Algo lejos del poblado había una cueva. Si uno se acercaba lo suficiente, a primera hora de la mañana o a última de la tarde, podía oír el canto de las edades, la melodía de un saber largamente olvidado, la sabiduría cantada a las rocas del interior. Saburo cantaba. Lo hacía sentado con las piernas cruzadas mirando una pared de la cual pendía un estandarte y un largo pergamino. La bandera lucía el símbolo de la espada en llamas y el pergamino expuesto tenía unas sencillas y a la vez grandes runas escritas sobre el mismo. El continuo mantra del orco era repetido una vez, y otra, y otra, lentamente. Su gutural voz reverberaba en las cavidades más profundas de la cueva, causando que el efecto fuera verdaderamente impresionante. El anciano vestía de forma sencilla con ropajes de cuero demasiado viejos, unos que ya habían visto acción en su día, también demasiada. Tras haber vaciado el aire de sus pulmones en el mantra, Saburo tomó aire de nuevo con lentitud y maestría. Entonces…
El sonido del cuerno llegó, atravesando toda atmósfera de serenidad y calma.
El orco abrió unos ojos que ya no veían. Alarmado, tanteó la cercana mesa hasta que dio con su venda negra, una que utilizaba para ocultar sus blancos ojos al resto. Cuando la halló se la dispuso deprisa en su rostro, atándola rápidamente y tras ello se levantó con un gruñido, sus huesos se resentían del terrible frío de Alterac. Tras recomponerse, atravesó de dos pasos la distancia que le separaba del espacio reservado para su gran bastón, el cual tomó. Tras dar un par de golpecitos en el suelo con el cayado, Saburo emprendió el camino al Colmillo Ardiente, hogar de los Quemasendas.
Gritos, órdenes desde el interior de la muralla exterior.
El anciano levantó la cabeza instintivamente al oír el barullo en el poblado, eso no era algo bueno, así que aceleró el paso, tropezando con alguna piedra aun desconocida por su memoria. Sus pies se deslizaban por un sendero recorrido a menudo por él, aunque ahora dificultoso tras las últimas nevadas. Con dificultad pero con decisión alcanzó la puerta oeste del poblado. Los centinelas del portón, ya acostumbrados al ir y venir del viejo Filo Ardiente le abrieron las puertas sin siquiera avisar a los demás. Saburo entró entonces y percibió una gran cantidad de gente en la puerta norte, la más grande de todas y la de principal acceso al hogar de los Quemasendas. Temiendo malas noticias aminoró el paso hasta que alcanzó una multitud de orcos, muchos gritando, maldiciendo, otros con tristes palabras entre sus colmillos. ¿Qué ocurría?
-¡No podemos dejar que se lleven a Kurgan!
-¡Es nuestro jefe! ¿Qué clase de orcos seríamos si dejamos que se lo lleven esos malditos Renegados?
-¡Mis hachas quieren su sangre podrida!
Saburo lograba captar algunos de los gritos, de lo que reclamaban y su corazón le dio un vuelco. Con pesadez se dirigió al grupo, apoyándose con su bastón. Cuando hubo creído estar a distancia suficiente como para que se le escuchara, habló con voz gutural rasgada:
-¿Qué le ha ocurrido a Kurgan?- Los orcos más cercanos se giraron para verle, muchos bajaron sus rostros avergonzados, otros apretaban con fuerza sus mandíbulas, conteniéndose. - ¿Dónde está mi nieto?
-Los Renegados se lo han llevado.
La noticia impactó contra Saburo como una ola en un mar tempestuoso. ¿Por qué? ¿Quién era su nieto si no un orco modélico, honorable y justo? ¿Qué razón tenían para llevárselo?
-Se le ha acusado de traición.
Media hora antes, delante de las puertas del Colmillo Ardiente, un oficial renegado, comandante de una pequeña tropa, había leído a viva voz:
"La guerra asola las tierras que pertenecen a la Horda por propio derecho. Las bajas constantes y los nuevos frentes han llevado a Lady Sylvanas Brisaveloz a tomar nuevas medidas más drásticas y radicales. ¡Con el fin de prevalecer y de asegurar el futuro de la Horda, la Dama Oscura ha decretado claramente que la Horda no permitirá la traición! Es por ello que, con esta nueva normativa, se ordena que se aprese a todos aquellos cabecillas, revolucionarios o líderes problemáticos. En nombre de Sylvanas Brisaveloz, Reina Alma en Pena de los Renegados y Jefa de Guerra de la Horda… Vengo a llevarme conmigo a Kurgan, de los Quemasendas. Los delitos de los que se le acusan son de:
- Incitación al odio.
- Incitación a la rebelión.
- Desacato a altos mandos de la Horda.
- Provocación ante altos mandos de la Horda, en Orgrimmar.
- Desacato al Señor Supremo Partemontañas, en varias ocasiones en la campaña de las Tierras Altas Crepusculares.
- Negativa a cumplir órdenes militares, sea de la índole que sean.
- Y… su falta de presencia ante la necesidad de tropas en Costa Oscura, el nuevo frente.
Considerándose así un cabecilla peligroso para la Horda y para los intereses de la Dama Oscura, será llevado a una prisión donde será retenido hasta que la guerra concluya, como mínimo.
Si Kurgan, de los Quemasendas, no acata esta orden y se niega a proceder, tenemos órdenes de destruir el poblado en su totalidad, al igual que a todo orco rebelde que se interponga."
Ahora todo tenía sentido. Esta era la venganza de los no-muertos por la defensa de Kurgan de los viejos valores. Los ideales de su nieto le habían costado ser arrestado, ser acusado de traición contra la Horda y la Jefa de Guerra. Los orcos a su alrededor aun se contenían, la ira empezaba a florecer en sus corazones. No habían sido solo privados de su jefe, si no que se habían visto insultados repetidamente por el oficial de los Renegados. Pese a que los ánimos se estaban caldeando y mucho, un orco urgió al control y a la disciplina. La atronadora voz del veterano Brotgar, ahora Gran Asaltante de los Quemasendas, se alzó entre la multitud acalorada.
-Todo lo que tenéis a vuestro alrededor ha sido conseguido gracias a la sangre derramada por Kurgan, por todos nosotros. Muchos murieron para que hoy estemos aquí reunidos como clan.
Los orcos miraban y escuchaban a Brotgar con los puños apretados, conteniendo su enfado, su indignación. Ahora él era el máximo responsable militar junto a Zashe, así lo había decretado Kurgan antes de su marcha, antes de su ausencia. Esperaba que ambos orcos pudieran hacer lo mejor para su gente. Los orcos aguardaban, pero no podían más, exigían las cabezas de todos los Renegados y Brotgar no defraudó.
-Zashe, guía al clan al poblado Lobo Gélido, allí estarán a salvo. Los presentes… venid conmigo, iremos a por ellos. Rescataremos a Kurgan.
Aullidos fueron lanzados al cielo nocturno. Rugidos rompieron la calma que precedía a la tempestad, ahora hecha una realidad. Los orcos que rodeaban a Saburo empezaron a correr hacia el arsenal. Zashe, aunque claramente enfadada por no poder ir a luchar, finalmente accedió a guiar a los civiles, alguien debía hacerlo y nadie mejor que la compañera de Kurgan para inspirarles valor y confianza.
-¡Krag, prepara a los lobos!
-¡A la orden, Brotgar!
El grandullón se disponía a partir cuando una anciana mano le detuvo, era Saburo.
-Guíame hasta la armería muchacho, hay trabajo que hacer.
El enrome orco se sorprendió de ver al viejo Filo Ardiente decidido a acompañarles. Pero no sería él quien se lo impediría, se trataba de su nieto, de su sangre y nadie, ni siquiera los Renegados o su Reina Alma en Pena conseguirían apartarle de él. Así fue que Krag le tendió un brazo a Saburo y juntos, caminando, fueron a la armería. Una vez allí, Krag se despidió y fue a preparar los lobos, por su parte Saburo tomó sus dos espadas de combate y las enfundó a sus espaldas, cruzadas, tal y como le gustaba a él. Dejó el bastón ahí mismo, no lo iba a necesitar esa noche. Se armó con dos frascos de pirograsa y los ató a su cinturón.
Todo el Colmillo Ardiente bullía de actividad, los orcos corrían a equiparse, a preparar sus monturas. No había orco que no deseara darle su merecido a aquellos que habían osado llevarse al jefe, a profanar su honor. En unos instantes de actividad frenética, una partida de guerra esperaba a las puertas las órdenes de Brotgar. Todos habían montado sus lobos y Saburo no era la excepción, pues iba acompañado de Kagemusha, su querida y algo vieja loba, compañera de tantas batallas, penas y glorias. El viejo orco acariciaba el pelaje del animal mientras aguardaba, paciente y tenso.
-¡A por los Renegados! ¡Conmigo, Quemasendas! ¡Por el honor!
Los orcos espolearon al unísono sus monturas y los lobos, rugiendo, emergieron de la puerta norte cargando hacia las anchas llanuras nevadas del Valle de Alterac. Las hachas largo tiempo silenciadas ahora se alzaban cortando el aire, emitiendo un sonido agudo, amenazante. La respiración de los lobos era profunda y las miradas de orcos y bestias estaban cargadas de furia y determinación. Como su rango indicaba, Brotgar iba en cabeza, pero a su lado, cabalgando, guiándose por su propia loba, se hallaba Saburo, decidido a proporcionar ira y justicia.
El camino fue largo, las horas de marcha fueron arduas. No hubo descansos, no hubo treguas, los orcos avanzaron por los níveos paisajes como la lava en la nieve, fundiéndola a su paso. Podía ser que los no-muertos no se agotaran, pero nunca tendrían la determinación ni el corazón del jinete y su montura, del lobo y su compañero. Así fue que tras toda una jornada de viaje, los orcos divisaron una columna de Renegados a lo lejos. Tras inspeccionar sus tropas se llegó a la conclusión de que Kurgan no estaba entre ellos, sin embargo, esos no-muertos eran los mismos que habían acudido a las puertas del Colmillo Ardiente, debían hacer algo. Para evitar un flanqueo o trampa, Brotgar envió a los más jóvenes de vuelta al Colmillo Ardiente para que ayudaran con la evacuación, allí deberían esperarles. Aceptaron a regañadientes.
Brotgar se adelantó y formó una línea de carga con todos los lobos y sus jinetes. Los orcos formaron prestos y desenfundaron sus armas, los nervios estaban a flor de piel, pues el acto que se iba a cometer condicionaría su existencia a partir de ese mismo momento. El Gran Asaltante ocupó su puesto en el centro de la formación de jinetes, aguardó y finalmente, espoleó su montura con rabia. Los demás jinetes, incluido Saburo, cargaron de frente bajo el sol mortecino de la tarde, a través de los gélidos vientos de las altas montañas.
-¡Por Kurgan, por los Quemasendas y por la verdadera Horda! ¡LOK’TAR OGAR!
Todos los jinetes galopaban con rabia, intentando alcanzar antes que nadie a los no-muertos, en especial a su oficial, el que había humillado al clan y a su jefe, llevándoselo. El impacto entre los dos contingentes fue brutal, sin florituras. Los orcos emplacados cargaron de frente, llevándose por delante a algunos Renegados que no pudieron resistir la fuerza del embate Quemasendas. Allá luchaba Agronak, el mok’gashal de Kurgan, fiero, determinado y silencioso, metódico, casi fanático. Más allá Gulgarok, el recién incorporado Roca Negra, combatiendo fieramente contra la no-muerte. Por su parte, Saburo, en su carga a través de la nieve, desenfundó ambas espadas, las bañó en pirograsa y las hizo chocar al aire, causando que estas fueran rodeadas por llamas, haciendo honor así a la vieja tradición Filo Ardiente. Saltó de Kagemusha y rodó por el suelo hasta clavar ambas hojas ardientes en el corazón y cabeza del Renegado más próximo.
-¡Por la Dama Oscura! ¡Muerte a los traidores! - Gritaban ellos.
La lucha se intensificó. Las hachas cortaban miembros, las mazas aplastaban cráneos, las espadas trinchaban a sus contrincantes. No hubo gloria alguna en esa batalla, pero era una que debía librarse, una que debía ganarse. Finalmente tan solo quedó consciente el líder de aquellos no-muertos, estaba tendido en el suelo, carente de fuerza para levantarse de vuelta. Pese a que los orcos habían recibido numerosas heridas, todos permanecían de pie, observando al restante no-muerto. Al ser preguntado por el paradero de Kurgan rió, escupió icor verdoso por su boca podrida y sonrió. El jefe se encontraba ya lejos, a lomos de un murciélago rumbo sur. No podrían alcanzarle, no ese día.
-Moriréis todos, Quemasendas. Mañana al alba, catapultas de añublo asolarán vuestro querido poblado. ¿Seréis capaces de evacuar a todos antes de que eso ocurra…?
Los Quemasendas despedazaron al Renegado, lanzando sus miembros por la ladera de la montaña. No había piedad para los malditos.
Abatidos, sin haber podido liberar a Kurgan, los Quemasendas tomaron la decisión de reagruparse y partir cuanto antes a por su jefe, le debían un rescate. La columna de guerreros partió rumbo sur, de vuelta al Colmillo Ardiente. Una vez llegaron, los orcos que habían quedado atrás les recibieron con preguntas en sus labios, preguntas que no fueron satisfechas, Kurgan no estaba entre ellos. La tristeza empezaba a florecer en las miradas y las posturas de todos los orcos del lugar, sin embargo Brotgar habló de nuevo.
-Nargulg, chamanes, prended fuego al Colmillo Ardiente. Iremos con los demás al poblado Lobo Gélido.
En otras circunstancias habría habido protestas ante tal acto, habría habido gritos de enfado, discusiones e incluso puñetazos. Pero no ese día, todos sabían que si no lo hacían ellos, el poblado quedaría arrasado por la maquinaria de muerte de Sylvanas. No, si el Colmillo Ardiente tenía que perecer, lo haría entre el fuego de los propios Quemasendas.
Fue entonces que se formó una columna que partió del poblado, el último grupo de orcos comandados por Brotgar, los que habían dado muerte a los Renegados. Salieron todos menos Nargulg y sus aprendices, Shokko y Thukarg. Los chamanes, dispuestos a cumplir la voluntad de Brotgar y también de los demás se quedaron atrás.
El Lobo Viejo, Nargulg, se posicionó en medio de ambos orcos y alzó las manos al cielo nocturno, a las estrellas y la luna. Entonces, habló.
-¡Espíritus del Colmillo Ardiente! A vosotros que habéis velado por nosotros, os pedimos humildemente una pesada tarea. Sed los que pongáis el punto final a nuestro hogar, la casa que hemos compartido todos nosotros. Que las llamas del nuevo comienzo sean un símbolo de esperanza y honor.
-Que las llamas del nuevo comienzo sean un símbolo de esperanza y honor.- Repitieron Shokko y Thukarg al unísono tras Nargulg.
Entonces, las llamas de la hoguera central del poblado, aquella donde los Quemasendas solían reunirse y calentarse, donde reían y debatían, creció y se expandió. Sus llamas empezaron a alcanzar cada una de las chozas del poblado, haciendo que todas empezaran a arder, creando una gran masa de fuego visible desde todo Alterac. La señal de la marcha del clan iluminaba el cielo nocturno en las frías montañas.
Al amparo de la oscuridad, lentos y decaídos, caminaban los lobos Quemasendas hacia el poblado de los Lobo Gélido. El último grupo de orcos llegó y se encontró con el poblado organizado por Zashe, la esposa de Kurgan. Su abuelo, Saburo, desmontó y alcanzó a la hembra tan rápido como pudo a pesar del cansancio y las heridas. Se limitó a dale un apretón, no tenía palabras. Brotgar se encargaría de informarla debidamente. El anciano Filo Ardiente se sentó junto al primer fuego que se encontró, cansado, muy cansado y reposó. Los demás orcos hicieron lo propio para reponer fuerzas.
Largos instantes debatieron Zashe y Brotgar, aunque finalmente llegaron a una decisión. La esposa de Kurgan se adelantó y se presentó ante los demás. Su vientre era ya grande, señal de que su cachorro se aproximaba.
-Yo conduciré a nuestra gente a través del Portal Oscuro. Ante la situación en la que nos encontramos, ningún lugar de Reinos del Este es segura para nosotros. Al norte nos perseguirán los Renegados y al sur hay la Alianza. Yo guiaré a los nuestros por senderos ocultos, senderos que los Lobo Gélido conocen bien, pues los usaron timpo atrás en su exilio para alcanzar estas montañas. Ahora, seremos nosotros los que marcharemos por ese mismo sendero, iremos a donde empezó todo, a los restos de Draenor. Las gentes de Garadar trataron bien a los nuestros en el pasado, esperemos que lo hagan de nuevo en el futuro.
Los orcos reunidos miraban a Zashe con gran admiración. La esposa de Kurgan era una orco digna de la confianza del jefe y por ende, de la suya propia.
-Liberad a Kurgan, por los ancestros. Liberadle y cruzad el portal. Si todo va bien, nos veremos de nuevo en las praderas con las que muchos hemos soñado y pocos han visto, Nagrand. Aka’magosh.
Absolutamente todos los orcos se llevaron el puño al corazón e inclinaron sus cabezas. Podía ser que ese día hubieran recibido un tremendo golpe, pero se repondrían, prevalecerían. Y llegado el momento, se vengarían.
Tras la partida de Zashe, empezó una ronda de juramentos frente al fuego. Todos los orcos sin excepción aceptaron llevar la Senda Quemada en su piel. Un gran ritual multitudinario fue llevado a cabo esa noche. Ya no eran un grupo de aliados, ahora eran todos una sola familia, ahora… eran todos Quemasendas. Se juró combatir por Kurgan, por el clan y llegado el momento, por la verdadera Horda. Incluso Saburo, a pesar de su edad, renunció a su anterior clan, el Filo Ardiente para marcar la Senda Quemada en su propio brazo, ahora él también era uno del clan.
Rescatarían a Kurgan siendo Quemasendas, no había lugar para otro pensamiento.
Cuando todos se hubieron retirado a descansar, Saburo ascendió por las rocas del poblado Lobo Gélido y se sentó en dirección al antiguo poblado. La noche era clara, no había nubes y las estrellas iluminaban de forma tenue las anchas planicies del valle central. Allá a lo lejos una columna de humo enorme se alzaba en la noche, el poblado aun ardía hasta sus cimientos. El abuelo de Kurgan no podía ver nada de aquello, pero no le hacía falta, sabía lo que había ante él a la distancia. Ahora era el momento de mantenerse fuerte, de persistir, de seguir y avanzar. No podían dejarse derrotar, no cuando el clan y la mismísima Horda necesitaban su ayuda.
Al amanecer, del poblado no quedaron más que cenizas en la nieve.