Recomendación para su lectura: The Eagles, Howard Shore
Youtube: https://www.youtube.com/watch?v=RdN-eYTdU6Y
Desde allí podía verlos, pues se entrometían entre la luz de la luna y un servidor; los grifos alzaban el vuelo desde lo alto del cañón. Sobre ellos, los más pequeños se aferraban a sus hermanos mayores, temerosos de precipitarse al vacío. No había bestias aladas para todos, así que los críos habían sido los únicos en poder largarse de allí.
Apenas era capaz de escuchar el llanto desconsolado de sus padres, que les gritaban desde la lejanía, rogándoles que se agarrasen con firmeza y que no mirasen hacia abajo. Golpes, sudor y sangre; todos intentaban que sus hijos montasen los primeros y se esfumasen de aquel terrorífico lugar.
Bajé la mirada y los vi a ellos, junto a una empalizada destrozada y regada con cadáveres infectos: el paladín, la muchacha, el enano y la elfa. Extasiados, desde el primero al último. Algo cruzaba mi cabeza cuando tuve que inclinarme para vomitar; el nauseabundo olor no había calado en mí hasta ese momento, cuando todo parecía haberse calmado. Volví a incorporarme y me topé con la cruda realidad: en las faldas del cañón se acumulaban muertos y heridos. Madres acunando los cuerpos sin vida de sus hijos, gente que se desgañitaba al palparse y saberse tullido…
En ese momento sentí cómo una mano me agarraba del brazo, con fuerza.
—¡Corre, hijo! —me gritó mi madre, con el gesto descompuesto. Allí estaba, tal y como la recordaba. Sus ojos marrones se clavaban en los míos en forma de súplica: «corre, vete». Recordaba aquello como si hubiese pasado el día anterior, así que cerré los ojos antes de que volviesen a arrebatármela ante mí, aunque no fuese más que una ilusión.
—¡Mi hijo!, ¡¿habéis visto a mi hijo?! —al volver a abrirlos, ya no estaba allí. Una mujer con el rostro ensangrentado me preguntaba por su pequeño, con la más inmensa de las desesperaciones. Ante la falta de respuesta, me soltó y se perdió entre la multitud, clamando su pregunta a los cuatro vientos de un lado hacia otro.
Inspiré con fuerza. Había vuelto a pasar y no tenía más que interrogantes. La pregunta que le escuché al paladín, «¿qué hemos hecho?», adquirió en mi mente un nuevo significado: ¿qué no hemos hecho? ¿Cómo no íbamos a ser castigados si habíamos abandonado todos y cada uno de los principios sobre los que otrora nos sustentamos? ¿Cómo no íbamos a serlo si, a pesar de la repulsión que sentían los hombres y las mujeres de bien, los engendros campaban a sus anchas por los adoquines ventormentinos? ¿Cómo no íbamos a serlo si las gentes ya no se despedían con una salva a la Luz, sino con fórmulas siniestras y desagradecidas…?
¿Cómo no íbamos a ser castigados?