Padre decía que cuando creciese sería una gran duquesa.
Las altas colleras de encaje perfilaban el rostro aniñado de pelo rojo que observaba en el espejo. Agnes, mi madre, cepillaba mi cabello con inusitada calma, mientras su voz entonaba una melodía tan antigua como los orígenes mismos de nuestra familia, los Thorne. Debía sentirme orgullosa de mi apellido. Debía mantenerme erguida, hacerle frente a la peor de las tormentas.
Con los años el rostro aniñado que observé una vez se transformaría en la viva imagen del mármol, y madre no estaría ya para desenredar mi cabello, ni para frotar mis hombros con cariño, ni para guarecerme entre sus brazos mientras lloraba amargamente.
La ventana, dividida en cuatro, cuatro cristales, y cada uno de ellos siempre recubierto del polvo en las esquinas más inaccesibles y difíciles de limpiar, por lo que las personas acababan ignorándolas y no se esforzaban en hacer que desapareciesen.
Soportaron primavera, verano, otoño e invierno. Sol, lluvia, viento, granizo, nieve.
El olor a menta siempre inundaba mis fosas nasales mientras observaba los campos de rosas azules a través de aquella barrera translúcida en lo alto de un hogar al que tardé en llamar hogar.
Acostumbrarme a tener dos hermanas que me miraban sin saber muy bien quién era yo, por qué no les hacía tanto caso como quizás pensaron que debiera haberlo hecho. Porque quizás hubiera sido lo acertado.
Y, en retrospectiva, desde que abracé las Sombras jamás me di cuenta en la calma que aquella habitación me proporcionaba. Las sábanas grisáceas, los jarrones de rosas azules y los muebles incrustados en plata.
El suave reflejo del fuego de las velas en el espejo y el olor avainillado que se mezclaba con la menta. Las noches de lectura en el sofá negro de padre y la calma que, irónicamente, me daban las tormentas.
Todo habría sido tan sencillo.
Abrí los ojos, y con mi zurda me quité las lentes, y dejé que cayeran por un acantilado sin fondo. Pronto se perdieron de mi vista cuando el cabello ahora teñido de negro revoloteaba frente a mi rostro por culpa del viento.
Me quité los guantes, y mis ojos, que ahora brillaban con la vileza más absoluta, observaron, nostálgicos, las runas negras que cubrían como una telaraña mi piel, rememorando los días en que la carne me ardía como si sumergiesen en el peor de los ácidos muy lentamente. Luego fue el corsé, y luego el vestido.
Las amplias mangas de seda blanquecina cubrían mis brazos, pero no me protegían del viento. Me quité las botas y la tela que cubría mis piernas. Dejé que todo cayese, como lo hizo mi razón de existir en un mundo en el que mi objetivo vital era difuso. Que mataba por poder, un poder que no usaría para nada después, más que para matar, una y otra vez, sin saciar jamás las ansias que me consumían. Un ciclo eterno del que sabía que no podía escapar ya.
Me quité el collar con el zafiro que adornó mi cuello por tantos años, y sujeté la cadena de plata entre mis dedos. Abrí la joya y observé la fotografía de mis padres, de mis hermanas y de mi.
Tardé poco en darme cuenta de que era un tiempo ya tan lejano que no podría ni palparlo con las yemas de mis dedos, y me castigué por sentir una honda pena en mi pecho, por sentir mis ojos arder por las lágrimas que pronto nublaron mi vista.
Todo llegaba a su fin. Las nubes grises se despejaban y daban paso al cálido sol. El cigarrillo se apagaba, y los llantos siempre cesaban. Las lágrimas recorrieron mi rostro mientras sentía un rayo de sol acariciar mi faz.
Una lágrima se alzó hacia los cielos, y todo pareció ralentizarse. Los rayos de sol se filtraron a través de la pequeña gota, formando un haz de luz que me recordó a aquella mañana de verano cuando visitamos los jardines el oro, o así los había llamado mi hermana. Tan bonitos, tan relucientes… acogedores.
Y mientras sentía el aire envolviéndome en una caída infinita, sonreí.
En memoria de Leah Thorne, mi primer personaje de rol, durante seis largos años.
Hasta siempre.