El caserón estaba completamente abandonado, ventanas tapiadas con madera, muebles destrozados usados a modo de barricadas - barricadas que habían sido completamente destrozadas.
La poca luz que provenía del exterior mostraba el resto del asentamiento humano vacío, abandonado, con aún un par de fuegos en mitad del pueblo, pilas de cuerpos en la plaza central y los estandartes violetas de la Dama Oscura empalados sobre algunos guardias.
Aún así, más allá del sonido de algún geist o esqueleto masticando los restos de algún pobre miliciano, el caserón se mantenía en silencio, más perceptible en el húmedo sótano, en la mitad del cual se encontraba asegurado a una silla un huargen de gran tamaño, herido, pero mantenido con vida. A parte del ruido de su respiración, agitada, otro provenía de una esquina de la sala. El sonido del metal, así como de una cuchilla afilándose. La reacción ante el ruido fue un gruñido leve por parte del prisionero, entreabriendo los ojos.
—Ah. Capitán.
Del mismo lugar de donde venía el sonido del afilado, sonó una voz profunda, de ultratumba. Lenta y pausada, grave, aún así conservando una cierta melosidad y carisma. El ruido de algo siendo apoyado en una bandeja de plata se hizo notorio, en lo que el renegado se acercaba al prisionero, llevando una mesilla con ruedas hacia donde estaba sentado. El lobo se mantuvo callado, dedicando una mirada de odio con esos ojos sorprendentemente expresivos para un animal.
—No creo que haga falta… Recapitular lo que ha ocurrido ahí fuera. Así que empezaré a realizar una serie de preguntas, si no le molesta.
—No diré nada.
Estoico. Tozudo. El lobo habló, con los dientes apretados. Frunciendo el ceño, el renegado, bastante entero para su condición, simplemente dedicó un corto asentir al gilneano.
Seguido de lo cual se arregló el guante, de cuero negro, y se volteó para colgar su chaqueta y cubrirse con un delantal.
—Procedamos por las malas, pues. Ya que vamos a redecorar este pueblucho quizás me haga falta una alfombra. Voy a dejar presente, Capitán, que vivo o muerto, conseguiremos la información que buscamos. Esta parte es una mera formalidad.
No hubo respuesta, sólo un gruñido leve, negándose a conversar más con el renegado. Inmobilizado, quizás podría hacer algo si se acercaba a distancia de morder… Pero curiosamente, el no-muerto no se acercó a él, si no que fue hacia la escalera que salía del sótano y llamó en tono calmado a los guardias que estaban arriba.
—Atenderé a la chica ahora.
Hubo el sonido de botas pesadas moviéndose hacia el exterior del hogar. El huargen miró confuso por un momento al renegado, que simplemente volvió hacia la mesa que estaba cerca de él, y entre los cuchillos se vislumbraban algunos efectos personales, de entre los cuales el reanimado alzó un colgante, el cual se abría y revelaba un retrato familiar, oculto tras una tapa de oro con el emblema de Gilneas.
—Preciosa familia.
Dándose cuenta de la situación, el capitán de la guardia se dispuso a gritar para detenerlo, pero nada más abrir la boca para intentar detener lo que estaba a punto de ocurrir, el renegado con una fuerza sorprendente para alguien de su constitución le mantuvo las fauces abiertas, colocando un estandarte gilneano en estas y enmudeciéndolo gracias a una correa de cuero. Desesperado, el huargen luchaba contra el improvisado bozal. Incluso algunas lágrimas se formarían en su rostro cuando bajaron a su hija mayor - conservando claro está su forma humana, y la sentaron, amordazada y maniatada, vestida únicamente con harapos, delante de él.
Luchó con las cadenas todo lo que pudo, dando a entender en aquel momento que colaboraría con tal de que se detuviesen.
Pero el muerto simplemente negó con un dedo, apoyando ambas manos enguantadas en los hombros de la menor, ladeando leve la cabeza para mirarla a los ojos.
—Oh, como he dicho. Esta parte es mera formalidad. Me he esforzado en buscarla y en traer todas mis herramientas… Sería un desperdicio, ¿No cree, Capitán?
Igual que como la bestia, desnuda, forcejeaba contra las cadenas y la mordaza, intentando liberarse de la silla, su hija, congelada en parte por el pavor en aquella situación, luchaba contra su agarre, dejándose la piel en las bien aseguradas sogas que la mantenían en el lugar, mordiendo la mordaza, intentando librarse. Pero, el renegado soltó la mordaza a propósito, y cuando la chica se dispuso a hablar, simplemente hundió la punta de un bisturí en el costado de su rostro, interrumpiendo cualquier frase o palabra con un grito de dolor.
—Además, con todos los problemas que me ha causado, Capitán… Esto es lo de menos. He de admirar sus proezas tácticas, pero…
Sus palabras se veían interrumpidas por el griterío de la menor, y los ahogados ruidos y gruñidos de su padre, luchando contra sus cadenas.
—…Hm, son bastante molestas. Esas bombas, bastantes de los míos en mitad de los caminos…
El cuchillo seguía cortando lentamente, con cuidado, y lo dejó ensangrentado de nuevo en la bandeja de plata, dejando un par de gotas caer sobre el brillante metal. Abriendo un pequeño contenedor con sales también entre sus herramientas, tomó un poco en el dedo índice, el cual insertó en la herida abierta.
Ahora sufría. La chica, que hasta hace poco ignoraba el conflicto, viviendo en una casa asegurada en mitad del bosque, sufría más. Y los ojos amarillentos, podridos, del renegado se fijaron en los suyos.
—Todo esto es porque tu padre no te quiere. Tenlo en cuenta.
Le abrió la boca y la forzó a mirar al viejo lobo, tomando unas pinzas de la bandeja y empezando a arrancar un par de dientes, muelas, y sus caninos - que no estaban exagerados como en aquellos afectados por la maldición, a lo que el renegado dedicó una sonrisa entre los gritos de la chica a su padre.
—¡Tiene la sangre limpia! Acabo de tener una idea genial. Honestamente, no sé cómo no se me ocurrió antes.
Ambos entre lágrimas, el renegado se dedicó a desfigurar el rostro juvenil de la chica, usando varios cuchillos, de varios tamaños. Pero, cansándose finalmente de los gritos, clavó uno en su garganta y le rajó el cuello.
El hombre estaba destrozado, agachando la cabeza y gimoteando cual animal herido, el renegado se acercó para limpiar el cuchillo ensangrentado en su pelaje, dando un par de palmadas a los guardias en señal de que se llevasen el cuerpo arriba.
De cuclillas delante del huargo, tomó una jeringuilla cargada con una sustancia violácea.
—Ahora, en mi generosidad… He decidido devolverte a tu hija. Llamémoslo… Un acto de buena fe por mi parte.
La jeringuilla fue inyectada directa en la pierna del lobo, y sus líquidos tocaron el hueso, activando una lenta reacción corrosiva que inutilizaría esa pierna. Hubo un gruñido de dolor. Y luego otro, cuando actuó sobre la segunda pierna.
—En realidad, nada de esto es necesario, señor Capitán. Su teniente nos indicó los mapas nada más le capturamos. Un hombre que piensa. Esto es más… Algo personal. Por mi ojo, y parte de mi cara. Siendo honestos, había durado bastante con esa cara… Pero bien.
El renegado se volvió con calma, viendo al hombre bestia llorar y gimotear, por su hija, por el dolor del ácido en su cuerpo, y también sentir ira, ira por ser traicionado por aquel a quien consideró amigo. En un último acto heroico, logró romper las cadenas de la silla de hierro y abalanzarse sobre el no-muerto… Pero sin el impulso de sus piernas, fue fácilmente evitado por el renegado, que se quitó un guante y se lo tiró a la cara. Y luego el segundo, antes de colgar su delantal.
—He acabado aquí… Le dejo con su familia.
Colocándose de nuevo la chaqueta y el sombrero, el renegado emergió del sótano, saludando en la escalera a dos renegadas que bajaban, como si aún no acostumbradas a las piernas, y sin consciencia alguna, hacia el sótano. Cuerpos recientes. Uno bastante más reciente.
Años más tarde, en Orgrimmar, cierto tirador lamentaría la pérdida de algunas de sus posesiones de vuelta en Entrañas. Como aquella alfombra de huargen que le había regalado su primo.
Tendría que mandarle una carta disculpándose por perder algo así de valioso.