Lo único que se oía era el lejano taconeo de un feligrés que, a pesar de las horas, había tenido a bien acercarse a orar. La arquitectura del lugar hacía que el sonido rebotase en las paredes, convirtiendo a todos los que allí se encontrasen en partícipes de que alguien había entrado. Era algo común dejar las puertas de la iglesia abiertas para aquél que estimase oportuno acudir, pues el alma también tenía sus necesidades. Ignotas, en ocasiones, pero necesidades.
Los pasos del recién llegado rompían un silencio que, más que sepulcral, se tornaba antinatural. Aun así, no resultó suficiente para captar la atención de los dos hombres que, ataviados con humildes togas de color marrón, se encontraban en una pequeña capilla anexa.
—¿Recordáis el día en que vinisteis? —preguntó, en voz baja, uno de ellos—, ¿recordáis que apenas lograbais cargar con el peso de vuestra maltratada alma? Yo sí lo recuerdo. Recuerdo vuestro gesto de pavor y, a la vez, de cansancio; recuerdo cada una de las brutales y horribles cosas que os escuché confesar… y también recuerdo por qué os acogí en vez de dar aviso a quienes deberían ser conocedores de tales actos.
La afonía crónica del monje hacía que su voz sonase tan rasgada como lo estaban sus vestiduras. El otro hombre, que permanecía sentado en el primero de los bancos, alzó la cabeza lentamente hacia su orador, clavando en él sus ojos, de color verde oscuro.
—Lo hice porque, si bien nunca nadie me había confesado algo así, tampoco había visto jamás… arrepentimiento tal. Oh, no… ni por asomo. El dolor os golpeó con dureza en los últimos meses de vuestra vida, pero supisteis… interpretarlo, supisteis saber el porqué. La Luz abandona a aquéllos que confraternizan con lo indeseable, que sucumben ante las tentaciones más oscuras; la Luz abandona a aquéllos que confabulan, que cometen atrocidades por un objetivo… terrenal —prosiguió el monje, pronunciando con asco la última palabra—. Os creíais dueño de cada uno de vuestros pasos, de vuestro destino… desconocíais que no erais más que una herramienta de aquello que ni siquiera debe ser nombrado sobre suelo sagrado. ¿Acaso creíais que podría haber otra razón que explicase vuestra fulgurante… decadencia?
El monje se giró y echó a andar hacia el pequeño altar. Sus pasos eran lentos y pesarosos, como si cada uno de ellos le doliese más que el anterior. Cuando volvió, lo hizo con algo entre las manos, con algo que, debido a la penumbra de la capilla, era casi imposible de vislumbrar.
—Pero la Luz os ampara —sentenció—. Vuestra estancia aquí os ha salvado, vuestro espíritu os ha salvado y, para qué negarlo, vuestra desgracia os ha salvado. De haber continuado danzando en ese repulsivo circo de poder, opulencia, insolencia y lascivia… ¿creéis que habríais visto el peligro? —el monje negó con la cabeza, muy lentamente, sin dejar de mirar al hombre directamente a los ojos— Teneros aquí ha resultado provechoso, sobre todo para vos mismo, pero no será así como sirváis a la Luz.
El monje se inclinó un poco, no sin dificultad a pesar de lo simple del gesto, y dejó los bártulos sobre el regazo del hombre. Antes de erguirse, le tomó la cara con su diestra y le susurró algo.
—Os servisteis del subterfugio y de la crueldad para conseguir vuestros fines, paseasteis de la mano de quien no debíais e incluso… —el monje se calló, de repente, e hizo un ruido gutural, consecuencia de la repulsa que le producía lo que iba a decir— Poneos esto. Ponéoslo y servid a la única causa que merece servicio alguno. Haced lo que sabéis hacer y aniquilad lo indigno. Buscad donde otros ni siquiera quieren buscar, ved al enemigo allí donde parezca haber una complaciente cara amiga y no os dejéis contaminar con la ideología de la tolerancia tergiversada. Erradicad su legado, eliminad su herencia…
El monje terminó de murmurar junto al rostro del hombre y recuperó su postura inicial, viéndose obligado que apoyarse en el hombro de su acompañante para evitar percances.
—No volváis —exhortó—, pues nada se os ha perdido aquí. Ya no sois la persona que vino buscando consuelo. Ya no sois ese hombre ni responderéis ante ese nombre. Poneos eso —dijo, haciendo un ademán con la cabeza hacia los bártulos— e id a cumplir vuestro cometido.
El monje dio un paso hacia atrás cuando agotó su discurso y miró al hombre, en silencio. Éste, que había escuchado cada palabra con una inusitada calma, ladeó el rostro para buscar, parsimoniosamente, el contacto visual. La mirada pareció ser suficientemente significativa, pues no hizo falta más para que el monje añadiese algo más:
—Sí, Hermano. Os habéis… redimido.
(( Ilustración del relato:
https://twitter.com/anuanturus/status/1298243428384493569
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