El mar respiraba calma y el oleaje débilmente golpeaba la cubierta de madera. Ni siquiera las velas estaban izadas. Un manto de estrellas y una luna llena, resplandeciente, les acompañaban.
El crujir de la madera del fuego y las risas de algunos miembros de la tripulación rompía el silencio. Bebían y contaban historias a cada cual más inverosímil, pero lo hacían como hermanos de mar. Kalgosh Libraguerras sonrió de medio lado al verlos compartir el ron y el calor de un buen fuego.
Sin embargo los miraba desde la sombra, sin demasiado ánimo para unirse a los suyos. En algunas noches de luna llena, amargos recuerdos iban y volvían, recorriendo raudos sus pensamientos. No todo era una actitud ruda y dura, aunque fuera ciertamente lo que muchos veían. En el fondo tenía sus preocupaciones y se preocupaba de los suyos más allá de lo que era una dura vida en el mar.
Pasó la mano por la madera de una de las barandillas de la cubierta y cerró los ojos, inspirando la bruma salada.
También fue una noche de luna llena…
Sí… Aquella noche.
Los años habían pasado en un parpadeo, pero hay momentos que fácilmente se olvidan y otros que no se pueden olvidar aunque se quiera.
Corrían en la espesura de la noche. Nadie venía nada. Sólo una enorme luna iluminaba el cielo de par en par. Sin embargo la hojarasca de los árboles la cubría.
Llevaban así día y noche. Sin mirar atrás, sin apenas descanso. Sin agua, sin comida.
Los fornidos cuerpos de los orcos que antaño cruzaron el portal se desequilibraban. Kalgosh iba a la cabeza. Aún era joven, al menos lo era más que la mayoría.
Se consideraba suertudo al saber que él había nacido en plena libertad. Sin embargo, muchos orcos estaban naciendo en los campos humanos y probablemente jamás conocerían la verdadera sensación de sentir que la tierra que pisan tus pies es y puede ser únicamente tuya.
Kalgosh continuaba corriendo. Había anochecido.
Ansiaba llegar a un claro y que la luna les fuera de compañera.
Habían recibido tratos nauseabundos. Les habían obligado a pelear. Les obligaban a comer sustancias que muchos dudaban de si era o no comida o una mera burla.
Se apoyó en el tronco de un árbol a descansar, con más intención de asegurarse que los suyos le seguían que de coger aire para sí mismo.
Eran cinco. Cinco los que durante semanas hubieron estado atentos a las guardias, a las comidas de los que no les quitaban ojo, a las posibles formas de escape, a todo. Muchos habían recibido palizas de más por estar en lugares indeseados, pero la información había sido esencial para salir. Si lograban llegar lo suficientemente lejos para que los hombres de Lodonegro no les alcanzasen y los dieran por perdidos, todo habría valido la pena.
- ¡Kalgosh!- Sintió su nombre a lo lejos, en la floresta.
Casi inmediatamente, el orco se giró sobre sus pasos y corrío allá hacia donde la voz le llamaba.
Uno de sus compañeros orco, joven como él, sostenía a uno que estaba cerca de una edad anciana. Se había desmayado.
Kalgosh se lanzó velozmente hacia él y le levantó la cabeza.
- No puede aguantar la malnutrición. Tenemos que parar o morirá. - Los otros dos orcos le miraban con la tez pálida, muchísimo.
Kalgosh tragó saliva y cerró los ojos.
Se retiró el sudor de la frente. Sentía su corazón bombeándole con fuerza.
La adrenalina traía consigo miedo. No por él mismo, sino por sus propios compañeros. Todo apuntaba a que si no hacían una parada en el camino perderían a miembros del equipo. Pero de hacerla los apresarían. De ello estaba casi seguro. No quedaba más opción.
Ni uno solo de mis hombres se queda atrás.- Kalgosh abrió los ojos y cogió a pulso al orco inconsciente, cargándoselo al hombro.
Antes de que ninguno de los otros pudiera decir algo, Kalgosh ya había retomado la marcha al paso más rápido que sus piernas podían permitirle. El resto no se atrevió a decir nada, y mucho menos a poner pegas acerca del hambre o la sed.
Continuaron así una jornada más. Un día más calentando sus cabezas.
No sabían si iban en círculos, si al norte o al sur.
Y cuando la noche llegó, una vez más con la luna llena en su cénit por segundo día consecutivo, llegaron a las costas.
La magnificencia del mar se abría ante sus ojos. Casi que pareciera que en ese mismo instante todos cayeron rendidos sobre la arena.
- Seguiremos la costa, jefe.- Uno de los orcos tomó el brazo de Kalgosh con fuerza, clavándole la mirada con sumo respeto.
“Jefe…” Kalgosh sonrió levemente. No. Aún no habían ganado. Pero aún era joven y tenaz, valiente y descarado. Pero honorable de un modo u otro.
Quizás una parte de sí mismo esperó que el enemigo estuviera a la altura. Pero esa misma noche descubrió que no podía fiarse del honor del enemigo: Sólo del suyo propio.
Una jauría de perros les rodeó cuando estuvieron a punto de entrar al sueño.
Llevaban días eternos e interminables de esfuerzo y sacrificio. Desnutridos, débiles, sedientos.
Casi como un galope maldito, los caballos de los hombres de Lodonegro les rodearon en un abrir y cerrar de ojos.
- ¡No pueden ser! ¡Han salido de la nada…! - El más mayor de los orcos gruñía a su alrededor.
Los orcos poco a poco fueron cerrándose en un círculo mientras que los perros y los jinetes les fueron rodeándolos más y más, hasta que se vieron obligados a estar espalda contra espalda.
Los orcos no tenían nada con lo que atacar.
Se hizo el silencio. Roto únicamente por las olas del mar contra la orilla.
El mar…
Kalgosh miró el mar. Habían estado tan cerca. No había podido tocar el agua salada con sus propios dedos ni un sólo instante. De tocar su libertad.
Hemos encontrado a las ratas que se han escapado… Buen trabajo. - El que aparentaba ser el dirigente de los jinetes les miraba con desagrado. A esas alturas, todos entendían ya el común de sobra.
Bajó de su caballo y se aproximó al orco más mayor, a aquel que se hubo desmayado días atrás.
-
Mírate. Bestia. - El orco le sacaba una cabeza a aquel humano. Pero el humano estaba armado y emplacado. Además, estában débiles.
El propio instinto de los orcos les hacía querer defenderse. Pero el aprecio de unos por los otros, les empujaba a no hacer nada. Conscientes de que cualquier movimiento en falso podría ser una muerte segura. -
No me importa el castigo que me des ahora, humano. Pero creo que te equivocas. Aquí nosotros no somos las bestias. - El orco le miraba desafiante. El humano sonrió de medio lado.
-
Cogedlo. Llevadlo al claro. Que se lo coman los perros.
Kalgosh en un impulso y arrebato de furia, tomó al humano del cuello y lo levantó del suelo medio metro, hundiendo sus dedos en su garganta.
El resto de humanos lanzaron contrá él una red pesada y comenzaron a acuchillar su piel. Lo justo para que no muriese, lo justo para que doliera como una propia muerte.
Sabían lo que hacían, se estaban convirtiendo en maestros de la tortura. No dañaron ni un sólo órgano.
Cuando el dirigente de la caballería consiguió recuperar el aliento, miró a los suyos, asustado.
- ¡Llevadlos a todos de vuelta! ¡A todos! ¡Rápido!- Parecía enfurecido, lleno de adrenalina, humillado.
Kalgosh dejó escapar un suspiro de alivio bajo su red. Había salvado una vida esta noche. Pero la cosa no acabaría ahí.
Mientras los orcos eran empujados de vuelta, Kalgosh seguía en el suelo inmóvil.
-
No te mataré. ¿Sabes por qué? - El humano le susurraba en el oído, su voz cínica y sibilina provocó que Kalgosh mostrase instintivamente los colmillos.- Porque si te mato no podré ver cómo te consumes entre las paredes de los campos…
-Cobarde.
-No volverás a cogerme del cuello.- Kalgosh apenas podía verle, boca abajo, desde su posición. El sonido de una espada desenvainándose rompió el viento.- Me encargaré de ello.
Kalgosh seguía mirando el mar desde la barandilla. Observó el lugar donde debía estar su mano. Apretó los nudillos. Y para sorpresa de sí mismo, sonrió.
No, no era un recuerdo desagradable perder una mano por un amigo. Pero sí le era muy placentero recordar cómo se cobró su venganza.
…
Gracias por leerlo. He de decir que el relato NO es mío, si no que pertenece a otra persona, Januar-LosErrantes. Pero me ha gustado tanto que, con su permiso, lo he subido al foro. Muchas gracias desde aquí, Januar. Te mereces que lo publique.