[Relato] De vivos y muertos

     - Adios, hermano.
     Los hilos de magia arcana se entrecruzaron por encima del ataúd formando una flor de loto. La imagen brilló unos segundos antes de desaparecer. 
Algunas horas más tarde, después de los últimos honores y el banquete en recuerdo de Khan, miré por la ventana de mi habitación. La oscuridad había caído ya, la noche estaba bien entrada, y no era capaz de conciliar el sueño. No era la primera vez que me sucedía después de despedir a alguno de nuestros hermanos; cada nueva pérdida me pesaba más que la anterior.
Las ominosas palabras que la Dama había pronunciado en el funeral no habían sido tanto una profecía como una certeza. Tiempos más sombríos estaban por llegar. No sabía si estaba preparada para ello. En público, le había confirmado mi compromiso y mi lealtad. ¿Cómo no iba a ser leal a quien me lo había dado todo? La Familia que estaba entre los muros de aquella mansión, los conocimientos que poco a poco volvíamos a atesorar. Poder. Y por encima de todo eso, un sentimiento de seguridad que hacía mucho que no había experimentado, quizá desde la Purga de Dalaran.
En privado era cuando los miedos me asaltaban. Había visto morir a demasiados seres queridos sin poder hacer nada por evitarlo. Quel'Thalas, Dalaran, mis hermanos. Debería estar acostumbrada, pero no lo estaba. 
Dejé caer la tupida cortina y la luz de las dos lunas desapareció, dejando la habitación completamente a oscuras. Con una palabra, una diminuta esfera se encendió bañando las paredes en un resplandor plateado. Me estremecí. El fuego de la chimenea se había apagado hacía ya un tiempo y en el cuarto empezaba a notarse el frío del exterior. Alargué la mano hacia un chal de lana que reposaba en el respaldo de la silla. Sin duda hubiera sido más sencillo volver a prender el fuego, pero el suave tejido me reconfortaba de una manera que ni la más voraz de las hoguera podía conseguir.
Mientras entraba en calor, las palabras que Ineron me había dicho en aquellos terribles días tras la caída de Quel'Thalas me volvieron a la cabeza. Lo hacían cuando me despedía para siempre de alguien. “Los funerales no se hacen para los muertos, a ellos no les importan. Se hacen para los vivos, para que los que continuamos aquí podamos recordar a los que ya no están y llevar mejor su pérdida”. No habíamos hecho un funeral para Khan, sino para nosotros. Habíamos recordado su valentía, el carácter noble y amistoso del pandaren. Una sonrisa triste se dibujo en mis labios. Habíamos recordado incluso las bolitas de carne que siempre tenía a mano y ofrecía a aquel que las quisiera. Las lágrimas habían rodado por mis mejillas mientras las volvía a comer en el banquete después del entierro. Qué buenas estaban las bolitas de carne.
Acaricié el chal, enredando los dedos en los flecos que decoraban el borde de la prenda. Aquella sencilla pieza de tela también estaba ligada con otra pérdida, posiblemente la más dolorosa para mí. Había sido un regalo de Ineron Verosol para sustituir el que había perdido en el caos y la destrucción que se adueñaron de Lunargenta después del ataque de la Plaga. Era una simple pieza de lana verde oscura bordada con hilo dorado. Hojas y pájaros recorrían la superficie, recordando los bosques de Quel'Thalas. Para mí, el valor de la prenda no estaba en sus materiales, sino en lo que representaba. 

(Lunargenta, muchos años antes)
Meline me observaba divertida. Lo cierto es que mi cara debía reflejar el más absoluto embeleso y no estaba haciendo ningún esfuerzo por disimularlo. No podía. Era la primera vez que recorría las calles de Lunargenta y estaba maravillada por todo lo que veía. Las altas espiras de las torres que parecían querer abrazar el cielo, las arcadas gráciles como encaje, la magia vibrando en el aire.
Estaba acostumbrada a todos estos elementos. Al fin y al cabo, había nacido y crecido en Dalaran, me estaba formando como maga, al igual que mis padres, pero Quel'Thalas era la patria de los quel'dorei, mis raíces estaban allí, entre esas calles resplandecientes y sus bosques dorados. 
- Cierra la boca -me pinchó con un dedo en el costado y una mueca burlona-. Cualquiera diría que no has visto nunca una ciudad -se alejó unos pasos de mí, la brillante melena rubia balanceándose en contraste con el uniforme de cuero de los reclutas de los Forestales, ágil y silenciosa en medio del bullicio de la multitud que llenaba la plaza del Bazar. 
Seguí a mi hermana hasta uno de los puestos ambulantes. La tejedora mostraba un amplio surtido de telas en largas bobinas y prendas ya confeccionadas. Meline rebuscó un poco en varios ganchos de los que colgaban chales de lana en diferentes colores hasta que sacó uno verde. Con el desparpajo que la había caracterizado desde pequeña, me lo colocó en torno a los hombros y acomodó los mechones pelirrojos de mi cabellos para ver el contraste. 
    - Perfecto -sin dejarme opinar, se volvió y pagó la prenda a la vendedora. Pasé los dedos por el suave tejido y los bordados dorados. Era precioso, con los pájaros revoloteando entre las hojas.
Continuamos caminando, curioseando en los puestos y tiendas, disfrutando de los pocos días que teníamos para estar juntas antes de que yo tuviera que volver a Dalaran para continuar mi formación.

“Los funerales no se hacen para los muertos”. 
Años después de aquella primera visita a Lunargenta el mundo cambió por completo para nosotros. Habíamos dejado de ser quel'dorei, Quel'Thalas había sido arrasada. Los muertos se contaban por miles, Meline y mis padres entre ellos. La confusión y el dolor llenan los recuerdos que tengo de ese tiempo, la agonía por la desaparición de la Fuente del Sol. En medio de aquel caos, un sacerdote llamado Ineron Verosol me acogió y me ayudó a no perderme a mí misma. De las largas conversaciones que mantuvimos recordando los momentos felices junto a nuestros seres queridos había extraído la idea de regalarme el chal que ahora me arropaba. 
No era aquel que Meline había comprado para mí, pero no importaba. Tampoco había importado que las bolitas de carne que habíamos comido no las hubiera hecho Khan. Era reconfortante aferrarse a aquellos pequeños objetos para recordar a nuestros seres queridos, para aliviar en parte el miedo y el dolor que nos producía su pérdida, al igual que hacíamos en un funeral después de su muerte. 
Aún rodeada por la cálida lana verde me recosté en la cama y murmuré una palabra para apagar la esfera luminosa. Cerré los ojos, mis pensamientos de nuevo en la mañana que recorrí Lunargenta por primera vez.  
“Se hacen para los vivos, para que los que continuamos aquí podamos recordar a los que ya no están y llevar mejor su pérdida”.
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