(Por favor, empezad a leer cuando suenen los violines para más inmersión)
— Avancen —. Uno, dos, tres y cuatro pares de pies se adelantaron con gracia en dirección al balcón del patio. Al unísono, después, dieron un golpe de tacón contra el suelo de piedra gris.— Tres y arriba —. El hombre peinó la punta de su bigote con su zurda enguantada en lino blanco. Entonces los brazos de los danzarines se alzaron y se reverenciaron en un sutil gesto que precedió a las tres vueltas que dieron sobre sí mismos. Las faldas rojas giraron y sesgaron el aire. El frufrú del terciopelo susurró entre los violines y la madera de las suelas de los zapatos marcó el fin de un compás justo después de un pequeño salto.
La danza continuó bajo los ojos rojizos del maestro que aunque severo, no podía ocultar las sonrisas que se esbozaban en su rostro cuando todo era tan delicioso, tan excelso, sin errores. Pulcro, perfecto.
Los finos dedos de la dama se alzaron con suavidad en el aire, pálidos como el alba invernal. Sus muñecas giraron mientras sus labios de color carmín se entreabrían. Su cabellera de rizos escarlata creaba lenguas de fuego en aquella danza.
Cada vez que giraba, cada vez que su cabello se alzaba. Cuando sus manos se doblaban de manera sutil y sus brazos se flexionaban precediendo al siguiente paso. Cuando el lino del puño de su camisa se agitaba ante sus movimientos y el encaje de sus brazos se deslizaba hacia atrás ante la presión de un amplio movimiento. Aquello era todo lo que ansiaba ver en su corte. Damas perfectas y mortíferas, de una belleza inigualable y una fuerza en su mirada como la que aquella joven mostraría muy pronto.
Sus ojos del color de la miel despedían asfixia y adrenalina. Estaban atrapados en la música y en la pasión, deseosos de llegar más allá y de deshacerse de todo amarre que les impidiese. Emerit iba a estallar. Lo sentía. Los violines chirriaron durante un instante en el que un quinto danzarín se unió a la danza.
Entonces la joven dio varias vueltas sobre su propio eje mientras los otros cuatro se cuadraban a su alrededor y realizaban pequeños movimientos que realzaban su figura. Ella cerró sus ojos y bajó su mirada tan solo unos instantes.
Unos instantes que para ella resultaron eternos en su mente. Su garganta se cerraba, su corazón latía con fuerza y sus ojos ardían en deseo de llorar. De llorar con rabia y felicidad, de sentir que su cuerpo se lo pedía. Sus rizos rojos cayeron tras su espalda cuando, de manera súbita, alzó su zurda hacia el cielo, estirando su cuerpo y posándose sobre sus puntillas.
Una llamarada emergió de entre sus dedos y se alzó en el aire, creando una bella y grácil explosión de fuego rojo.
Los alrededores de la Mansión Thersea eran tranquilos casi siempre. El otoño que perpetuaban los tonos pardos y anaranjados de la vegetación en aquel lugar susurraba promesas de tranquilidad y de misterio. De noches de lectura y tardes de té y pastas.
El viento susurraba sobre antiguos deseos y soplaba a través de los entresijos de hojas y telaraña, que crujían bajo las botas de sus habitantes.
Pero las tardes de verano eran para los festivales de fuego y sangre en aquel lugar en el que la magia no era sino un espectáculo con el que los más pudientes se deleitaban.
Con el que las gráciles formas y látigos de fuego no eran sino un entretenimiento para sus ojos.
La familia Thersea permanecía sentada alrededor del patio, observando a la hija menor danzar al ritmo de los violines y del fuego que pronto inundó el cielo malva de aquel crepúsculo. Los ojos de Emerit brillaban, extasiada ante su propia magia e ignoraban todo lo demás. Las miradas, los gestos, las muecas.
Se sentía liberada. Su magia era hermosa y fuerte. Su fuego consumía el oxígeno del lugar con tanta furia que sus llamas estallaban sobre la alta colina.
Algunos transeúntes de la ciudad alta se pararon a observar aquello, nuevo para todos ellos. Ningún Thersea había, jamás, desatado su poder de tal manera durante una de sus fiestas.
Y entonces la pelirroja extendió los brazos hacia delante y giró varias veces antes de inclinarse y cesar sus movimientos. Su figura ardió y, tras unos instantes, desapareció del escenario.
Los cuatro danzarines continuaron sin ella, anclados al son de los violines y del piano.
El maestro humedeció sus labios que se habían olvidado de cerrarse mientras observaba aquella magnífica demostración de poder de Emerit Thersea. Sus ojos centellearon y, como lo hiciere hace unos segundos la joven, el maestro también desapareció en una neblina roja.
Los invitados, aún sorprendidos por lo que acababa de ocurrir, mantuvieron sus miradas fijas en la danza, en los giros que aún debían de cerrar aquel majestuoso baile.
Las copas llenas de líquido carmesí danzaban entre bandejas de oro blanco por todo el patio, siendo llevadas por los sirvientes de la Casa.
Las garras de los guantes centelleaban, metálicas, ante las luces que aún quedaban en el lugar. De las farolas y las luces del enorme ventanal de la mansión. Todos allí se estaban deleitando no solo con el baile, sino con aquello que ingerían y les daba tanto poder.
La tarde se cerraba y la noche venía. Pronto los ojos rojos y el silencio inundaron aquel patio ante una ciudad ahora durmiente. Ni siquiera la luna mostró su rostro aquella noche, cubriendo sus recuerdos de algo como aquello.
Y, cuando los últimos ojos se abrieron, mostrando su fulgor rojizo, el último violín cesó su melodía.