Nada más cruzar el portal la elfa elevó la mano izquierda hasta su hombro derecho y con un giro de muñeca, rápido y preciso, apartó una mota de polvo. Erguida en toda su altura avanzó por el pasillo en silencio, apenas mostrando un atisbo de sonrisa al recordar aquellos tapices y aquellas estanterías que decoraban la sala de portales de la Torre de Magos de Ventormenta.
Tampoco había cambiado el aire de la ciudad, el cual inspiró lenta y profundamente para luego liberarlo en un suspiro satisfecho que permitió aflorar, ahora sí, una amplia sonrisa. El aroma de la hierba recién cortada y la tierra mojada del barrio de magos le resultaba más hogareño de lo que jamás admitiría en voz alta. El familiar ajetreo de los transeúntes no se había alterado como tampoco lo había hecho la costumbre de algunos profesores de magia de dar clase al aire libre, sentados sobre la alfombra verde a los pies de la torre.
Después de tantos años alejada y embarcada en sus propias búsquedas, volver a aquella ciudad la llenaba de sentimientos encontrados. Habían pasado guerras y catástrofes terribles, muchos habían muerto, había dicho adiós a otros y no pocos habían vuelto cambiados… No sabía si encontraría a alguien de los que conoció y, si lo hacía, cómo serían ahora o si querrían verla. Estas preocupaciones atenazaban especialmente su corazón para aquellos cuyas razas contaban con escasa longevidad. En su experiencia había visto lo rápido que cambiaban de parecer en comparación con ella misma o su gente, tanto para lo bueno como para lo malo.
Una sensación extraña la invadió en aquél instante, ¿Vértigo? No, no era vértigo, aunque la sensación de incomodidad de su estómago estaba ahí, acompañando unl pulso ligeramente acelerado y una inquietud que la acechaba.
Nervios.
Eran nervios.
Ella nerviosa…
Casi estalló en carcajadas.
Hacía tanto que no se sentía así que casi había olvidado esa sensación, a la vez tan querida como despreciada. Cerró los ojos plateados y permitió que los nervios la inundaran durante unos segundos, dejándolos pasar de largo con cada respiración. Para cuando abrió los ojos de nuevo, los nervios habían desaparecido y sólo quedaba la determinación que la había traído de vuelta. Una vuelta que no sabía cuanto tiempo duraría, unos días, unas semanas o quizás años.
Bajó la rampa de la torre y alcanzó la hierba. Ailil saludó a la ciudad y al despejado cielo diurno que la cubría.
Tenía mucho que hacer aquél día y todos los que le iban a seguir.