[Relato] A casa

La ventana que se prestó a acoger el vaho en aquella fría noche ofrecía una vista al completo de la ciudad flotante. Las gotas llamaban a ella y suplicaban por entrar, pero acababan resbalando por el vidrio como lo hicieran sus objetivos más de un año atrás, empujadas por el viento gélido del invierno.

El cristal bajo sus dedos era frío, y se preguntó hacía cuanto que no sentía de manera tan plena dicha sensación. Sin embargo pareció disfrutarla.

En los salones de las altas torres de Dalaran, la lluvia parecía un invitado poco frecuente. Entre papel y tinta, magia y vino, disfrutar de la tranquilidad que ofrecía la lluvia era algo extraordinario, tanto como para que el reservorio oscuro que portaba en su bolsillo palpitase de manera insistente.

Lereiah arrugó su nariz, con pasmo, y tomó la esfera violácea. En las sombras de su interior pareció hallar paz, pero sabía que pronto esa ilusión se dilataría y quebraría, transformando su pequeño remanso de paz en otra de sus distracciones.
Se deslizó con suavidad del alféizar y volvió al suelo. Su mirada gélida se posó una vez más sobre la ventana, y durante unos instantes se permitió observar la huella que su mano había dejado sobre el vaho.

Hizo levitar la esfera frente a sí, y con diestra engarrada extrajo parte de la esencia de Arkion. Un pequeño retazo del poder de la criatura otrora potenciada gracias a los hermanos del Culto de las Sombras, revoloteó en torno a la taumaturga umbría, cuyo rostro descubrió una sutil sonrisa, opacada, sin embargo, por la frialdad que sus cejas flexionadas hacia abajo le producieron a su rostro.

Observó el papel en la larga mesa en la que se pasaba la mayor parte de sus horas.
Tomó el viejo diario entre sus finos dedos y tomó una respiración profunda.


En el Bosque del Ocaso el viento parecía temer ciertas zonas. Susurraba entre las copas más altas, y esquivaba las ramas secas de los caminos. Cruzaba en tromba entre los altos cipreses de los cementerios, y el oscuro cántico que orquestaba el bosque se rompía por el aleteo sombrío del fénix oscuro sobre el que montaba la ren’dorei. Sabía que Arkion se desgastaba cada vez que usaba su forma cénit, mas quería hacer acopio del poder que le prestaron haría ya un año, y devolverlo a su forma original.

Las hojas rodearon a la pareja, y las sombras que conformaban al ave poco a poco se fueron difuminando. Crearon espirales que con una parsimonia cargada de nostalgia hicieron descender a la elfa con suavidad ante el umbral de piedra de aquel lugar que conocía tan bien.

El que antaño fuera el sagrario del Culto de las Sombras permanecía regio, impasible. No mutó ante el paso del tiempo y el abandono del lugar. La hiedra oscura seguía abrazando a la piedra, y el camino sobre el que había vuelto a crecer la hierba, había sido mutado minutos atrás por lo que asumió eran pisadas.

Caminó tranquila por el lugar, y se permitió disfrutar del paseo con la tranquilidad que la Sombra del bosque le brindaba. La hierba pisada apenas se inmutó ante sus botas pasando sobre ella, y el viento no soplaba en el lugar, como respetando lo que allí acontecería.

Pronto emergió de entre dos árboles y observó las primitivas estructuras en las que tantas horas había estado. La pequeña laguna a un lado.

Deslizó su mirada entre las figuras ataviadas con túnicas oscuras, caperuzas o armaduras de saronita.

Su pecho se henchió al observar a las figuras que profesaban amor por la Sombra, por la tranquilidad y misterio que transmitían.
Algunos la observaron durante unos segundos, como a una más, y ella se acercó a la pequeña multitud.

Tras tanto tiempo se sintió, una vez más, junto a la Sombra, en su sitio.

Y la última ráfaga de viento sopló en las colinas que encerraban aquel santuario.

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