[Relato] Denoroth: Memorias de un Rompehechizos

CAPÍTULO I

Hace 5 años **

En la vigilia de la noche, el elfo se sentó en un monte elevado de Los Baldíos, afectado. Viendo la tierra herida por la mitad. Escuchaba los clamores y el llanto de los habitantes del cruce a un par de millas. Era tal la desolación, que el viento solo arrastraba susurros de augurios sombríos. Sacó de su zurrón una especie de libro con tapas de cuero con las hojas gastadas, amarillentas, y un frasco de tinta negra. Era costumbre para él verter en esas hojas vacías sus pensamientos. Mojó la punta de la pluma en la tinta y comenzó a escribir:

“¿Qué aciago destino me espera? después de todo, ¿acaso nuestras vidas significan algo? He visto la desolación y vuelvo a verla. Esta vez no es la plaga, pero se asemeja a la que mi tierra, Quel’thalas, tan hermosa como fue, terminó siendo devorada por el azote del Exánime y su -por entonces- esbirro, Arthas.

Toda mi vida que logro recordar hasta el momento ha sido un pasado incierto, desde que desperté del campamento tras la caída de nuestra ciudad. Desde entonces, he sido un Sin’dorei errante, desterrándome a mí mismo de mi propia tierra.

Había aprendido el arte de forjar las armas y armaduras élficas. Para mi asombro, no olvidé mis reflejos como antiguo miembro de la guardia real. O al menos, así me reconocían. Un Capitán, Capitán Denoroth Annor’Othar. El rango sonaba bien, pero, ¿soy esa persona? Había olvidado todo cuanto había sido. Mi memoria solo alcanza a recordar lo que he vivido pocos meses después del asedio de la plaga, apenas acordándome cual era mi nombre, sin reconocer ningún rostro de quienes me observaban después de despertar. Había recibido un fuerte golpe en la cabeza. Sólo me contaron que luché tanto como mis fuerzas me permitían, dirigiendo parte de la guardia hasta mi último aliento. Pero… ¿eso era lo que querían que creyese? ¿realmente luché?

Sabía que Quel’thalas era mi pueblo, sabía dónde pertenecía y conocí la sed de magia, y, aun así, en ese periodo donde se nos privó de la Fuente del Sol y nos abastecimos de aquellos cristales malditos, sentía un poderoso vacío que cada día iba creciendo a pasos agigantados. No tenía memoria, por lo tanto, no tenía conciencia. Pero algo en mí sentía que no era el momento de sentir paz. Podía no ser visto, arrebatar la vida a mi víctima sin que esta emita ni un gemido de dolor y tener una muerte limpia y sin sufrimiento. He usado mis habilidades de guerrero como un sicario, que afortunadamente, he sido bien remunerado por cada encargo que he realizado con éxito. Dejé atrás esas palabras que tanto alardeaban mis desconocidos camaradas de la guardia: Honor.

Me ha insensibilizado tanto la sangre, que decidí desaparecer del todo. Ese capitán que un día dicen que fui, murió, y su pasado, murió con él.

No he renunciado a los placeres de la vida: atravesar a mi enemigo con mi fiel espada, gozar de un buen yantar, una buena jarra de bourbon y terminar el día perdiéndome entre los muslos de una hermosa mujer, mi debilidad y mi perdición. Criaturas que, con sus artes, son capaces de embriagar tus sentidos y traicionarte. Aprendí a saber jugar y no apostar por el amor.

Solo en mi espada confío y la muerte no temo. La he visto de cerca tantas veces, que la saludo con la mano mientras paso de largo. Pero mi camino se tercia después de ver lo que ven mis ojos, de ver que no siempre puedes burlar a la muerte y sonreírla, después… de ver tantas muertes, de escuchar tanto clamor y dolor resurgido de las mismas entrañas de la tierra con sus siniestras alas.

He conocido a alguien, una bella mujer con atavíos blancos como el nácar y un extraño tabardo parecido al Kirin’tor. Sus cabellos plateados, su piel pálida y delicada. Con esa mirada dulce y misteriosa me reveló un destino inesperado, un futuro igual de incierto que mi pasado. Consiguió despertar mi intriga y decidí seguirla. Dice que algún día mi mente conocerá lo que no consigue ver la luz, ¿qué soy? ¿por qué estoy aquí? Espero saberlo.

Esto, es solo el comienzo…”

** (nota: han pasado 9 años largos en realidad desde que lo roleé y escribí en el lanzamiento de Cataclysm, pero por Lore, tengo que poner 5)

CAPÍTULO II

La ciudad de Orgrimmar le pareció un buen lugar para negociar, pasar la noche en una posada fumando pipa de la mejor cosecha de Mulgore y embarcar en el primer zepelín hacia Grom’gol. No se acostumbraba al nuevo cambio de la ciudad, incluso la gente parecía vivir más deprisa. Jamás había visto Orgrimmar tan abarrotada.

Denoroth comerciaba y compraba lo que necesitaba, a pesar de que ya era medianoche avanzada, la ciudad no dormía. Encontró una elfa muy ligera de ropa. Por la forma en que daba explicaciones a un conocido suyo, era capaz de prostituirse con el fin de ganarse unas monedas de oro.

“Tentador, pero demasiado fácil para mi gusto” se dijo para sí.

La sugirió vestirse, ya que pareció haberla ofendido su amigo por llamarla ante la evidencia que mostraba. La muchacha mandó no solo al cuerno a su compañero, sino también a todos los que la rodeaban. Denoroth llegó a concluir ante la extraña situación surrealista, en que algunos les había afectado tanto el cataclismo que ya rozaban la demencia. La confirmación de su teoría llegó cuando de repente, al entrar en la casa de empeños para subastar unos objetos que poseía de valor, un trol estuvo dispuesto a desafiarle sin más. En respuesta, cual cortesía del más excelso y refinado noble (poco apropiado en él, a menos que la ocasión lo requiera), con cinismo léxico y un tilde de sarcasmo, ante todo por la… poca comprensión de su interlocutor hacia determinadas expresiones y sin esperar a que lo entendiera, se despidió con el placer de no conocerle. La cara del trol tras escucharlo, era un verdadero poema.

Cansado, entró en la Taberna, se despojó de su armadura pesada, dejó la espada encima de la hamaca y la desenfundó para limpiar la sangre seca de algunos recovecos del filo. Pasó el trapo con cuidado, se detuvo ante la inscripción grabada en la hoja, cerca de la empuñadura:

“La luz guía a los de corazón humilde y espíritu apacible”

Giró la hoja lentamente, donde en el reverso, había otro grabado:

“Valor y honor para la Dinastía Annor’Othar”

Entrecerró los ojos algo incómodo, y enfundó de nuevo la espada. Sacó su diario y su pipa de la alforja, donde mezcló en el calibre la hierba con polvos arcanos. Decidido, se dirigió a la torre de la entrada de la ciudad, donde el bullicio apenas se oía y la soledad era buena compañera. Encendió su pipa tomando una calada y procedió a escribir:

“Se lo que fui, pero no lo lamento. Al menos, no lamento haber abandonado la guardia. Tal vez sea una especie de ángel caído con alas negras, más aún cuando esa sensación de vacío no logras quitártelo jamás. La única conclusión que tengo, es que deshonré mi linaje, aunque aún no sé cómo. Quizás algún día mis errores se paguen.

Vuelvo a Grom’gol como antaño, aunque esta vez sin mis compañeros nativos. Todos perecieron en la avanzada de Zoram, cuando el horror barrió la costa con sus ardientes alas. Será la primera vez que no cobre por mis servicios, ¿será que me estoy ablandando? ¿O quizás las palabras de aquella maga han hecho mella en mí?”

En el cuello del guerrero colgaba un medallón que la elfa creó mágicamente delante de sus ojos. Sujetó el colgante y lo miró fijamente: Era un medallón circular con el relieve y el símbolo de un ojo áureo en filigrana dorada. El fondo, era de color púrpura, y el iris, era como una gema preciosa, parecida a la de un rubí.

Su mirada desprendía una incertidumbre, frunció levemente el cejo.

¿Qué quieres de mí? —murmuró pensativo e intrigado en voz alta, mientras escudriñaba el ojo. Esperaba tal vez alguna reacción, quizás una señal, pero, el inerte colgante no respondió. Suspiró decepcionado y molesto por imaginar siquiera tal estupidez. ¿Un milagro quizás? ¿La respuesta a todas sus inquietudes? Echó a un lado tal pensamiento y decidió volver a la taberna, pero al hacerlo, la contaminación acústica era insoportable. Su alivio llegó cuando la tabernera cerró la robusta puerta y hubo silencio. Un silencio relativo, aún el ruido se oía de lejos.

Se tiró en la hamaca, se acomodó posando su mano izquierda en la nuca y con la otra jugueteando con el colgante. Con la mirada perdida en el techo, pensaba en su próximo viaje. La luz tenue del brasero y el pequeño balanceo le invitaban poco a poco a un sueño conciliador quedando profundamente dormido. En ese instante, el iris del ojo del colgante brilló.

CAPÍTULO III

La pesadilla cubrió sus sueños más profundos. Se despertó con un acto reflejo de coger su espada dispuesto a defenderse, jadeante y empapado en sudor. El terror y la confusión se reflejaba en su rostro. Dejó el arma en el suelo, llenó una palangana de agua y lavó su cara varias veces para espabilarse. Debía escribir lo que vio:

“Odio soñar. Desde que tengo memoria, no he hecho más que tener sueños extraños, pero tal vez dentro de mis sueños exista algún ápice de mi pasado. Ojalá no sea así:

En mis sueños veo a la majestuosa Lunargenta en toda su gloria. Yo… un Capitán del escuadrón de los Rompehechizos. Parecía un hombre orgulloso. De repente la imagen cambió a otra. Una cama cubierta con cortinas de fina gasa. Dos cuerpos unidos, desnudos. Contemplé la escena viéndome encima de una dama de piel suave como la seda. Me era familiar su aroma, dulce y embriagadora, el tacto de su piel, sus besos, su pelo… negro como la noche. Unos ojos almendrados tan azules como el mar, mirándome.

Los ojos más hermosos que he visto nunca. Sin ese fulgor mágico. Sentía como si la amara y hubiera pasado casi toda una vida junto a ella.

Mi subconsciente jugó conmigo y me sumió a otra imagen aterradora, viendo una sombra oscura. Me arrebataba todo lo que parecía amar. Me vi expulsado de la ciudad, con grilletes mágicos y acompañado de unos guardias. Ya no era esa persona importante, si no un criminal. Desterrado… ¿Por qué? ¿qué crimen cometí? ¿Es real lo que he soñado o tan solo una señal? ¿qué significan mis sueños? ¿qué clase de persona fui?”

Dejó de escribir tratando de serenarse, su angustia no disminuyó. Había amanecido, era un buen momento para marcharse, no tardaría el Zepelín llevarlo hacia su próximo destino.

La bruma se extendía en el ancho mar. El Capitán confió en que verían las luces de la torre de embarcación de Grom’gol. Eran las primeras horas del alba, la humedad de la selva se notaba, y solo cerca del mediodía la niebla se disipaba. Denoroth pensó que no era bueno adentrarse en el corazón de Tuercespina por la poca visibilidad, así que, aprovechó para meter algo sólido en el estómago y hablar con los habitantes del poblado. Algunos conocían al elfo, sobre todo los familiares de sus antiguos compañeros de batalla; orcos nativos de los que compartió al principio escepticismos, pero después de pelear por mantener en pie el poblado de algunos ataques furtivos de la Alianza y salvar vidas de civiles, miraron al elfo con más respeto y camaradería.

Apenas reconocía la selva, todo había cambiado demasiado por los movimientos sísmicos. Desorientado, buscó a los trols paganos de las ruinas con un particular compañero del cual lo llamaba “Kim’jael” , una prole de raptor. Lo encontró en un nido donde había un montón de huevos del cual su misión era acabar con ellos. Para su sorpresa el huevo había eclosionado antes de llegar por la parte donde estaba y lo primero que vio fue al elfo. Al creer que ya había terminado con ellos se dispuso a marcharse, por cada paso que hacía, sintió que algo lo seguía, cuando se giró para dar muerte a su persecutor, bajó la mirada y vio al pequeño. Al apuntarlo con la espada, lo miró fijamente, pero supuso que esos ojos y esos dientes afilados como agujas le enternecieron, así, que permitió que se uniera.

Era asombrosamente listo y aprendía deprisa. Tenía el olfato igual de fino que un sabueso, y para ser un pequeño no más grande que un conejo, devoraba un murloc en cuestión de segundos, parecía un pozo sin fondo. No podía quedarse con él, así que, un trol que pareció caer bien a al pequeño raptor, decidió cuidar de él. El lugar donde le destinaban era demasiado peligroso para traerlo.
Sus misiones le conducían al norte de los Reinos del Este, concretamente en Andorhal. El viaje había sido largo y no estaba solo por lo que vio, puesto que a varios más, y de la “nueva horda” como lo llamaba él, habían sido convocados. Al llegar el ocaso, después de inspeccionar la tierra, sacó su diario en un lugar seguro:

“Estas tierras poco a poco se han ido sanando y la plaga se ha reducido bastante. Esta vez he ido en calidad de mercenario y no como voluntario, mi bolsa de oro está empezando a perder peso. La Cruzada Argenta estaban haciendo un buen trabajo. Lo asombroso de todo, es que el Circulo Cenarion hicieron este milagro, están devolviendo la vida lo que parecía muerto y marchito. Y los animales ya no tenían restos de la maldita peste, al menos la mayoría de ellos, aún quedaba mucho por hacer. Este paraje me hace recordar… sí… hace tiempo estuve aquí: La antigua Lordaeron, la Alianza, los pueblos cercanos a aquella ciudad majestuosa. Son solo imágenes difuminadas en mi cabeza, no logro recordar cosas concretas, hechos que he vivido claramente. A pesar de haberme prometido en alguna ocasión enterrar mi pasado, no puedo. Algo en mi interior me destierra y me condena, mi pregunta es por qué. Llevo arrastrando este sentimiento siete largos años.

Si por alguna razón encontrara la verdad… espero estar preparado.”

Cerró el libro y suspiró inquieto. Se levantó dispuesto a cumplir todas las misiones encomendadas, desde las Tierras del Oeste, hasta el Este, hacia la Capilla de la Luz.

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Hay algunos errores gramaticales y ortográficos, pero en general me ha gustado bastante el relato. Eso sí, te corrijo uno en concreto que me ha llamado poderosamente la atención (ojo, que se me habrán escapado bastantes al leerlo por encima sin fijarme mucho).

“Aciago”.

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Gracias, lo corregiré. :slight_smile:

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CAPÍTULO IV

En la vigilia de la noche de las Tierras de la Peste, resguardado en la Capilla de la Luz, sus sueños volvieron a agitarlo. En sus sueños se hallaba en algún lugar húmedo y lúgubre. Por el continuo goteo y el murmullo del agua tras palpar la fría roca maciza de las escarpadas paredes, intuyó que podría encontrarse en alguna caverna. Le fue difícil avanzar por la poca visibilidad.

A lo lejos, divisaba una luz que iluminaba parte de una de las paredes, apresuró el paso con la posibilidad de encontrar la salida, pero tan solo encontró una recámara misteriosa:

La sala la iluminaban algunos braseros que había alrededor. En las paredes había distintas charcas escalonadas en varios túmulos de distintos tamaños, donde perezosamente, caían gotas desde las estalactitas del techo.

Cogió la antorcha que había en el umbral y se acercó hacia las charcas fascinado, sonriendo de forma involuntaria por tal rareza. No osó tocar nada, pero, al asomarse a una, comenzó a brotar una luz celeste en todas las charcas, se maravilló riendo levemente agradeciendo ese regalo a su vista. Su sonrisa desapareció al ver que no estaba solo cuando se dio la vuelta. Era un individuo bastante alto, no podría identificar qué raza sería puesto que su cuerpo y su rostro estaba completamente cubierto. Palpó su espalda para desenvainar su arma, pero estaba desarmado. No sabía si podía ser amigo o enemigo, así que con prudencia trató de acercarse. El individuo alzó la mano en señal de que no siguiera avanzando, el elfo se detuvo y le miró intrigado, inspirándole cierto respeto. Este bajó la mano y procedió a hablar.

—No temas —dijo con voz grave— no voy a hacerte ningún daño. Te estaba esperando, Denoroth. Bienvenido.

—¿Quién eres y como sabes mi nombre? —preguntó desconfiado.

—La pregunta es la que menos debe importarte. Realiza la pregunta adecuada. —respondió.

El elfo no se esperó tal respuesta. Miró alrededor de reojo echando el último vistazo fugaz en la sala.

—Entonces, ¿qué hago aquí? —preguntó inquieto.

—Esto, representa tu interior, representa tu subconsciente.

—¿Mi subconsciente? —dijo incrédulo dando un paso atrás.

—Durante meses, desde que te escogí, has estado realizándome preguntas. No de la orden, no del motivo de mi elección. Cuestionaste si pudiera ser real, y de serlo… ayudarte a recordar.

—Eres el Oráculo…-intuyó el elfo sorprendido al escucharle.

—Respondí a tu petición—continuó—. La pregunta es… si estás preparado. Habrá cosas que tal vez llegues a recordar, otras…, que puedan flaquearte.

—Estoy preparado…—dijo no muy seguro—. Y en el caso de que no lo estuviera, debo de estarlo.

El Oráculo le invitó a acercarse al túmulo del centro de la sala, donde una estalactita apuntaba sobre ella desde el techo. El goteo era más continuo que las otras charcas. El agua era transparente y no se había iluminado como le había sucedido antes con las anteriores.

—Solo verás hasta donde te permita sin discusión posible. La razón, es no llegar a la locura. La mente no siempre está preparada, aunque el corazón o el coraje lo esté. —le advirtió.

Denoroth asintió aceptando la condición fijando la mirada en el reflejo del agua, viendo su propio rostro tenso. No era el momento de tener miedo. Su expresión cambió a alguien preparado.

—Toca el agua.

El elfo acercó la mano despacio y acarició con la palma la superficie. Empezó a iluminarse con una luz celeste cegadora:

La ciudad de Lordaeron podía distinguirse en la lejanía. Algunos Quel’dorei depositaban confianza en la Alianza del rey Terenas, aunque otros recelaban de la magnitud de su sabiduría. El Rey Anasterian envió a su emisario custodiado con una tropa de soldados y dos de sus generales para una asamblea. Los orcos estaban avanzando, y ambos líderes Gul’dan, un brujo maestro de las magias más oscuras de Azeroth y Orgrimm Martillo Maldito, Jefe de guerra. Poderoso enemigo y conquistador, amenazaban con sitiar los Reinos del Este. Era la primera vez en la que los Quel’dorei iban a reunirse en la ciudad humana para poder reducir a los orcos. El pueblo elfo fue amenazado por la Horda de Orgrimm de avanzar hasta sus tierras, donde los trols Amani habían pactado con esa Horda con tal de liquidarlos.

El carruaje del Emisario cruzaba el puente que atravesaba el río hacia la ciudad. Los generales trotaban con sus caballos en la retaguardia, Denoroth se encontraba detrás de los generales junto con otros cinco soldados más. La inmensidad del lugar poco importaba, su mirada era disciplinada, con la vista enfrente. Estaban cerca del Palacio, la Asamblea era en la Sala del Consejo de Guerra.

Subieron por unas escaleras hacia una especie de primer piso donde cruzaba un patio cuadricular. En ella, había soldados paladines entrenando junto con otros compañeros de armas. Aún faltaban unos minutos antes de que las compuertas se abrieran para iniciar la reunión. Los enanos también asistieron y charlaban junto con otros humanos entre murmuraciones de inquietud y preocupación. Denoroth apartó la vista al frente un instante para ver entrenar a los humanos. Rara vez había visto la luz usada en las armas. Se acercó a la balconada serio e impasible, pero en el fondo parecía intrigado. Detuvo su mirada en una mujer de espaldas con el cabello largo del color del ébano, entrenando con un soldado de infantería (a primera vista). Un humano sin armaduras venía corriendo hacia a ella.

—Seline, es la hora. —la dijo.

La humana asintió y se despidió de su compañero dándole las gracias. La siguió con la mirada, donde la perdió de vista cuando entró en el edificio. De pronto las compuertas se abrieron.

—Mis señores, por favor, entrad, disculpad la demora. En breve, la reunión empezará. —Anunció un humano semi armado con unas armaduras plateadas.

En la gran sala, había una enorme mesa con mapas de todos los continentes de Azeroth. Alrededor de ella, se hallaba el príncipe Arthas, Uther el Iluminado, los generales enanos y elfos discutiendo hacia donde podían contraatacar. Los orcos han podido entrar en el paso de Dun Algaz y el puerto de Menethil estaba amenazado. Algunos comentaban ciertas estrategias de combate, donde supuestamente atacarían los enemigos, iniciando una donde hacerles frente.

En ese instante, Denoroth alzó la vista de los mapas, donde vio el rostro de aquella humana que vio en el Patio de Armas. El color de sus ojos era de azul claro, almendrados. Sus labios, tenían un cierto tono rosado y carnosos y sus rasgos, eran de una belleza que ni el mismo elfo podía describirlo. Fue como si el aire de pronto le faltara durante unos segundos, aunque lo cierto, es que ya no recordaba cómo era respirar. Apartó la vista ofendido. “¿Cómo es posible que una simple humana, sea comparable a la belleza de los Quel’dorei?”. No quiso volver a mirarla, disciplinó a su mente para volver a concentrarse en lo que sería su nueva misión, pero no olvidó su nombre: Seline. Debía detestarla, se sentía profundamente insultado.

Esa imagen poco a poco se iba apagando hasta que solo veía oscuridad. Estaba despertando de aquel sueño. Un sueño que parecía real. Abrió los ojos al sentir el calor de los rayos de sol atravesar la ventana. No despertó como solía ser casi siempre, en mitad de pesadillas confusas y lo extraño, es que había descansado por primera vez en años. Se incorporó sin querer olvidar nada de lo que había soñado, ni siquiera el rostro de aquella mujer humana.

—Seline… —murmuró intrigado su nombre.

Aún tenía retenida en la memoria el sueño que tuvo. Creyó importante ponerlo en sus memorias. Sabía que no era un simple sueño, eran sus recuerdos. Antes de escribir, cogió el colgante atado en su cuello mirando de nuevo ese ojo misterioso grabado. Contempló un destello en el iris, era una señal, y sentía que el Oráculo lo estaba ayudando.

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Denoroth es un personaje tuyo, Idril?

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Sí, así es ^^. Estoy publicando los capítulos que tengo guardados en el blog por aquí. Hace mucho que lo he escrito y quisiera tener un sitio por estos lares.

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Me han gustado bastante los relatos, muy chulo el personaje.

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Gracias, iré publicando el resto de capítulos. ^^

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Capítulo V

Se levantó y rebuscó en su alforja su diario, apurado. Lo tenía todo claro en su mente, no quería que desapareciera ese torrente de recuerdos, tenía que plasmarlos en esas hojas que por tanto tiempo le acompañaron. Necesitaba fumar de su pipa, debía calmar un poco la ansiedad. Preparó el calibre de hierba, la encendió y dio una fuerte calada; expulsó el humo lentamente con gran alivio. Mojó después la pluma y comenzó a escribir en la contigua hoja en blanco:

“Ahora mis sueños dejaron de ser borrosos y confusos mezclado con el temor, y vagos recuerdos que mi subconsciente no dejaba ver. El Oráculo solo me concedió un rasgo de mi pasado, pero mi mente completó el rompecabezas restante, es en este momento cuando todo parecía tener más claridad:

Había olvidado por completo toda mi vida feliz junto a ella. Seline… sí, la recuerdo, mi amada Seline. Recuerdo aquel día cuando la vi por primera vez, el sentimiento que me produjo ver su belleza, una humana, un ser que creía débil, como toda su congénere, por su corta esperanza de vida.

Aquella asamblea terminó antes de lo esperado. Había recibido las órdenes de que mi escuadrón y yo partiéramos al alba con el general Garithos, del cual no me inspiraba ninguna confianza, en sus ojos podía leer prejuicio.

Quise quedarme cuando todos se despidieron en aquel balcón, por si veía de nuevo a la infantería entrenarse. Sentía curiosidad la forma en cómo mantenían la fe en su arma y como brillaban por aquella Luz que tanto se oía en Lordaeron. Su espíritu de lucha no les inspiraba temor alguno. Volví a ver a aquella mujer de nuevo, apreté la baranda con mis manos, sentía un profundo rechazo por ella, vi cómo también hechizaba con esa luz su maza, una paladín como su contrincante. Bajé a verlo más de cerca, pero creo que fue un arrebato de querer desafiarla, derrotarla y demostrarme que podía arrebatar esa belleza insultante no digna de un humano. Fui directa a ella, todos me miraban:

—¡Eh! —la dije, estando ella de espaldas en mitad de sus entrenamientos. Qué idiota fui, no sabía cómo llamar su atención. Seline se dio la vuelta y me miró directamente a los ojos, recuerdo cómo se me heló la sangre por aquella mirada, pero reaccioné al momento.

—¿Sí? —contestó, pero no le agradó como me dirigí a ella. Estoy completamente seguro, que lo primero que se le pasó por la cabeza era “¿quién será este cretino?” y no era para menos. Por el Sol Eterno… no sé qué se me pasó por la cabeza, solo sé que desenvainé mi espada y me posicioné para enfrentarme a ella sin decirle nada más que eso.

—Je… ¿quieres intentarlo? —me propuso, sorprendida.

—Veamos como lo haces. —la contesté, desafiante.

Pareció satisfacerla que un reto nuevo se le presente. Aferró su maza y antes de que invocara nada, cargué a ella con toda mi furia. Cruzamos las armas, nos miramos directamente a los ojos mucho más de cerca, nos separamos y batimos en duelo con un sin fin de ataques, esquivando, parando, contraatacando. Era muy buena luchando, tanto que me costaba en ocasiones centrarme, no sé si era por sus golpes de maza que a duras penas paraba con un mandoble, o porque quería verla esos ojos inyectados en mí, viéndome como un enemigo, apretar los dientes para cruzar su maza contra mi espada. Para mi sorpresa, la Luz me dañaba, por no decir sus golpes de maza contra mis costillas. Era poderosa, tanto que me venció. Sentí la humillación en primera persona, ¡vencido por una mujer humana! Me decía a mí mismo tirado al suelo escupiendo sangre. Recuerdo cómo se río de mí.

—No ha estado mal, elfo, nada mal. Pero me temo que has tenido exceso de confianza y has ido bastante lento. -ladeó después su cabeza mirándome curiosa. — Oí tu nombre cuando te dieron las órdenes, Capitán Annor’Othar, ¿no es así?

No le respondí, tan solo sé que pudo leer mi odio en mi mirada, respiraba muy fuerte, resentido y humillado. Le pareció una desconsideración que no le contestara y la infundí recelo contra mi raza.

—Ten mucho cuidado, Capitán. No estáis en Quel’thalas precisamente. —me dijo con amenaza. Me acercó con su bota mi espada y se marchó.

Tenía razón, me confié demasiado en el duelo. Creí que mis entrenamientos como Rompehechizos no me supondría ninguna dificultad resistir esa Luz; aunque solo quería alimentar mi odio y repudio. Tanto fue así… que su luz brillaba contra mí y no importaba. Codicié esa luz, creí que, si la tenía, podía vencer ese sentimiento, podía vencerla y verla como un ser inferior, humillarla como ella hizo conmigo. Quise hablar con un maestro paladín, la forma en cómo le hablé, casi exigiéndole que me enseñara a manejar esa luz era irrespetuoso, más para aquel humano que estaba teniendo gran paciencia a pesar de saber que le estaba ofendiendo. Pero el maestro me dijo con una considerable calma y rectitud que la Luz no se exigía, había que depositar fe en ella y que ella te acepte para que pueda fluir en uno mismo. Ser fiel pasara lo que pasara. Vio que mi interés por la Luz no era sino para usarla de forma egoísta así que concluyó diciéndome:

-Si esperas que la Luz bañe tu espada, olvídate de ello. Tú no estás preparado para comprenderla. Tu corazón no es humilde ni tampoco dispuesto, tu comprensión no alcanzaría siquiera creer en ella.

Me desconcertó, estaba obsesionado, a pesar de mi indignación con el Paladín. Tenía razón, y eso me molestaba, que un humano me diera lecciones de moral.

Me quedé en Lordaeron, no regresé con los de mi escuadrón. Les pareció extraño, pero mi única respuesta ante sus preguntas, es que quería conocer mejor la estrategia de los humanos, a fin de cuentas, en pocos días sería destinado a las humedales para reducir a los Orcos que avanzaban desde el Sur. No fui el único que se quedó, pues varios más de otros escuadrones enviados por Anasterian, los más preparados, se quedaron. Debíamos ser cautos, éramos aliados, y eso significaba tener que cooperar. Algunos tenían más facilidad, otros… a duras penas contenía su aire despectivo, pero no hacían ruido ni decían nada.

El día de la partida al frente de las humedales se acercaba. El ejército que se formó entre humanos, elfos y enanos se movilizaba hacia el frente. La resistencia cada vez flaqueaba y nosotros éramos los refuerzos, los orcos avanzaban como lobos hambrientos barriendo todo a su paso. La batalla era cruel y encarnizada. Esos salvajes pieles verdes eran fuertes, sus rugidos fieros atemorizaban al menos experto en la batalla, especialmente a algunos cadetes humanos jóvenes que se alistaron para esta guerra, idiotas… más les valdría haberse quedado en Lordaeron a las faldas de sus madres.

Muchos orcos probaron mi espada y di muerte a tantos como pude. Tan solo un momento dejé de ser el blanco, eché un vistazo al campo de batalla, me sentía cansado, pero aún me quedaban fuerzas para seguir luchando. Avisté a Seline a unos metros cerca de mí, estaba en dificultades. Yacía en el suelo parando los golpes de uno de esos salvajes. Cada vez le costaba más detener los fuertes impactos y no le quedaban fuerzas para invocar su luz. Sentí ira, un fuego que se extendía en mi interior. No me dio tiempo a pensar, solo mi instinto actuó por mí. Me quedaba una hachuela asida en el cinto, sin dudar, la cogí con presteza y lancé con precisión hacia la cabeza del orco. El cuerpo inerte se desplomó encima de la mujer, pero esta se lo quitó de encima enseguida. Me miró y tan solo asintió en gratitud. Le devolví el asentir y proseguimos la lucha. Conseguimos que los orcos retrocedieran, la batalla duró hasta el ocaso.

Muchos heridos fueron trasladados al campamento, y las bajas, cientos de cuerpos muertos, fueron depositados en fosas para ser quemados sus cuerpos. No había tiempo para llorarlos o devolverlos a Lordaeron para darles un entierro digno. Oraron por sus almas cada uno a su forma. Recuerdo que en ese momento me retiré fuera del campamento cerca de la playa. El oleaje traía cierto consuelo, me hallaba inmerso en mis pensamientos esa noche. Había perdido a varios de mis hombres. Empecé a comprender que tan solo estábamos de paso y que nuestras vidas, por muy largas que fuesen, solo era un préstamo. Únicamente, si eres afortunado, puedes elegir qué fin te gustaría tener. Murmuré una oración, esos hombres habían luchado con honor y no hay mejor muerte que luchar por los tuyos.

—Me ha costado encontrarte —oí una voz femenina reconocible que interrumpió mi oración. Fue como si sintiera una descarga eléctrica y que aquel sosiego se evaporara. Me di la vuelta para comprobar que mis oídos estaban en lo cierto. Sus heridas estaban sanadas, no portaba la coraza, solo una camisa que bajo ella, a través de la abertura de su cuello, se podía ver parte del vendaje. Estaba aseada y limpia a diferencia de mí. No había pasado por la enfermería, tenía cortes superficiales y mi armadura estaba manchada de barro mezclada con sangre.

—¿Qué quieres? —pregunté secamente.

—He venido en son de paz, Annor’Othar. No soy tu enemiga, deja la hostilidad por una vez. —me reprochó. No la rebatí, esperé a que siguiera. Quería darte las gracias por haberme salvado la vida.

Me sorprendí, no supe que decirle, solo aparté la vista. Quise decirle algo agradable, pero mi orgullo y mi resentimiento eran más poderosos que la razón o cortesía, la di la espalda, era lo único que se me ocurría.

—Guárdate tu gratitud. Estuve a punto de dejar que ese orco acabase contigo, si lo hice, no fue por salvarte, si no por deber.

—¡Haberme dejado morir, entonces! —bramó cogiéndome del brazo y haciendo que vuelva a mirarla. — ¿¡Qué diablos te pasa Annor’Othar!? Vengo a darte las gracias ¿y me escupes en la cara?

Sol…, esa mirada, esos ojos azules. No podía mirarla, era la primera vez que la tenía tan cerca de ese modo sin que una espada se interpusiese entre nosotros. Me negué a que vea tal debilidad en mis ojos, la aparté y me marché, no podía quedarme ahí ni un segundo más. Oí gritar mi nombre, pero no me detuve, debía irme, tenía que hacerlo, debía saber qué demonios me estaba pasando. Una humana me estaba haciendo ser débil y cada vez mi odio crecía por ella. Tomé una decisión, debía evitarla, alejarme de ella tanto como me fuera posible. Esa noche no dormí, miraba las estrellas echado a la intemperie al lado de una hoguera. Algunos hacían la guardia, merecíamos un descanso después de ver tanto horror. Me curaron las heridas y me aseé, mi espada permanecía cerca por si se escuchara gritos de emboscada, pero esa noche, hasta el enemigo necesitaba un descanso.

CAPÍTULO VI

Medité en lo que percibí de la batalla durante casi un año combatiendo. Era como si estuvieran imbuidos esos orcos con una extraña magia demoníaca. A día de hoy concluyo de donde procedía: El poder vil de Gul’dan cubría como una sombra imperecedera las tropas de Orgrimm Martillo Maldito, otorgándolos más poder, seguridad y fuerza. No teníamos un futuro prometedor, se escuchaba que llegaban legiones de orcos desde el portal oscuro amenazando con sitiar la ciudad de Ventormenta.

Pero hubo un giro inesperado del destino. Ambos líderes orcos tuvieron un enfrentamiento, se escuchaban rumores de que la horda estaba perdiendo fuerza y se estaba dividiendo. La suerte parecía sonreírnos, era el momento de atacar. Fuimos destinados a Ventormenta, el centro de la batalla donde estaba más en auge. Dirigidos por Lord Anduin Lothar, un Caballero del ejército del Rey Llane Wrynn, nos hicimos con la batalla dividiéndonos en dos frentes, la horda se esparció, unos retrocedían al norte, hacia las estepas ardientes, pero una gran parte del resto de nuestros enemigos, les hicimos llegar hasta el Portal Oscuro, debíamos expulsar de Azeroth a esos seres sanguinarios, devolverles al infierno de donde procedían. La resistencia del norte los llevó hacia la montaña Roca Negra donde los redujeron. No fui testigo de la derrota del líder Orco, puesto que me hallaba en la resistencia del Portal y esperar a que destruyeran el acceso. La victoria era nuestra, la horda fue derrotada. La rendición de los supervivientes de la estirpe de Orgrimm fueron sometidos y llevados a campos de concentración como esclavos.

Se contaba el enfrentamiento épico que dio lugar en la Cumbre de Roca Negra entre Orgrimm y Lord Anduin donde falleció a manos del enemigo. El Teniente Turalyon recogió el escudo de Anduin, se enfrentó al líder orco y le dio muerte. A día de hoy, todavía se recuerda al héroe que nos condujo a la victoria. En su honor, se erigió una estatua en el Valle de los héroes en Ventormenta para no ser olvidado.

Lo celebramos en Ventormenta, fue entonces cuando probé por primera vez la cerveza enana. Hubo risas, música, baile y un gran festín. En ese entonces, sentí la unión a esa Alianza, no me parecían tan terribles los humanos, incluso llegué a admitir que tenían valor. Después de un año durmiendo a campo raso, esa noche dormí en una mullida cama, no podía creer que en verdad la guerra había acabado. El regocijo duró hasta el alba, nuestro comandante se apiadó de nosotros y nos dejó descansar. Teníamos que partir de inmediato a Lordaeron antes del ocaso, llegar frescos al amanecer y entregar los informes de guerra, restablecer de nuevo el orden. Cuando llegó el momento, cabalgamos rumbo hacia Lordaeron, fue entonces cuando volví a ver a Seline montada en su caballo unos metros más adelante. La tensión era menor, podía verla sin que ella lo notase. En todo ese tiempo, no la había visto, mi propósito no fue tan difícil. Quizás ella también quiso evitarme, no era para menos, me comporté como un bastardo, tampoco tenía intenciones de disculparme, sabía que cuando llegásemos habría más momentos en que tendría que verla, así que decidí que en cuanto llegase, una vez entregado los informes, partiría a Quel’thalas.

Hubo demasiadas pérdidas en esa guerra. Mi pueblo no estaba muy contento con el resultado, el Rey Anasterian tuvo una reunión con los otros líderes de la Alianza y al concluir, recibimos la orden de replegarnos para volver a casa nada más amanezca. Pasé el resto del día en Lordaeron, sería mi última estancia ahí, caminé por las calles hasta bien entrada la tarde, el sol se ocultaba tras las montañas, corría una brisa agradable. Los serenos encendían los farolillos nada más aparecer la primera estrella en el cielo. Mis pies me conducían al patio de armas que pisé por primera vez. No había ni un alma. Mi espada estaba asida a mi espalda, así que, creí acertado hacer un poco de ejercicio y calentar mis músculos para ordenar mis ideas. Entrenar siempre me ayudó a pensar. Más tarde, noté que no estaba solo. Miré la puerta, y la tensión volvió a apoderarse de nuevo en mí al verla.

—Jamás pensé que te encontraría aquí. —me dijo. Al parecer ella iba también a entrenarse aquella noche casualmente.

Enfundé mi espada, evité mirarla más de cinco segundos para no sentirme vulnerable y quedar impasible o indiferente.

—No por mucho tiempo.

—Lo sé. —respondió. La miré un tanto asombrado. — me dijeron que regresabais todos.

—Deberías alegrarte. —respondí con vehemencia— no vas a volver a verme. Aunque tampoco nos hemos ido viendo, afortunadamente.

Desató su maza que llevaba en su espalda, me miró desafiante, con resentimiento.

—¿Qué haces? —pregunté extrañado.

—¡Sellar lo que empezaste! —cargó contra mí y nos batimos en un duelo. Sentí algo distinto. A cada golpe de mi espada contra su maza comprendía más sus ataques, lograba esquivar sus cortes horizontales, su luz me hacía daño, aunque no el suficiente para hacerla retroceder. Esa vez, quien perdía la seguridad era ella, tenía más reflejos, avanzaba paso a paso hasta tenerla entre mi espada y la pared. Cruzamos las armas, presioné, no podía escapar, la miré a los ojos, podía haber sentido un aire de triunfo, de hecho, es lo que esperaba, pero no me sentía satisfecho.

—No está mal, elfo. —espetaba entre dientes, respirando agitada. Su odio proyectado en mis ojos. — Mejoraste tu agilidad. Podrás sentirte orgulloso y decir que me has vencido, puedes volver a tu hogar sin ningún sentimiento de derrota.

La miré con extraño asombro.

—¿Me has desafiado solo por esto? —me sentí molesto, pero no bajé mi espada, aún la tenía prisionera y el filo tocando su cuello, no me daba miedo mirarla a los ojos.

—¿Por qué si no ibas a odiarme, Annor’Othar? Por eso me conservaste viva, ¡por esto me salvaste la vida! No debía ser ese orco quien me quitase de en medio, ¡tú mismo lo dijiste! fue por deber, pero en el fondo era para que fueses tú quien tuviese la oportunidad que estabas esperando, yo solo te he dado lo que esperabas.

Sentí como mi corazón galopaba, cada vez latía con más fuerza, una mezcla de cólera y el ahogo de una verdad que luchaba con toda mi alma que no brotara.

—Sí, es cierto, no puedo soportar tu presencia. —respondí entre dientes. La presioné más, noté que trataba de empujarme con su maza cruzada a mi espada, la hacía daño, fue entonces cuando me di cuenta de lo cerca que estaba de su rostro. Sentí un fuego que me hervía la sangre.— ni siquiera ahora la soporto…
Bajé apenas los ojos hacia sus labios y la besé con ardiente deseo. Para mi sorpresa, era correspondido y eso avivaba más mi deseo de poseerla. Nuestras armas nos molestaban y las dejamos caer al suelo. Desaté todo lo que contuve desde que la vi, todo lo que sentía por ella, creí sentir odio durante todo este tiempo, pero no era así, mi odio me eclipsaba mis verdaderos sentimientos.

Aquella noche la hice mía y la abracé nada más consumar.

—Seline…-susurré su nombre, acaricié su rostro, nuestros cuerpos estaban desnudos, la sostenía apoyada en la pared, sentía su cuerpo vibrante, veneré esos preciosos ojos. — Eres tan bella… incluso ahora te veo más hermosa que nunca.

—No quiero que te vayas…—su mirada suplicante encogió mi corazón. Por primera vez en mucho tiempo, sentí lo que era amar sin contenerme. Sin engañarme a mí mismo.

—No pienso dejarte escapar, esta vez no. “

Denoroth suspiró tras escribir ese recuerdo con enorme nostalgia. Hizo una pausa y dejó la pluma en el tintero. Se frotó el rostro con la mano; llevaba horas escribiendo sus memorias. Cerró su diario, se preparó la pipa y salió de la habitación de la posada hacia fuera. Sus dedos estaban un poco agarrotados de coger la pluma, era noche cerrada, no tenía ni una pizca de sueño, ni siquiera había comido en horas. Se tomó esa pausa bien merecida, aún debía sumergirse en más recuerdos.

CAPÍTULO VII

El Rey Anasterian declaró que ya no pertenecíamos a la Alianza, aunque no éramos enemigos de ella. Prometí a Seline que nos volveríamos a ver y encontrar el modo para que sea lo más pronto posible. Pedí el traslado a mi superior de formar parte de la guardia del Templo de An’Owyn para estar más cerca de la frontera. Eso supuso que debía relegar mi cargo. No me importaba, no por ello me degradaron, aunque hubieran preferido que siguiera en la ciudad, aceptaron después de tantos años de fiel servicio.

Esperaba con ansias el momento de encontrarme con ella. La escribí, informándola de mi plan y el momento de mi traslado. Ella también solicitó el traslado a Stratholme, era el lugar que más cerca podría encontrarse, y con regocijo, en apenas dos meses después, pude volver a verla. Volver a tenerla entre mis brazos era mi único consuelo. Cada vez que relevaba de la guardia, me escapaba a hurtadillas, aunque eso era menos frecuente de lo que hubiese querido. Mis compañeros, especialmente quienes me conocían, no eran idiotas. Esas escapadas nocturnas hacia la frontera les hacían levantar sospechas; hasta que un día, Ethoras, un forestal, amigo de la infancia, me siguió sin darme cuenta y supo el motivo al verme en la distancia junto a una humana de Lordaeron.

Al amanecer cuando me preparaba para regresar a mi puesto de guardia, lo encontré salir de entre los árboles del sendero Thalassiano y llamó mi atención. No esperaba que apareciese sin más, y eso me extrañó.

—¿Te ha tocado vigilar la frontera, hermano?

—¿En qué demonios te estás metiendo, Denoroth? —me abordó muy serio.

Me quedé perplejo al principio, pero me indigné. No era difícil intuir de qué estaba hablando.

—Esto es asunto mío ¿de acuerdo? Ni tú ni nadie tenéis potestad para inmiscuiros.

—Es posible que no, pero tu linaje se verá afectado. Si tu padre levantara la cabeza…

—Del que ahora mismo, descansa en paz. —le corté secamente.

Nuestras miradas estaban llenas de indignación y decepciones mutuas. Me dio la espalda dispuesto a marcharse y dijo:

—Tan solo me preocupas.

—Deja que me ocupe yo de mis asuntos. No estoy infringiendo ninguna ley. Así que, deja de preocuparte. —le dije con amenaza. Le detuve ante la intención de irse — Ethoras. —Me miró girando un poco el rostro. — Ni una palabra de lo que has visto.

—Sigo siendo tu amigo. Sólo ten cuidado. —Y tras decir eso, regresó al frondoso bosque, donde le perdí de vista y no volvimos a vernos en largo tiempo.

Meses después de cumplir íntegramente con mi guardia, pedí permiso unos días. Días en que podía estar junto a Seline. Pasé los mejores días de mi vida. Amarla sin la restricción del tiempo. Pude conocerla mejor, era maravillosa. Su risa, su forma de expresarse, su mirada. Cómo me gustaba escucharla. Entre nuestras conversaciones, hablábamos de la Luz y aprendí más acerca de ella; la hice muchas preguntas. El sentimiento que la inducía hablar de la Luz era hermoso y admirable, hasta hacerme creer que de verdad esa fuerza sagrada era una bendición.

Despertar a su lado esos días y ver los rayos del sol acariciar sus cabellos era el mejor regalo que podían darme jamás. Saboreaba cada instante con ella, ya que, en pocos días, debía regresar de nuevo y sabía que la iba a extrañar.

Volví descansado y con fuerzas renovadas, con una sonrisa imborrable. Era capaz de enfrentarme a una horda de trols. Pero cinco días después, me llegó una misiva urgente de Seline al Templo. Estaba en la casa de sanación de Stratholme. Me pedía que fuese cuanto antes y que me necesitaba. Por cómo redactó, estaba asustada. Me alarmé y pedí el relevo con urgencia. Tal y como me vieron no se opusieron y me dejaron marchar. Cabalgué hacia Stratholme pensando en lo peor: una enfermedad, o cualquier cosa maldita que acortara la vida de mi amada. Llegué a la Casa de Sanación y pregunté por ella. Me contaron que se había desmayado al hacer la ronda en la ciudad, que la habían visto muy pálida, pero que ahora estaba en buenas manos. Me pidieron que aguardase, que aún debían reconocerla. Eso no me había tranquilizado demasiado, pero al menos era algo. Los minutos parecían horas, paseaba nervioso por el pasillo. Ni siquiera me fije en la gente que me observaba. Vi al sanador que se acercaba a mí con la intención de decirme cómo estaba, fui hacia a él y pregunté angustiado.

—Por lo más sagrado, ¿qué le pasa? ¿¡Qué tiene!?

El sanador levantó la mano pidiendo calma y respondió:

—Seline está embarazada.

Me paralicé, quedé estupefacto. Jamás hubiera esperado tal noticia ¿embarazada? Tuve por unos momentos la sensación de terror, pero no era el momento de dejarme cundir por el pánico, sólo me importaba la salud de mi amada.

—¿Cómo está ella?

—Ahora mismo muy tensa y afectada. —contestó el curandero.

—Tengo que verla. —reaccioné al momento, pero me detuvo.

—Espere, necesita descansar, está muy alterada.

—No lo entiende. Yo soy el padre del hijo que espera. —Ante lo que dije, se sorprendió mucho. —Déjeme verla, por favor. —le supliqué.

El sanador vio oportuno dejarme entrar y quizás, conseguir que pueda calmar a Seline. Entre en la gran sala llena de camillas, separadas por unas cortinas blancas. En ese instante, no importaba lo que sintiera yo, me importaba ella y su bienestar. Nada más verme aparecer y sentarme al borde de la camilla, se incorporó y me abrazó con fuerza, llorando.

—Eh… cálmate, mi vida, shh…—traté de ser sosegado, acariciar su espalda y darle todo cuanto podía para que dejara de llorar. No soportaba verla así, era capaz de cualquier cosa, lo que fuese. Y en ese instante, ser fuerte por ella.

—No puedo calmarme, no sé… no sé qué voy a hacer. —me dijo entre sollozos.

—¿Voy? —la dije interrogativo, la incorporé para enjuagar sus lágrimas posando las manos en sus mejillas— Vamos. —la corregí.

—No lo entiendes, ¿qué vida vamos a darle? No es algo que hayamos querido los dos.

—No, tal vez no es lo que hayamos querido, pero tampoco es una desgracia. -la sonreí para tratar de animarla— Seline, esto es el fruto de nuestro amor ¿no es más fácil verlo así?

—No, no es más fácil. Puede que lo sea, pero no arregla nada. Esto solo complica las cosas. ¿Qué va a ser de mí? ¿Qué va a ser de nosotros? —su desconsuelo albergaba aún más lágrimas amargas.

—Seline, no pienso abandonarte. —respondí con decisión y firmeza— Se que no va a ser fácil, pero no vas a enfrentarte tú sola a esto, ¿crees que lo haría? Ven, mírame. —La cogí del rostro nuevamente y la sequé sus lágrimas. — Esto solo nos une más, porque voy a estar junto a la mujer que amo, y sólo si ella me acepta.

Me miró sorprendida, con los ojos llorosos.

—¿Lo dices en serio?
Acaricié su mejilla, mirando esos ojos que me tenían cautivado desde que la vi. Estaba muy seguro de lo que quería. Sin pensarlo, me incorporé e hinqué una rodilla en el suelo, cogiendo su mano.

—Seline O’conell, ¿me concederías el honor de casarte conmigo?

La sonrisa que brotaba lentamente de sus labios, iluminaba la sala.

—Sí, ¡sí, quiero! —respondió radiante de felicidad.

La abracé y la besé como nunca antes la hubiese besado. Iba a ser mía oficialmente sin importarme las consecuencias que eso supondría. Fue una locura, pero quería esa locura, la quería a ella. Fuimos ante un sacerdote sin apenas esperar por más tiempo. Debía ser ese momento, aprovechando que estaba en la ciudad humana. Comenzó una nueva etapa para ambos, un giro inesperado a nuestras vidas. Mi hogar se encontraba a las afueras de la Aldea Brisa Pura, una casa bien posicionada donde los sirvientes trabajaban en ella a la espera de mi regreso. No lo dudé ni un instante. Ella era mi mujer, y ocuparía su lugar en mi casa. En la casa Annor’Othar.

El cansancio se apoderó del elfo, era de madrugada. Dejó el diario cerca de su cama, solo necesitaba cerrar los ojos y descansar unas horas con la esperanza de seguir relatando sus recuerdos. O con la esperanza de ver a Seline en sus sueños.

CAPÍTULO VIII

Hacía al menos seis años que no pisaba la casa Annor desde que falleció el único familiar que me quedaba, mi padre. En vida fue un general de la guardia real. Le diagnosticaron una enfermedad incurable que poco a poco iba consumando su vida durante cuatro largos años. Antes de morir, en su lecho de muerte, me ordenó llamar. Su espada estaba a su lado. Recuerdo claramente sus palabras agónicas antes de exhalar su último aliento:

—He aquí la espada de nuestros primeros padres. La han empuñado más de siete generaciones. Cuando se forjó en Zin’Ashari, la hechizaron con magia ancestral. Todas las esencias de tus antepasados están impregnadas en esta espada legendaria. Ellos lucharon con valor y honor por nuestro pueblo desde el exilio hasta la fundación del Reino. La espada de Annor ahora es tuya. Protege al Rey Anasterian y al príncipe, honra a tu linaje, haz que perdure nuestro nombre, hijo mío.

Volvía a casa de mis padres con otros ojos, pues no volvía con las manos vacías.
Los sirvientes que aguardaban la casa me vieron llegar a lo lejos para su sorpresa. Una familia humilde que por generaciones sirvieron a la casa Annor, los Dobrah’rien, un matrimonio mayor a los que siempre tuvieron tanto mi afecto como el de mi familia. Vinieron a nuestro encuentro con la mayor de las alegrías, cuando nos apeamos de los caballos, la ama de llaves miró intrigada a Seline. Llevaba una capucha, pero podía ver su rostro.

—Y, ¿quién es esta joven tan encantadora, Milord?

Sonreí ante la pregunta.

—Ylorae, Mendoreth, esta es mi esposa Seline. —anuncié mientras la abrazaba.

Ambos quedaron atónitos.

—¿Su esposa? —preguntó Mendoreth sin salir de su asombro— ¿Cuándo? No… no fuimos informados.

Iba quitando las alforjas de la silla de montar cuando contesté:

—Me casé esta mañana, no había tiempo que contar, lo lamento.

—¡Milord! —exclamó de repente— Podríamos hacer una recepción si gusta, aunque precipitada, podríamos invitar a los allegados de la familia, quizás podría…

—No, Mendoreth —le interrumpí ante sus intenciones— nada de recepciones, ni postines, ni reuniones con la aristocracia. Tengo mucho que contaros y un par de noticias que daros, del cual espero discreción.

—Nos tiene intrigados, Mi señor Denoroth —dijo Ylorae expectante.

La timidez de Seline era arrebatadora, se mantenía callada y huidiza. No se despojaba de la capucha, así que, me acerqué a ella, la di un beso y la aparté la capucha con una mirada tranquilizadora de que no debía temer ni avergonzarse por nada. Pero los Dobrah’rien no se esperaban lo que veían, ni pestañearon, y supongo que su asombro o perplejidad les inducía cuando me oían en el pasado decir comentarios despectivos de los humanos, así que el impacto era mayor.

—Bien… venida, querida… —dijo aún atónita y circunstancial la ama de llaves.

—Gracias —musitó tímida Seline.

Entramos a casa y después de acomodarnos, les expliqué todo cuanto necesitaban oír, tampoco era un hombre de dar demasiados detalles, apenas les dije el inesperado embarazo, mi decisión de seguir junto a ella y nuestro reciente enlace. Sus caras, aparte de asimilar la información, parecían preocupadas, sin embargo, en un extraño asentir, y con tal desazón, aceptaron a mi esposa como parte de la familia.

Después de cenar y amarnos en el lecho conyugal, estábamos despiertos. Sabía que Seline se sentiría incómoda de alguna forma. Dejé que se recostara en mi pecho y la rodeé entre mis brazos.
—No les he caído bien, lo vi en sus ojos, hubieran preferido que fuera elfa, no les culpo. —murmuró.

—Seline, es normal, pero ya se acostumbrarán, dales tiempo. Jamás les hablé de ti por carta, y apenas les escribí. Andan un poco confusos, pero en cuanto te conozcan como yo, te adorarán. —la di un tierno beso en la frente apretándola un poco contra mí.

—¿Tú crees? —preguntó dudosa y preocupada.

—Bueno… —empecé a bromear y arrancarla alguna sonrisa— he tenido que librarme de todas mis novias que hacían cola para decidirme por ti, que sepas que les he dejado con un profundo vacío. Les he roto el corazón por tu culpa.

Conseguí a cambio su risa, cosa que me hizo sonreír, y me pellizcó el pecho.

—Eres un fanfarrón.

—Lo sé. —la miré con intensidad y aparté con suavidad hacia atrás su pelo.— Pero al menos ha servido para escuchar tu risa y verte sonreír una vez más. Había desaparecido tu sonrisa desde que llegamos aquí. Sé que ha sido todo muy repentino -la miré con incertidumbre.— ¿Te arrepientes?

—No —me susurró sin dudarlo ni un instante, negando con la cabeza.— no me arrepiento. Puede que todo sea nuevo para mí y me cueste adaptarme, pero, ya no tengo que esconderme de nadie.

Me llenaron sus palabras bañadas en esa mirada de amor y ternura. No pude contener decirle que la amaba y demostrárselo una vez más. Sí… jamás nos faltó la pasión en nuestro matrimonio, nunca perdí el deseo por ella.

————————————–

Las semanas iban transcurriendo deprisa y Seline se sentía como pez fuera del agua. La observaba que, a pesar de ser feliz a mi lado, sentía nostalgia. Fue entonces cuando me acordé de la primera vez que la vi en el patio de armas: enseñaba a algunos principiantes a manejar la Luz con su arma y comprendí que ahora podría ser el mejor momento para que yo fuera su alumno, aprender y conocer mejor esa Luz que por entonces la codiciaba. No estábamos en Lordaeron, pero al menos, haría algo que en parte echaba de menos: entrenar y enseñar. Lo que no me esperaba era lo disciplinada que era respecto a la enseñanza, era implacable, pero a la vez comprendía mis propias limitaciones. No podíamos abusar de ciertos ejercicios por su estado, aun así, empezaba a sentir que podría tener su lugar en casa.

Cada mañana aprendía una nueva lección junto a ella, no solo a desarrollar esa luz que decía que todos de algún modo u otro, estaba latente en nuestro interior, si no a conocerla mejor cada día más. Comprendí que a pesar de la diferencia de años que ambos teníamos, a su lado aprendía otras cosas que pasé por alto; cosas que no valoré antes. Creí acertado que era el momento que debía recordar siempre, unas palabras que Seline me dijo nada más hablar de la Luz y que creí apropiadas grabarlas:

“La Luz guía a los de corazón humilde y espíritu apacible”

El elfo levantó la mirada de su diario al darse cuenta de lo que acabó de escribir. Buscó apresurado su espada enfundada que estaba apoyada en la pared, la desenfundó. Vio el grabado que había en la espada. Sonrió conteniendo un nudo en la garganta, siempre había estado ahí y jamás supo qué significaban hasta ahora.

CAPÍTULO IX

No le quedaba tinta, así que aprovechó para comprar un frasco. De paso, habló con quien había contratado sus servicios. Se disculpó y dio la entrada del oro que le entregaron como parte de su pago. El Cruzado quedó un tanto sorprendido, pero aceptó que renunciase al trabajo. Regresó de nuevo y pidió a la posadera que le subieran algo de comer en la habitación. Abrió su diario a una nueva página en blanco:

"Llevo dos días encerrado en esta habitación, apenas he podido dormir, quizás tres horas de cuarenta y ocho. Siento que mis recuerdos empiezan a menguar, tengo varias lagunas en mi cabeza. Empiezo a inquietarme. Indagar en el pasado hasta ahora me ha dado recuerdos felices, sé que ahora estoy sólo y he perdido a mi familia. Es posible que después de haber padecido amnesia durante tantos años, mi mente no esté preparada para más, o quizás sea la advertencia que me dio el Oráculo. No tengo modo de cómo agradecérselo, pero estoy en deuda con él. Seguiré escribiendo todos los recuerdos que aún conservo en mi mente, no deseo olvidar nunca más:

Seline dio a luz a nuestro primogénito, Daniel. Le pusimos ese nombre en honor al difunto padre de mi esposa.

No podía creer que las estaciones pasaran tan rápido, nuestro hijo crecía deprisa y le colmábamos de amor y cariño. También quisimos inculcarle ciertos principios, empezar desde temprana edad a enseñarle valores y a valerse por sí mismo. No le pareció apropiado a Seline que le enseñase con la espada cuando cumplió los cuatro años, pero, quería que mi hijo fuera fuerte, no quería ser como mi padre, quería ser mejor que él, enseñarle qué era ser todo un descendiente de Annor, contarle historias de las guerras que vivimos, de nuestra supervivencia, y lo más importante: quería dedicarle tiempo.

Para nuestra felicidad, Seline volvió a quedarse en estado. Fue un regalo del cielo cuando nació. Era una niña preciosa, igual que su madre, la pusimos por nombre Sarah.

Tenía mi propia familia: una mujer maravillosa y dos preciosos hijos. Mis pensamientos cambiaron a otro más significativo: Nuestra vida era un préstamo, pero en vida debes saber cómo te gustaría vivirla y no que otras personas lo decidan por ti. Siempre me han enseñado a ser un buen Annor’Othar sin aspirar a lo que uno desee, solo servir a tu patria y tener hijos para perdurar tu linaje. El amor era un papel secundario, sin importancia; algo efímero. Si hubiera seguido la tradición, quizás estaría con una mujer de mi raza que ni conocería, solo por la elección de mi padre y de una familia bien posicionada como la nuestra. En parte di gracias porque él no estuviese, era un hombre demasiado retrógrada y estricto en la tradición familiar.

Esa felicidad lentamente se fue deteriorando. Tengo vagos recuerdos de cómo empezó:

Fue una tarde, hace varios años. Ese día libraba de hacer la guardia y me quedé en casa. Seline dormía a nuestra pequeña que apenas tenía diez meses. Yo salí afuera, me senté en una banqueta leyendo un libro, apenas se oía el canto de los pájaros, hasta que de pronto oí gritar a mi hijo aterrado dentro de la casa. Me sobresalté y corrí apresurado a ver qué pasaba. Lo encontré abrazado a su madre muy asustado y llorando. Sarah se había sobresaltado de los gritos y también lloró. Seline no sabía cómo serenarle y hacer que hable, me miró impotente y angustiada. Me acerqué a mi hijo arrancándole de los brazos de su madre, pataleó y alargó sus brazos para volver con ella, pero quería sacarlo fuera de ahí y que Seline pudiera encargarse de la niña. Quería ocuparme de él y tranquilizarlo conmigo. Lo tenía cargado en mis brazos y lo abracé, estrechándole, dándole consuelo, tratando de serenarlo tanto como pude:

—Daniel, ¿qué ha pasado? —le pregunté con calma— dímelo, seguro que no ha sido nada y nos reiremos de todo esto, ya verás. ¿Te acuerdas de lo que te enseñé? Para ser un buen guerrero hay que cambiar el miedo por el coraje. Ten coraje hijo, es el momento.

Le di tiempo para que se calmase por sí solo, dejó de apretarme entre mis brazos y me miró a los ojos avergonzado, con los ojos irritados arrasados en lágrimas.

—Es que… cogí tu espada, padre. Solo quería verla y jugar con ella. Pero… cuando la desenfundé y vi mi reflejo en ella, vi a más gente. Me di la vuelta y no había nadie. Tenían los… los ojos cerrados, era como si… estuvieran muertos… o… viejos… muy viejos. Cuando abrieron los ojos, me miraron de una forma extraña, como si… como si quisieran hacerme daño. Fue entonces cuando solté la espada y salí corriendo asustado. —volvió a abrazarme con fuerza, refugiándose entre mis brazos. Yo le acariciaba la espalda desconcertado por lo que me había contado. Al principio pensé que podría ser cosa de niños.

—Seguro que lo habrás imaginado. A veces puede pasar.

—No padre, lo vi claramente como te veo a ti… —dijo entre sollozos.

Me preocupé, pero no quería que mi hijo sintiera mi preocupación, así que, traté de darle el consuelo que necesitaba y apaciguar su miedo.

—Está bien… tranquilo. Te prometo que no te va a pasar nada, sabes que te protegería de cualquier cosa, ¿verdad? —le sentí asentir despacio— No cojas la espada, aún no estás preparado para llevarla, solo cuando llegue el momento…

—¡No! ¡No quiero volver a tocarla, no la quiero! —suplicó asustado.

—Está bien, está bien. Hagamos un trato: Vuelve con tu madre y dale un beso a tu hermana. Le has dado un susto de muerte, ¿no la oíste llorar? Eres el hermano mayor, se supone que debes protegerla, ¿qué pensará de ti? Ella cree que eres valiente. —eso pareció haberle tocado un poco el orgullo, como un buen Annor’Othar. Dejó de llorar de inmediato y se secó las lágrimas con la manga.— ¿mejor? —asintió, le volví a dejar en el suelo y corrió hacia la casa al encuentro de su madre más calmado.

Fui al desván donde tenía guardado mi uniforme en un baúl. Estaba abierto y la espada desenfundada tirada en el suelo. La cogí con cierta inquietud y miré mi propio reflejo en el filo de la espada, no vi nada, excepto a Mendoreth que entraba por la puerta.

—He oído al joven Daniel gritar, ¿qué ha pasado Milord?

—Eso querría saber. —volví a enfundar la espada y le miré— Mi hijo cogió mi espada, al parecer para jugar, y afirma que en el reflejo del filo vio a gente muerta con intención de hacerle daño. Huyó aterrado, muerto de miedo, me costó conseguir calmarlo. -Mendoreth me miró muy extrañado y preocupado.— Dime… ¿conoces la historia de esta espada? Sé lo que dijo mi padre antes de morir, ese día tú presenciaste cuando heredé su espada y fuiste testigo de sus palabras, ¿hay algo más que deba saber?

—La espada de Annor es un legado, mi señor, solo un descendiente puede empuñarla, un descendiente de sangre pura.

Sus palabras me inquietaron aún más.

—Eso quiere decir…

—Que el pequeño Daniel no es un sangre pura. —completó mis conjeturas, Mendoreth.— Recuerde que la espada contiene un hechizo, milord, un hechizo ancestral. Debe ser… todo un descendiente de Annor.

—Entonces…-entrecerré los ojos con profunda decepción observando la espada.—… mi hijo no debe tocar esta espada. Todas las historias que le conté de nuestra familia, todo el orgullo que haya podido infundirle, ¿¡no ha servido para nada!?

—Yo no lo creo, Milord. —le miré ante su respuesta.— Sin embargo, permítame con libertad lo que hace años debí decirle. —asentí para darle permiso.— Engendrar un hijo con una humana y casarse con ella, fue un error. Quiero que sepa que, aunque hasta ahora nos cuesta saber que ha roto completamente la tradición de esta casa, no vamos a dejar de servir tanto a usted como a su familia. —se inclinó ante mí, no supe que decirle con sus palabras, le respetaba demasiado como para encolerizarme con él, así que, dejé que se fuera.

Me quedé toda la noche pensativo, no pude dormir. Salí fuera de la casa cuando todos dormían meditando en lo sucedido y en las palabras de Mendoreth. Sentí como si hubiera fracasado, la Espada de Annor ya no tenía un descendiente digno de él, había roto los esquemas de mi linaje por mezclar mi sangre con la de una humana. No me arrepentía, pero no podía dejar de sentir una profunda decepción, incluso la punzada de haber fracasado a mi propio linaje. Empecé a comprender qué es lo que había visto mi hijo en la espada. Mis antepasados. La espada contenía las esencias de mis antecesores a ella, creí en ese instante… que lo que vio Daniel fue un rechazo, mis antepasados no le querían.

Apenas logro recordar el resto de esta historia, no… no puedo ver más allá. Vuelvo a tener la mente bloqueada, ¡quiero saber el resto!"

El elfo cerró airado el diario. Respiró muy fuerte. No había probado bocado de lo que la posadera le sirvió y no tenía hambre. Se acordó de Ethoras, recordó que no le mencionó nada acerca de su mujer ni de sus hijos cuando despertó en el campamento tras haber arrasado la plaga Quel’thalas. Apretó los puños por haberle ocultado la verdad. Recogió su bolsa y terminó de empacar sus cosas. Pagó a la posadera y se marchó de la Capilla de la Luz hacia las Tierras Fantasma. La última vez que supo noticias de él, servía en Tranquilien y ahí era donde iría.

CAPÍTULO X

Cruzó la frontera cerca de Quel’lithien pasando por el desfiladero Thalassiano. Los forestales que custodiaban el paso escondidos entre los riscos del desfiladero, no impidieron que un compatriota regresase de nuevo a su tierra. Aún el lugar estaba herido por la plaga, pero Denoroth creyó que tal vez el Círculo Cenarion y la Cruzada llegaran a este paraje una vez terminada la tarea donde estaban. Subsanar la tierra no era fácil, pero, por fortuna había esperanza. Solo tuvo un momento de distracción contemplativa después de años sin volver a esas tierras; ahora llamada las Tierras Fantasma.

Casi había olvidado cómo era antes. Trotó por el oscuro sendero siniestro; no había un sonido alegre de pájaros, si no el ensordecedor chirrido de los murciélagos y el crujir de las ramas de los árboles mortecinos mecidos por el viento. Tranquilien no estaba lejos, apenas un par de millas desde la frontera. Toda la belleza que tenía antes el bosque negro se transformó en un tétrico y horrible lugar donde el sol dejó de brillar y solo reinaba la oscuridad.

Vio a la guardia que protegía el sendero del sur, subían hasta Tranquilien donde ya podían verse algunas casas que quedaron en pie, aunque deterioradas por la plaga. Se apeó del caballo y buscó entre los habitantes y soldados a quien quería encontrar. Cuando logró localizar a Ethoras, este se encontraba hablando con un explorador

El forestal desvió unos segundos la mirada cuando creyó ver a Denoroth, perplejo. Parpadeó dos veces por si fuera una visión.

—Por el Sol Eterno, ¡sigues vivo! —exclamó, no volviendo de su asombro.

—¡No podré decir lo mismo de ti! —sentenció, estrellando sus nudillos diestros en la mandíbula del forestal.

Le hizo retroceder, casi perdió el equilibrio. Notó el sabor férreo de la sangre. Un par de guardias corrieron al encuentro de ambos elfos, sujetaron a Denoroth, enardecido de cólera, a tiempo. Ethoras, tras palpar su labio vociferó sin entender nada.

—¡¿Se puede saber a qué viene esto?!

—¡Eres un ca.brón! —espetó entre dientes mientras forcejeaba a sus opresores.— ¿¡Por qué no me dijiste la verdad!?

—¿¡De qué demonios hablas!?

—¡De mi mujer y mis hijos!

Ethoras quedó estupefacto, pues no esperaba que su amigo recobrara a la memoria. Reaccionó comprensivo. Miró a ambos guardias, que aún les costaba sujetarlo.

—Será mejor que te calmes, Denoroth. Te contaré todo cuanto desees saber, pero te puedo asegurar que hay una explicación. No te servirá de nada la violencia, solo te creará problemas. ¿Podemos hablar como personas civilizadas? —tras su pregunta, el guerrero dejó de forcejear y relajó relativamente su expresión. Ethoras, con un gesto, ordenó que lo soltaran. Al hacerlo, estaba más calmado, pero en su mirada había rencor.

—Ven, demos un paseo. —sugirió el forestal, en tono conciliador.

Caminaron hacia el Bosque de Canción Eterna donde aún quedaba algo de belleza de esos parajes. Quedaron cerca del río Elrendar; se escuchaba el arrullo del agua y el canto de las aves que alimentaban a sus polluelos en los nidos acomodados en las ramas de los árboles.

—No creí que te llegaras a acordar de ellos, quedaste muy tocado cuando te encontramos. Te hiciste una fisura en el cráneo. Recuerdo el día en que te encontramos, estabas gravemente herido. Despertaste tres semanas después de lo ocurrido. No sabías quien eras ni cómo te llamabas. No me pareció oportuno hablarte de ellos, el médico te diagnosticó un trauma cerebral que provocaba amnesia parcial o total y en tu caso fue total. De habértelo dicho, podrías haber corrido el peligro de sufrir una grave conmoción.

Denoroth entendió a regañadientes y dio un muy leve asentir, aunque no estaba del todo conforme. Exhaló el aire por la boca y decidió no discutir. Prefirió desviar el tema.

—¿Me viste antes de encontrarme cuando nos invadieron? —preguntó intrigado.

—Si. —Afirmó— Llegamos a coincidir. Nos ordenabas que nos reagrupáramos y formáramos para que no les permitiéramos el paso. Hacer una barrera. Como en los viejos tiempos… —sonrió nostálgico— Tenías esa mirada centrada en la batalla, casi parecías a tu padre en sus mejores momentos.

—¿Qué ocurrió con mi familia? —inquirió.

Ethoras evadió mirarlo a los ojos tras un largo suspiro.

—Cuando hicimos un reconocimiento, fue después de que la plaga se marchase y supiésemos que podían los Magíster quitar el hechizo ilusorio para engañar a Arthas y a todas sus huestes. Cuando supimos que Quel’thalas quedó vacía… salimos de la Isla del Caminante del Sol, el único lugar donde encontramos refugio y la plaga no pasó por ahí. Fue entonces cuando peinamos todo el bosque por si hubiera supervivientes. Cuando llegamos a tu casa, había sido quemada, no quedó piedra sobre piedra. Encontramos…. cuerpos carbonizados. Apenas los reconocimos. Dos mujeres, un varón, joven… y otro cuerpo más menudo… de una niña. Nos sorprendió que no hayan resurgido como no-muertos. —Masculló, con tono prudente.

Denoroth escuchaba atento con la mirada centrada en el suelo, asimilando y recordando momentos desde que despertó. Ethoras pensó en añadir algo más.

—Cuando fuimos ahí, encontramos que los cuerpos… no estaban enteros.

—¿Qué quieres decir? —El elfo frunció el ceño, captando su atención, mirándole a los ojos.

—Uno de los cuerpos, la de una mujer, estaba entero. La otra mujer, el varón y la niña, estaban… mutilados. —murmuró, cauto.

Denoroth cerró los ojos, con el rostro compungido asimilando tal información. Suspiró hondo y se dio la vuelta dando un par de pasos. Frotó su rostro, exhalando el aire exasperado; impotente. Ethoras se acercó y apoyó la mano en su hombro.

—Lo lamento —dijo con sinceridad y profundo pesar.

El elfo aferró la mano de su compañero en gratitud.

—Quisiera ir al lugar donde fue mi hogar. Tengo que investigar.

—Denoroth, no te hagas esto. —se colocó frente a él apoyando ambas manos en sus hombros.— ¿Para qué quieres hacerte más daño? Está todo destruido, lo único que verás es dolor. Nadie ha pisado ese lugar desde entonces.

—Ethoras… tengo que ir. Todavía no recuerdo todo y quiero saber el resto.

—¿Para qué? —preguntó sin entenderle— No va a reportarte nada bueno. Por favor, olvida el pasado.

—¡No puedo! —Exclamó angustiado, levantando poco la voz, mirándole a los ojos— Hay algo en mi interior que me dice que hay algo más —hizo un ademán, poniéndose la mano sobre el pecho. Temblaba de ese mismo dolor que le oprimía— pero mi cabeza… ¡no consigue recordar! —abarcó el lateral de su testa, con la mano abierta.

-Date tiempo entonces.

—¡YA HE TENIDO TIEMPO, ETHORAS! ¡SIETE LARGOS Y MALDITOS AÑOS! —gritó, desgarrado su garganta. Respiró fuerte, mientras miraba al forestal con el rostro sufrido y exasperado.

Ethoras guardó silencio ante su reacción y terminó asintiendo comprensivo, aunque no pudiese evitar protegerlo, pues sabía cuánto amaba a su familia y que iba a causarle un gran dolor.

—Iré contigo. —decidió, tras una pausa. Denoroth le miró un poco asombrado por su decisión, pero, lo agradeció en el alma.— No voy a dejarte solo en esto. Por lo menos, por los viejos tiempos. —esbozó una sonrisa leve, el guerrero asintió calmando su desesperación.

El forestal le abrazó con un profundo pésame y en su ayuda demostró que aún era su amigo de la infancia.

La casa Annor no quedaba lejos, a media milla de la Aldea Brisa Pura. Un relativo silencio había entre ambos elfos. Denoroth mantenía la vista al frente, con el corazón encogido. Hacía demasiados años que no pisaba su hogar, o lo que quedaba de él y se mentalizaba constantemente de que debía estar preparado. Ethoras le observaba, se preguntaba si debía de decir más detalles en cuanto llegaran, si sería capaz de soportarlo. Lo veía tan abatido como nunca lo había visto antes. A veces la verdad es demasiado dura para asimilarla, su mirada aprensiva hacia su amigo le hacía callar. Pensó en que debía decírselo cuando vea el desenlace tras visitar aquella casa.

Una ligera niebla a ras de suelo se levantó. La Casa Annor estaba justo en la Cicatriz. Denoroth miraba lo que quedaba de su antiguo hogar. Las paredes estaban derruidas y ennegrecidas, el techo se había venido abajo, había escombros por todas partes, apenas parpadeaba. Su corazón se encogió cuando creyó escuchar la risa de una niña. Su ojos le hicieron ver una visión de un recuerdo, cuando llegó de luchar en una escaramuza contra los Amani:

Sarah ya tenía siete años. Salía de casa al escuchar que su padre había vuelto. Corría hacia él. Denoroth la siguió con la mirada hasta verse a sí mismo con el uniforme de la guardia, cargándola en brazos, viendo cómo se sonreían mutuamente y dar un beso en la tierna mejilla de su niña. Salió de la casa su hijo Daniel, era ya un adolescente. Su yo de la visión le sonrió saludándole mientras Daniel avisaba a su madre desde el umbral y escuchaba “¡Madre, Padre ya está aquí!” e ir hasta su encuentro. Seline se asomó por la puerta. Denoroth escuchó su risa -su preciosa risa- al ver a su yo aupar a su hija y provocar un grito de júbilo a la pequeña. Llegaban los tres hasta el umbral. El Rompehechizos quedó frente a su mujer y le dio un beso en sus labios muy dulce. Olió la embriagadora fragancia de su pelo antes de dar un beso en la frente de su esposa y sentir el calor de su abrazo. No había mejor bienvenida. El elfo río cuando la niña buscó los brazos de su madre y así bajarse de sus hombros. Desaparecieron después al entrar en la casa, en familia.

Los ojos del guerrero se empañaron en lágrimas. Bajó del caballo, Ethoras hizo lo mismo, pero se quedó detrás, dejó que se acercara mientras le observaba.

Sus pasos, aunque lentos, eran seguros. Apartó la runa de la entrada para abrirse paso, rebuscando entre los escombros.

—No podrás encontrar demasiado —dijo su compañero— Saquearon lo que encontraron de valor antes de que llegásemos.

Denoroth tan solo asintió al escucharlo, aun así, seguía apartando desechos carbonizados hasta llegar al suelo donde vio entre polvo, tierra y cenizas, rastro de sangre ennegrecida y seca. Había pasado tiempo y tenía razón Ethoras. Cayó de rodillas al suelo posando la mano en el rastro. Cerró los ojos con rostro compungido, lleno de dolor. Susurró con voz quebrada:

—Debiste llevarme a mí y no a ellos… A ellos no… —seguidamente, oró entre lágrimas, cabizbajo, lo que nunca había hecho, recordando la fe de Seline y de la Luz, alzando un ruego:

“Luz , recógelos en tu seno. Diles que regresar con ellos es mi único consuelo. Haz que descansen en paz allá donde estén. Apiádate de sus almas e indícales el camino hacia las tierras imperecederas donde algún día regrese con ellos”

Ethoras le escuchó, eran palabras llenas de tristeza. El guerrero abrió los ojos con un nudo en la garganta, pues a pesar de todo, para él no habían pasado tanto tiempo, tan solo hacía pocos días que empezó a recordar lo que había sido, lo que tuvo y el vacío que quedó después. Vio algo en el suelo atrapado entre los escombros. Presto, fue apartando los residuos que estorbaban. Era un lienzo algo estropeado, deteriorado por las llamas, casi consumida la imagen, pero aún podía verse, estaba rajado por la mitad; unió los cortes. Abrió los ojos tras sucumbir a un nuevo recuerdo:

Hacía pocos meses que Sarah había cumplido los nueve años, ese día se iba a retratar a la familia, era primavera. Seline estaba un poco nerviosa, miraba de que todos estuvieran bien presentables. Daniel tenía trece años, estaba a punto de entrar en la Academia de infantería.

Recordó los entrenamientos de cada mañana que hacían ambos. Iba cogiendo destreza en la espada, se hacía fuerte. Cada vez se sentía más orgulloso de él. No iba a heredar la Espada de Annor, pero había algo que sí podía hacer cuando él no estuviese: perdurar el nombre Annor’Othar. Le embargó una inquietud en ese sentimiento, aún sentía que no estaba demasiado conforme, pues en su interior aún recordaba el rechazo del “Legado”.

El cielo se encapotó, había nubes negras amenazando con una tormenta. Se oían los truenos en la lejanía. A pesar de que el hechizo de la eterna primavera perduraba, desde ese cataclismo, sacudió tanto los cimientos de la tierra, como las Líneas Ley, provocando que el hechizo milenario quedara algo inestable. Los vigías de las Líneas Ley trabajaban en los sagrarios para que volviera el orden.

—Denoroth, vámonos. —avisó Ethoras.

El guerrero aún seguía inmerso en sus recuerdos. De pronto, oyó voces en su cabeza, voces que le eran familiares “Traidor” . Un destello de un rayo iluminó el paraje, Denoroth se sobresaltó. Jadeó. Se puso en pie. En la pared que aún quedaba erguida, colgaba un espejo hecho añicos en la que creyó ver en un delirio la mirada severa de su padre. Comenzó a diluviar, Denoroth sacudió la cabeza, respiraba muy fuerte. Ethoras fue a su encuentro, notó enseguida que algo iba mal.

—¿Denoroth? —apoyó la mano en su hombro. Este le miró un poco confuso y angustiado— ¿Estás bien? —le preguntó preocupado.

—Sí…—respondió inseguro. Volvió a mirar el cuadro de su familia, las gotas de la lluvia limpiaban lentamente el lienzo cubierto de ceniza.

—Vayámonos a refugiarnos del aguacero. Vámonos de aquí.

Asintió aún afectado y aturdido, le pareció buena idea. Cabalgaron hasta la plaza Alalcón hacia la posada, estaban empapados. Ethoras pidió alojamiento y un poco de comida caliente para entrar en calor, pero Denoroth no quería probar bocado, lo que había visto le tenía en vilo. Se sentaron en una mesa apartada del resto de la gente que se guarecían de la tormenta.

—No has abierto la boca desde que nos fuimos de la casa Annor. —dijo Ethoras preocupado.— Algo te ocurre, puedo verlo en tu rostro. Sabía que no era buena idea.

—Hay algo…—comenzó a hablar.— que pude recordar estando ahí. Pero… es demasiado confuso, difuminado e inestable.

Ethoras le miró con cierto asombro, le creía destruido y muy afectado, sin embargo, en apariencia parecía estar entero y de una pieza.

—¿Puedes explicarlo? —preguntó intrigado.

Denoroth sacudió la cabeza, con los ojos fijados en algún punto de la mesa, forzando la mente.

—Es difícil, ni siquiera sé si es real. He tenido sueños muy confusos todo este tiempo. Parte de lo que soñé era real, pero no reconocía nada de lo que veía en ellos. Lo demás, era muy surrealista. —frunció el cejo, levantó la vista hacia su compañero.— Me dijiste, que cuando hicisteis un reconocimiento y llegasteis a la Casa Annor, encontrasteis cuatro cuerpos y la casa había sufrido un incendio.

—Sí…—respondió intrigado, notó que estaba indagando.

—Pero eso no es el modus operandi de la plaga. —se extrañó, meditando en medio de los recuerdos, gestionando las emociones y buscando analizar la situación.

—Lo sé. Creemos que el incendio surgió antes de que la plaga entrase por el sur.

—Dijiste cuatro cuerpos, —Volvió a decir, recapitulando— ¿No encontrasteis ningún cuerpo más alrededor de la casa?

Ante aquella pregunta, creyó oportuno decirle algo más, pero habló con prudencia.

—Había más que eso. Encontramos a un miembro de tu casa, vivo. Hacía años que no lo veía, me fue difícil identificarlo de buenas a primeras.

—¿Quien? —preguntó con intriga, esperanzado.

—Tu sirviente, Mendoreth Dobrah’rien —frunció un poco el cejo al hacer memoria.

—¿Qué le pasó?

—Lo encontramos con los ojos arrancados y la lengua cortada, tirado en el suelo y agonizando, escondido a ojos de la plaga, en una madriguera de conejos. Cuando lo llevamos al campamento para que pudieran sanarle, balbuceaba, no logramos entenderle. Tratamos de serenarlo y le dimos un papel y una pluma por si quería decirnos algo. No paraba de escribir “Toda la culpa es mía” mientras lloraba lágrimas de sangre. Sus heridas de los ojos no habían sanado, fue… espantoso. Fue entonces cuando dedujimos que… lo que ocurrió en tu casa no fue obra de la plaga, si no que él había quemado tu casa y asesinado a los habitantes de ella.

Se dio un momento para asimilar la información. Negaba continuamente la cabeza sin dar crédito, incrédulo.

—¿Dónde está?

—Lo encerramos en las mazmorras. Por negligencia del propio Regente, no se le condenó a muerte, pues era un caso extraño y le pareció apropiado que investigáramos antes al saber a qué familia servía. —al acabar de relatar el resto que le ocultaba, cogió su brazo previniéndolo.— No sé si está vivo en estos momentos, han pasado años, y en el caso de que quisieras ir a las mazmorras, no vayas hoy. Date un momento, amigo mío. Acabas de sufrir una conmoción en ese lugar.

Suspiró entrecortado, angustiado, negando con la cabeza. Una presión crecía en su pecho y apenas le dejaba respirar. Se pasó la mano por la cara y terminó asintiendo. Se levantó de la mesa.

—Voy a tomar el aire. Necesito… un instante.

—Desde luego…-dejó que se levantara y le siguió con la mirada, aprensivo.

Denoroth le era difícil asimilar todo. Al salir fuera de la posada, buscó de su morral su pipa. Tenía las manos temblorosas, necesitaba calmar su desasosiego, pero no podía siquiera preparar el calibre. Estrelló la pipa en la pared de ese corto pasillo de la posada. No podía creerlo. A Mendoreth lo había visto desde su niñez, siempre fiel, siempre entregado. Cada vez se encolerizaba más. Salió fuera donde caía el aguacero, necesitaba sentir las gotas de lluvia por su rostro. Cerró los ojos, con tremendas ganas de gritar. Jadeaba.

Había un árbol robusto cruzando la plaza, eran demasiadas emociones juntas, no podía soportarlas más. Corrió, chapoteando el agua del suelo adoquinado hacia aquel árbol retorcido de hojas doradas. Apretó los puños con tanta fuerza, que tenía blanco los nudillos. Comenzó a pegar puñetazos en el tronco con todas sus fuerzas liberando toda esa tensión. Una y otra vez, cada vez más enérgico, a más velocidad, proliferando un grito desgarrador que arrastraba toda su agonía. Cuando ya no podía más, cayó de rodillas, apoyó la frente en el tronco y rompió a llorar amargamente.

CAPÍTULO XI

Llevaba horas sentado en el suelo recostado en el árbol, con la mirada fijada en un charco donde las gotas ondeaban y burbujeaban. La tormenta no amainó y la lluvia arreciaba. A pesar de lo angustiado que pudiera sentirse, el golpear el tronco le ayudó a desahogar parcialmente su dolor. Ahondó en los recuerdos buscando respuestas. Aún no concebía que Mendoreth, a quien lo conocía desde que era un niño, hubiese cometido tal horror. Recordó de pronto cuando habló con libertad el día que su hijo desenvainó “El Legado” :

“Engendrar un hijo con una humana y casarse con ella fue un error. Quiero que sepa, que, aunque hasta ahora nos cuesta saber que ha roto completamente la tradición de esta casa, no vamos a dejar de servir tanto a usted como a su familia”

Arrugó el entrecejo analizando después el trato que su sirviente tenía con su mujer e hijos. Negando, consternado. No fue demasiado afectuoso, pero siempre tuvo respeto por ellos.

Ethoras ya no podía aguantar más. Había respetado que Denoroth tuviese un momento de soledad para al menos llorarlos, desahogar su dolor, pero temía que pudiera hacer alguna locura. Se levantó de la silla y salió de la posada. Oteando lo que le permitía la lluvia y la noche, un rayo iluminó lo suficiente para verle bajo aquel árbol, sentado, apoyando el brazo diestro en una rodilla; con la cabeza agachada. El largo cabello negro mojado del elfo cubría su rostro en mechones apelmazados. Corrió a su encuentro, alarmado.

—¡Denoroth! —Le ayudó a levantarse- Volvamos a la posada, estás empapado. —cuando se pusieron en pie, se fijó en el tronco, con el rastro de sus nudillos marcados. Le miró con lástima.

—No fue él. —masculló, meditativo, con la mirada perdida en la nada. Cabizbajo.

—¿Quién?

—Mendoreth no los asesinó. Nunca haría algo así. —levantó el rostro hacia los ojos de Ethoras, donde aún reflejaba su aflicción.

El forestal, prefirió evitar hablar de ello y pensar en su bienestar.

—Denoroth… escucha…

—¡Estoy bien, Ethoras! —bramó molesto, ante la actitud lastimera de su amigo, cortante y represivo. Destilaba en sus ojos rencor. Reproche. y por más que entendiera sus motivos de su silencio después de tantos años, no pudo evitar sentirse airado.— Tranquilo, no me he vuelto loco. —Se soltó bruscamente, fulminándolo con la mirada. Caminó presto hacia la posada, dejándolo sólo.

Ethoras le observaba un poco dolido, a pesar de entenderle. No sabía cómo ayudar a Denoroth, y pensó en lo que le dijo cuando hablaron antes de ir a la casa Annor. Poniéndose en su lugar le era imposible. Todo lo que perdió fue sus hermanos, pero él siempre ha creído que lucharon por defender a su pueblo en la caída de Quel’thalas; que murieron con honor y les debía honrar. Pero, a pesar de lo que él piense, había visto a muchos sucumbir a la locura, tanto por la sed de magia, como por la gran pérdida de los seres queridos, de cómo fueron atacados por ellos, resurgidos como no-muertos descerebrados.

Prefirió no exceder su protección, o preocuparse en demasía por él. Confió en su fortaleza.
Al entrar en la posada, Denoroth iba dejando el rastro en el suelo de barro barnizado de las botas, produciendo un reguero de agua a su paso. La posadera lo fulminaba con la mirada. Encantó el cubo y la fregona, y los enseres reaccionaron acercándose, trapeando el suelo bajo el influjo de la magia doméstica.

El forestal entró minutos después de él -limpiándose previamente las botas en el felpudo-; le volvió a ver sentado en esa misma silla donde tomó asiento cuando llegaron. Se sentó a su lado, cauto, esperando en ese momento no ser un estorbo para su amigo. Denoroth no mostró signos de molestia. Relajó un poco su hostilidad, y permitió que se quedase con él.

Esperó paciente a que hablara, pero solo veía a Denoroth negar de vez en cuando con la mirada perdida, reflexivo y ceñudo.

—¿Vas a decirme de una vez qué te ronda en la cabeza? —preguntó, exhalando el aliento.

—Sigue sin cuadrarme que haya sido Mendoreth. Como ya te dije, él no haría algo así.

—Y, ¿cómo explicarías lo sucedido?

El elfo, inmerso en sus reflexiones, respondió:

—Hay algo más, por muchas vueltas que le doy, llego a la conclusión de que Mendoreth no podría: Seline sabía luchar, aunque se hubiese retirado del ejército. Mi hijo ganaba destreza cada día con la espada, se habría defendido y más entre su madre y él, y eso, en el caso de que Mendoreth fuera hábil con la espada. Recuerdo que él me ayudaba en el pasado cuando apenas era un muchacho para entrenar los ejercicios que aprendía en la Academia. Mi padre siempre estaba fuera y rara vez se le veía por casa, y te puedo asegurar que no era tan bueno. -levantó la vista que mantenía clavada en la mesa, hacia los ojos del forestal.- Debió ser otra persona más preparada, alguien que nos odiara mucho, para cometer esa atrocidad. Tú mismo lo has dicho, los mutilaron y tal vez quemó él la casa para borrar las pruebas. Yo tuve “suerte”, no me hallaba en la casa, no arrastré el amargor de la pérdida durante estos años hasta ahora que al fin recuerdo. La cuestión es “¿quién ha sido?” y “¿por qué lo hizo?”, mi memoria no me alcanza si hubiese granjeado enemigos. A menos que hayan sido los Amani.

—No había signos de que fuesen ellos, y no es el modo de actuar de esos trols abominables. Pero espera…—alzó la mano para que aguardara tras escucharlo su razonamiento o… testimonio, confuso e intrigado.— De ser cierto lo que dices y hubiera un enemigo, ¿por qué Mendoreth se entregó a la justicia? Se sentía culpable, es más, dijo que la culpa era suya.

—Eso es lo que querría averiguar. Y, sobre todo, si se hizo él mismo eso… o se lo hicieron. -concluyó.

—Denoroth… estaba completamente ido, perdió la razón cuando lo encontramos. Balbuceaba, escribía repetidas veces eso, ya te lo dije, estaba alterado, tuvimos que darle un tranquilizante. Ni siquiera sabemos si sigue vivo o si murió en la celda. Pero en el caso de que estuviera vivo, no creo que saques nada en claro.

—Igualmente iré. —respondió, muy serio.— Si no sacara nada en claro, volveré a la Casa Annor por si hubiera algún indicio o algo inusual que me conduzca al asesino, y si no encontrara nada…—su rostro se contrajo en amenaza, siseando entre dientes, con toda la cólera asomada desde las entrañas.— Pido a la Luz que me permita tener a ese hijo de pu.ta a mi alcance y pueda vengarme.

Ethoras lo miró detenidamente. Asintió una vez sin ánimo de detenerlo o contradecirle.

Selama Ashal’anore . La justicia de Quel’thalas caerá sobre su peso. —dijo convencido— Si contigo se abre el caso, con tu testimonio y el de tu sirviente, si aún conserva la cordura, podremos dar con él. —concluyó, con una suave una palmada suave en su hombro, dándole su encomio y ayuda.

Agradeció que su antiguo compañero de batalla estuviese con él en esos momentos tan cruciales, dibujando una media sonrisa en los labios.

—Deberías darte un baño caliente y descansar. —sugirió el forestal.— Te conseguiré algo para que puedas dormir esta noche y no te atormente lo ocurrido hoy. Iré a la ciudad a la casa del boticario.

A Denoroth le pareció una buena idea. Hacía días que no se daba un baño; levantó un poco la axila y le dio por olfatearse con un gesto desagradable. Hizo arrancarle una pequeña risa al forestal. Le dio dos palmadas al hombro de su amigo antes de levantarse de la silla y disponerse a marchar, pero Denoroth le detuvo un instante, cogiéndole del brazo. Sus miradas se encontraron.

—Gracias, Ethoras. —murmuró agradecido.— De no ser por ti… —dejó en el aire esas palabras, pero vio en los ojos del forestal, que sabía qué quería decir.

Ethoras respondió con una sonrisa, y se cogieron del brazo como camaradas, reafirmando su amistad.

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El despertar de la mañana fue gratificante, se sentía descansado y con fuerzas renovadas, incluso su mente estaba más despejada. Cambió de opinión respecto a ese elixir que consiguió Ethoras para que pudiera descansar. Sabía que esa noche la pasaría en vela, dándole vueltas, o recordando a su familia para cegarse por el fuego de la venganza. A pesar de los infortunios y la próxima visita a los calabozos de Lunargenta, se sentía con cierta confianza de que sabría afrontarlo, aunque no por ello dejaba de tener esa inquietud, pues volvería a ver a su sirviente después de tantos años olvidados.

Salieron de la posada en dirección a la ciudad. Hacía tiempo que no pisaba Lunargenta y no parecía que hubiera sido asediada hace seis años. La última vez que la vio, la parte del Bazar estaba destruida por la plaga, pero con esfuerzo, la habían reconstruido. Tenían que ir a la plaza del Errante, debían ir al calabozo de la Sala de la Sangre.

Ethoras saludó a sus compañeros que entrenaban en la Plaza y, antes de llegar a las puertas de la Sala de Sangre, salió el Maestro Sol Sangrante del edificio con cierto asombro, cargado de irónica diversión y con una sonrisa de suficiencia.

—Vaya, Ethoras Ennorien en persona. Los años te han tratado bien, ¿qué tal en Tranquilien? ¿Aún se respira más el hedor de la plaga cerca de los renegados?

—Ahórrate tu bravuconería, Sol Sangrante. —respondió el forestal, tajante.— no hemos venido a verte. Necesitamos ir al calabozo a ver a uno de los presos.

El Maestro miró a Denoroth con vehemencia, inspeccionándolo. El guerrero clavó la mirada en los ojos del campeón, impertérrito.

—Y ¿quién es tu acompañante? Huele a mercenario a distancia.

—Contén tu tono despectivo. Este es Denoroth Annor’Othar, de la Casa Annor.

Cambió su expresión con cierto asombro, mirándole de arriba a abajo.

—No sabía que aún quedasen miembros de esa casa vivos. —su tono parecía algo más respetuoso— Llegué a conocer al General Denoriel Annor’Othar. Imagino que debes de ser su hijo, te pareces a él. Mi sentido pésame por su muerte.

Denoroth dio un asentir, aunque no sabría descifrar si realmente lo sentía o si en realidad era cierto de no saber que el único heredero de Annor viviese. Pero él era el menor de sus problemas en ese momento.

—Si fueras tan amable. —intervino Ethoras, impaciente.— Tenemos que ver a Mendoreth Dobrah’rien. Fue a quien entregamos hace seis años del caso “Annor”.

Sol Sangrante hizo una mueca de lucidez al recordar a quien se refería.

—¡Ah, sí! quien se arrancó los ojos y se cortó la lengua. —respondió con poca sensibilidad.— Está bien, pasad.

Siguieron al Maestro hacia la entrada de las mazmorras bajo el cuartel de la Sala de Sangre. El pasillo era lóbrego con varias antorchas en las paredes que fulguraba fuego arcano; el ambiente estaba cargado. Llegaron al umbral del pasillo, donde dos Caballeros guardaban la entrada y se cuadraron en presencia del Maestro.

—Buscan a Mendoreth Drobrah’rien —anunció a uno de los guardias. Miró a ambos individuos antes de dejarlos con ellos.— Os guiarán hasta su celda. He de dejaros. De corazón espero que se resuelva este caso. Lleva demasiado tiempo abierto.

Ethoras simplemente asintió. Era en la única cosa que podría estar de acuerdo con él. A pesar de que los Caballeros de Sangre se redimieron de sus acciones tras la recuperación de la Fuente del Sol, y las diferencias entre Los Errantes y los Caballeros hayan mermado considerablemente, hay carácteres y huesos duros de roer como el propio Sol Sangrante.

—El prisionero de la celda trece. —relacionó enseguida uno de los guardias que se adelantó para acompañarlos.— Bien, pasad.

La sala era enorme y circunferencial. El campo antimágico de cada celda fulguraba violáceo en cada puerta. Se separaba de entre las demás, celda por celda con un tabique de pared gruesa de unos treinta centímetros. No se hacían demasiados prisioneros. Normalmente, la ley Thalassiana era rápida e inflexible. Destierro… o muerte. No había indulgencia posible. Si un caso era lo suficientemente misterioso sin apenas respuesta, los inquisidores del Magisterio se ocupaban de entrar en las mentes de los posibles sospechosos hasta dar con el asesino, pero rara vez se les requería de sus servicios ante la eficacia de la justicia de Lunargenta. Aunque, al parecer, la mente del prisionero era demasiado abstracta y difícil de leer para poder llegar a una conclusión propicia. Poco a poco, iban acercándose a una de las celdas que apenas la luz de los braseros del pasillo alumbraba.

—Eh, tú. Tienes visita. —anunció el guardia desde fuera. Se desdibujó una puerta en ese campo antimágico contingente entre ambos tabiques donde habría al menos cinco metros cuadrados en su interior. Un elfo muy delgado salía de una esquina donde estaba sentado. Tenía una barba poco poblada y maltratada, con los ojos tapados en una venda. Su piel era grisácea y arrugada, parecía un desdichado. Llevaba unas ropas andrajosas: una camisa y un pantalón con varios remiendos, con la tela gastada, que en algún momento había sido amarilla, ahora era de un color ocre oscuro. Denoroth abrió los ojos traumado ante la imagen. Por un instante, deseaba poder largarse de ahí, pero… reunió la fuerza suficiente para no hacerlo. Miraba a su supuesto sirviente en la oscuridad, apoyando la mano en el tabique. Ethoras le observaba, creyó oportuno cierta intimidad, así que miró al guardia y le pidió un instante a solas.

El prisionero se acercó a la luz que arrojaba aquellos braseros. Denoroth sintió como su corazón se encogía al ver así a la persona que le crio. Mendoreth estiró el brazo hacia la pared, palpándola para quedar cerca de la puerta, temeroso y tenso, desconocía quienes eran sus visitantes. Denoroth bajó su mano hacia la del prisionero, sobresaltando a su criado por el contacto, pero no retiró su mano. Su rostro se compungió al sentirla, con una terrible incertidumbre.

—Hola, viejo amigo… —se pronunció Denoroth.

Mendoreth, tras escuchar a su señor quiso palpar su rostro por si sus oídos no le engañaban. Tras saber que era él, se convulsionó sollozando. Se postró a sus pies rompiendo a llorar. Denoroth contuvo un nudo en la garganta, conmocionado. Le ayudó a levantarse, donde a duras penas el sirviente lograba sostenerse en pie de la congoja y acabar abrazándolo. Difícilmente podía contener las lágrimas. Ethoras les dio un momento, era un encuentro emotivo, después de tantos años. Cuando vieron que el preso apenas podía sostenerse, lo volvieron a sentar en la cama, sentándose junto a él. Cogió la capa de su señor y la besó mientras se mecía entre sollozos. Denoroth se calmó, debía controlar sus emociones

—Mendoreth… quisiéramos hacerte unas preguntas. —dijo con suavidad, haciendo grandes esfuerzos por usar la templanza. Él negaba con la cabeza constantemente, mirándole con suplica.— Por favor…, necesito que puedas responderlas. Si estoy aquí, es porque creo que eres inocente.

El preso se quedó quieto al escucharle mostrando un profundo temor.

—Necesito que puedas explicarme qué ocurrió ese día. Podemos acercarte un papel y una pluma por si pudieras escribir la respuesta.

Él apartó el rostro, volvió a negar de nuevo.

—Sé que los recuerdos son horribles y volver a recordarlos solo causaría dolor… pero no voy a permitir que te quedes más aquí por una culpa que no fue tuya.

Mendoreth volvió el rostro a su amo, se compungió y volvió a asentir contradiciendo sus palabras entre sollozos. Denoroth miró a su compañero con cierta impotencia.

—Traeré algo para escribir, enseguida vengo. —Ethoras se levantó y les dejó a solas.

—¿Quién te hizo esto, amigo mío? —le preguntó mirándole afligido.

Este no contestaba, tan solo se mecía y posaba parte de la prenda de la capa de su señor en el pecho.

—Ese día, no debí haberme marchado de casa… no debí haberos dejado solos.

En ese momento, volvió a su amo queriendo tocar su rostro y reseguir el contorno con sus dedos ásperos. Asintió lentamente, compungido. Denoroth se intrigó, quiso empezar a preguntarle, pero Ethoras entró seguidamente a la celda.

—Aquí tienes, espero que no se le haya olvidado escribir.

Colocó en las delgadas piernas de Mendoreth la hoja sobre un tablón para apoyarse, pero este lo apartó enseguida y volvió a negar enérgico con la cabeza.

—Tienes que hacerlo. Por favor, no te niegues. —Denoroth volvió a colocarle el tablón sobre sus piernas. Cogió la pluma previamente mojada en tinta y se lo colocó en su mano derecha.— Ahora… vamos a hacerlo despacio. Asiente o niega si son preguntas que lo requieran. Lo demás, trata de escribirlo.

Este sollozaba con el rostro compungido y suplicante.

—Es necesario, Mendoreth, ya sé que no quieres, pero esta vez hazlo por mí. —rogó Denoroth, calmado.

Mendoreth asintió muy lentamente sin dejar de llorar. No le salían lágrimas de sus ojos puesto que estaban vacíos y ni mojaba la venda que cubría tal atrocidad.

—Te haré una pregunta sencilla: ¿te hiciste esto?

Él negó una vez con la cabeza, algo asustado.

—¿Estabas ese día… cuando ocurrió?

Él asintió, de la inquietud se mecía nervioso, pero Denoroth posó la mano en su brazo para que dejara de hacerlo ante la magnitud de la siguiente pregunta.

—¿Quién mató a mi familia?

Volvió a sollozar de nuevo, y comenzó a escribir. “La culpa fue mía” una y otra vez. Denoroth detuvo su mano.

—Volveré a formularte la pregunta de otro modo. ¿Por qué dices que es culpa tuya?

Mendoreth quedó un poco más quieto, aunque temblaba. “La sangre de los Annor era mi responsabilidad, es culpa mía”.

—¿La sangre de los Annor? —preguntó sin entenderle- No estás respondiendo a mi pregunta. Sé claro, Mendoreth, ¿A qué te refieres?

Volvió a escribir: “Debí protegerte cuando estuve a tiempo. Pero ya era tarde…” . Denoroth negó con la cabeza aún sin comprenderle.

—¿Protegerme de qué?

Mendoreth apoyó la mano en la mejilla de su amo un instante. Despacio volvió a apoyarla en el papel: “De la maldición de los Annor. La sangre de su linaje se corrompió”

El guerrero miró a su compañero tras leer lo escrito. Este le miró con la misma tensión. No parecía querer formular más preguntas, así que Ethoras siguió, creyó oportuno presentarse y amainar un poco la tensión:

—Mendoreth, soy Ethoras, no sé si te acuerdas de mí, fui compañero desde la infancia de Denoroth, en ocasiones he ido a la casa Annor, de eso hace algún tiempo.

Él asintió aún tembloroso y huidizo.

—¿Podrías decirme en qué consiste tal maldición?

“La tradición de los Annor era honrar a la familia y legar la espada a aquel descendiente puro. Pero mi señor Denoroth quebró su linaje”

—¿Qué sucede si se quiebra?

La mano de Mendoreth comenzó a temblar, no podía escribir algo definido. Sollozaba y dejó la pluma para taparse el rostro con sus manos. Denoroth le miró compasivo y angustiado.

—Démosle un descanso. —sugirió Ethoras. No parecía que el preso soltara más al revivir recuerdos espantosos. El elfo asintió y le recostó en el camastro.

Mendoreth volvió a coger la capa de Denoroth y a besarla compungido, entre lágrimas.

—Descansa… —dijo el guerrero mientras le tapaba con una manta y acariciaba su frente.— ya habrá otro momento para hablar.

Salieron de la celda, avisaron al guardia para que regrese. Cerró la puerta y los acompañó hasta afuera. Quedaron un poco consternados, especialmente Denoroth, que quedó muy afectado. Salieron a tomar el aire.

—Ha dicho más de lo que dijo cuando lo encontramos -anunció Ethoras.— No está tan loco como parece. Creo que esperaba este día.

Denoroth dejó la mirada reflexiva en algún punto del suelo.

—Es como si estuviera reviviendo una y otra vez cada recalco de mi padre por honrar a la familia. Creo que está obsesionado con esa tradición y parezca que realmente fue él quienes los asesinara. Quizás… pidió ayuda, alguien más preparado y que lo hubiese maquinado todo. Que en un acto de arrepentimiento no opusiera resistencia para que lo metieran preso.

—Eso sería posible, sí… —concordó Ethoras ante su conjetura.

Un par de Caballeros de Sangre se apresuraron al encuentro de ambos elfos.

—Tenéis que regresar, ha sucedido algo con el preso a quienes habéis visitado.

Ambos elfos se miraron un poco alarmados y corrieron a los calabozos. Al llegar a la puerta de la celda de Mendoreth, le encontraron ahorcado con su propia sábana atada a los barrotes del respiradero que quedaba en lo alto de la pared, la cama estaba en el centro de la celda.

Denoroth apartó la vista.

CAPÍTULO XII

El aire parecía asfixiarle, ¿podría ser que su sirviente fuera el culpable? al suicidarse de esa forma, tales sospechas parecían confirmar esa pregunta, pero era todo tan inconcebible que sintió nuevamente esa presión en el pecho. No podía entrar en la celda junto a su amigo. Terminó sentándose en el suelo con las manos en la cabeza, abatido. Ethoras entró en la celda al ver a Denoroth tan afectado, para ayudar a descolgar el cuerpo junto al carcelero. Dos Caballeros de sangre trajeron una camilla y así, con una sábana, tapar el cadáver. Ethoras investigó cómo había podido ahorcarse, y todo parecía indicar que la altura del camastro le ayudó a poder maniobrar su plan de suicidio.

Repasó con cuidado el somier y el colchón sucio y maltratado. Encontró los papeles desperdigados que le habían proporcionado para que pudiera responder a todas sus preguntas y a cambio, halló un mensaje. Oyó por el pasillo como el Maestro Sol Sangrante dictaminaba órdenes a los Caballeros que retiraban el cuerpo. Tenía pocos segundos para esconder los papeles bajo su cota de mallas, pero antes de entrar el Maestro, tuvo unas palabras con Denoroth.

—Lamento lo ocurrido.

El guerrero se levantó y asintió, reprimiendo sus emociones.

—Imagino que el caso ha sido resuelto. El sujeto se suicidó y dadas las circunstancias, todo parece indicar que, ante su presencia, no parecía soportar más la culpa. Como bien dije, había sido abierto el caso demasiado tiempo. Él mismo había reconocido su crimen cuando los Errantes lo encontraron.

Denoroth, cansado de su arrogancia y poco tacto iba a protestar, pero Ethoras intervino a tiempo.

—Maestro.

Las miradas de tanto el Maestro como el forestal se cruzaron. No obvió Sol Sangrante por qué llamó su atención.

—El caso es de Los Errantes. No de los Caballeros de Sangre. —añadió, con autoridad.

—Y los Caballeros de Sangre exigen que se les informe de este caso tan especial. Estamos muy interesados y no por ello se nos exime del caso. —respondió mirándole frente a frente.— Como criminal, y viendo que él mismo se ha sentenciado, lo mejor es quemar el cuerpo y que tanto su nombre como el apellido de su casta, sea borrado.

El Maestro miró a Denoroth tras esa sentencia, esperando que lo apruebe. Sin embargo, el elfo se hallaba con la mirada baja al suelo, tomándose un momento antes de responder. Finalmente, alzó la mirada y respondió a la espera de Sol Sangrante.

—Incineraremos su cuerpo, sí. Pero de sus cenizas me ocuparé dónde depositarlas.

—¿Estás seguro de eso, Denoroth? —preguntó algo preocupado Ethoras.

—Sí. —respondió en un leve suspiro mirando a su amigo, recomponiéndose.

El forestal asintió y esperó que el Maestro respetara la decisión de su amigo. Él no tenía nada que añadir, asintió también.

—Que así sea.

—————————

El cielo seguía encapotado con esas nubes que no parecían querer marcharse nunca. Sin embargo, no llovía y había una bruma que cubría el Bosque de Canción Eterna. Denoroth sostenía la urna con las cenizas de Mendoreth. La miraba largamente. Debía decir unas palabras, tal vez era el momento de hacerlo, pero ¿cómo hablar de todo cuanto fue cuando su corazón estaba cargado de resentimiento? ¿Cómo tener unas palabras de hermosos recuerdos de cuando era aún un niño y recordar momentos junto a su siervo, cuando las imágenes más frescas en su mente era la devastación de su casa y la pérdida de su familia? ¿Qué esperanza podía darle a alguien que se quitó la vida, que creyó confiar, que hubiera dado su brazo diestro por él confiando en que él no había asesinado a su mujer e hijos? ¿Se había equivocado con Mendoreth? ¿Él era el asesino?

Una mano amiga se posó en el hombro del elfo sacándole de sus pensamientos más profundos.

—¿Dónde depositarás sus cenizas? —preguntó Ethoras.

Denoroth dio un largo suspiro, volviendo a mirar la urna.

—No sé qué hacer, Ethoras. Todo esto me está consumiendo. Si fuera el hombre que creía ser Mendoreth… hubiera llevado sus cenizas junto a su linaje. Junto los restos de su mujer, donde descansen en paz. Por otro lado, creo que debería ir hacia el mar y dejar que el viento se lleve sus restos donde no haya ninguna tumba con el que llorarle, ni quede nada para recordarle.

—Antes de que tomes esa decisión… —Ethoras sacó bajo la cota de mallas, un papel mal doblado del que le era familiar Denoroth. Se lo dio en mano— Estuvo cerca de que Sol Sangrante me descubriese. No he tenido tiempo a leerlo, pero no era las respuestas a las preguntas que le hicimos, si no un mensaje y parece que va dirigido a ti.

Denoroth no tardó en desdoblar esa hoja para poder leer el contenido con ansiedad.

“No lea esta carta en voz alta.”

Se extrañó, ¿por qué no querría que hiciera tal cosa? Lo respetó a pesar de hacer una mueca de profundo resentimiento antes de seguir leyendo.

Querido Señor:

Cuando encuentre esta nota, espero poder reunirme con los míos en el reino de los muertos. Os he esperado durante todos estos años para poder guardar el secreto como fiel siervo de su casa. He cometido muchos errores protegiendo secretos de los Annor’Othar, pero no deseo guardar más secretos antes de morir. Todo lo que le contaré ahora, será lo que no recordaba.

El tiempo en el que estuve preso, pude meditar en su dinastía, en la espada ancestral que orgullosamente portan todos los Annor’Othar y lo que le sucedió a su hijo hace años. Al principio llegué a pensar que lo que su hijo vio en el reflejo de su espada, no eran más que imaginaciones. Lo que le dije en ese momento sobre la mezcla de sangre, debo confesar que más bien, era lo que podría haberle dicho su padre. Nadie esperaba que usted, o cualquiera de su linaje, se mezclara con la de los humanos desde que llegamos a conocerlos hace casi tres mil años y siguiera su linaje como siempre ha perdurado, con los de su pueblo. Pero le vi por primera vez desde que nació, feliz con su decisión, feliz con su mujer humana e hijos mestizos. Por eso yo decidí seguir sirviéndole y no juzgar su decisión, pues siempre quise su felicidad.

No era una leyenda lo que le dijo su padre. Todas las esencias de quienes empuñaron esa espada que porta, están vivas en su interior, ¡no la toque! puede llegar a poseer al portador, por eso el primero de su linaje, el primer Annor, Finwë Annor , un poderoso mago Altonato, forjó una espada especial con un hechizo ancestral en las estancias de la Reina Azshara, en Zin-Ashari, para asegurar que su linaje cumpliría con su voluntad. De ahí que tengan tan arraigada ciertas tradiciones. Usted es la prueba viviente qué ocurre cuando no se respeta la tradición de su casta.

¡Busque el modo de destruirla! ¡deshágase de ella! No la entierre o aparte, si no, siempre le llamará, siempre le reclamará, la magia que encierra su sangre hacia esa espada jamás podrá deshacerse, pero al menos, sí podrá mutilarla. Ninguna esencia más comprometerá su descendencia ni a usted.

Hágalo y podrá vengar tanto mal que le ha causado.

Selama Ashal’anore

(Continuará…)

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(Paréntesis del relato)
Acabo de revisar los errores gramaticales. Pido una disculpa anticipada. Ya los he corregido. Este relato hace casi 10 años que lo escribí y no me fijé mucho en si hubiese algún error, tanto de expresividad como en errores ortográficos.

Espero que lo disfrutéis. Pronto continuaré los siguientes capítulos.

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