban al hogar del clan traían noticias extrañas. El jefe orco optaba por despacharles sin dar mucho crédito a lo que decían. Fueran viajes extraordinarios o la aparición de dragones en Orgrimmar. ¿Qué importaba eso cuando la propia Horda yacía debilitada después del conflicto? Él había luchado para que la Horda que había conocido en su juventud volviera. Pero parecía que ni siquiera el regreso de Go’el había logrado devolverle aquello.
El maestro del acero desenfundó la espada y la clavó en la nieve frente a él. Mientras la usaba de apoyo, sacudió ligeramente la cabeza, como si pretendiera aclararse las ideas. Nada de todo aquello importaba ya. Su hijo, Nagrosh, ya había crecido lo suficiente como para ser entrenado. Esa era su principal prioridad. Junto a su esposa, Zashe, habían logrado aquello por lo que habían luchado: un futuro en paz para su hijo. ¿Por qué entonces se devanaba los sesos de aquella manera?
La respuesta era más simple de lo que Kurgan quería admitir.
El orco sabía muy bien que a pesar de desear la paz para su cachorro, muy a pesar de que había luchado para dar un futuro a los Quemasendas… En el fondo de su ígneo corazón, el jefe anhelaba el furor propio de la batalla, del peligro, del heroísmo y la sangre.
El clan seguía fuerte, solo en su montaña. Pero eso, tarde o temprano, tendría que cambiar.