Os dejo aquí el relato que escribí para el Concurso de Radionovelas (¡Felicidades a los Ganadores de este año!) para quien le quiera dar una leída. Espero que os guste.
El Beso de la Peste:
Una espesa masa boscosa lo rodeaba. Árboles de troncos podridos se doblaban hacia el suelo, como si estuviesen encogiéndose de dolor, mientras gusanos gordos y grasientos reptaban por sus cortezas resecas y roñosas. El aire era nauseabundo, y la misma tierra desprendía un intenso olor a mugre. Las flores que aún se atrevían a crecer entre aquella putrefacción lo hacían esmirriadas y descoloridas, como si un pintor desganado y melancólico las hubiese pintado de gris. No importaba donde mirase, todo el bosque parecía haber sido consumido por una enfermedad.
Verestor apretó su escudo oxidado contra su cuerpo y se agachó para evitar un manojo de ramas que le impedían el paso. Tiempo atrás su égida mostraba con orgullo la “L” del reino de Lordaeron, que relucía como la plata bruñida bajo los rayos del sol; pero ya no quedaba nada de aquel grabado ni de su pasado esplendor. Ahora, tan sólo las muescas y las brechas que le habían causado numerosos enemigos adornaban sus armas. El caballero había conocido la mordida de las espadas, de las hachas y de las puntas de flecha. Sin embargo, no era el filo de una hoja bien afilada lo que más temía, sino el invisible y cobarde toque de la Plaga.
Llevaba varios meses merodeando por los bosques de Tirisfal, rapiñando granjas abandonadas en busca de utensilios y alimentándose de ardillas, conejos, y otro tipo de alimañas que podía atrapar con sus rudimentarios conocimientos de caza. Durante el día trataba de conciliar el sueño, pero el pavor que le tenía a los monstruos que vomitaba la noche le impedía descansar. Cuando la oscuridad era más densa ellos aparecían, para recordarle que jamás podría despertar de aquella pesadilla. Los campesinos los llamaban de múltiples maneras: “andantes”, “muertos vivientes”, o de manera más sencilla, “no-muertos”. Los rumores señalaban que tiempo atrás estos seres fueron humanos como él, pero que tras consumir un tipo de grano infectado se habían transformado en criaturas monstruosas que no estaban ni vivas ni muertas.
Verestor se había enfrentado a ellos en múltiples ocasiones, pero aún así nunca se acostumbraba a su anti-natural presencia. La primera vez que vio a uno de los infectados fue en Rémol, donde él vivía. En su memoria aún permanecía enquistada la imagen de una joven menuda, de no más de veinte años, que se tambaleaba desnarigada por las calles del pueblo babeando una espuma rojiza y con la piel de la cara a medio desprender. En ese instante el caballero no tuvo estómago para abatirla, sino que se limitó a contemplarla, espantado. Sus otros encuentros con no-muertos no habían sido más sencillos, y a pesar de haber adquirido cierta experiencia en combatirlos, siempre se veía asaltado por un miedo asfixiante cuando se topaba con ellos.
Por este motivo, y teniendo en cuenta que las ciudades habían sido los peores focos de infección, Verestor las evitaba a toda costa, limitándose a recorrer las zonas rurales más apartadas de su patria. Sin embargo, a pesar de todas las precauciones que había tomado, el caballero no podía negar que cada día se sentía peor. Las aldeas abandonadas que había visitado, y los bosques marchitos que había atravesado le habían dejado huella. Había respirado el miasma contaminado, y comido de la carne de animales raquíticos y enfermizos. Por todo ello, sabía que era más que probable que la peste ya estuviera recorriendo su cuerpo, necrosándolo, destruyéndolo. Ignoraba cuánto tiempo de vida le quedaba, pero en su corazón aún albergaba la esperanza de encontrar algún refugio donde poder hallar la paz, y una posible cura para aflicción.
Con este pensamiento en mente, abandonó sus cavilaciones y se adentró más y más en la maleza, prosiguiendo con su búsqueda. Valiéndose del guantelete de acero que protegía sus brazos apartó unos zarzales de púas afiladas como puñales y divisó una pequeña apertura en la espesura. Se trataba de un claro por el que transitaba un arroyo de aguas enfangadas y negruzcas, que generaban un borboteo rítmico y depresivo a su paso. El caballero, al igual que un viajero que descubre un oasis en el desierto, se acercó al riachuelo y se dejó de caer de rodillas sobre la mullida hierba que lo bordeaba.
Al reparar en el reflejo de la superficie del cauce, Verestor no se reconoció. Había perdido mucho peso, y su rostro se observaba demacrado, con los pómulos muy marcados y las mejillas hundidas. En un acto reflejo, el hombre se llevó las manos a la cabeza, hasta que palpó las cortinas aceitosas que formaban sus largos mechones de cabello rubio, que caían lánguidos sobre su nariz aguileña. La piel, otrora tersa y bronceada se presentaba arrugada por la edad, muy pálida, e invadida por manchas y cicatrices que le otorgaban un aspecto de abandono. Su barba, la que en un día fuera su orgullo, no era más que un manojo de pelos desaliñados que se enredaban hasta llegarle al pecho. Era incapaz de engañarse por más tiempo: era la viva imagen de un infectado.
Asqueado por su propia apariencia, Verestor devolvió la atención al arroyo y se relamió los labios, secos como la arena. Semanas atrás hubiera descartado la idea de beber agua estancada por temor a contagiarse, pero dando por hecho que ya lo estaba, el caballero expulsó un bufido resignado y sumergió las manos en forma de cuenco en el frío légamo. Al sentir el roce del agua fétida en su garganta el caballero se vio asaltado por una náusea. Estuvo a punto de escupir, pero mantuvo los labios sellados, tratando de tragar. Tenía un sabor repulsivo y punzante, como si fuera una mezcla de barro y estiércol. El vómito se le acumuló en el gaznate, pero una vez más logró contenerlo y al final, consiguió tragárselo. Sabía que estaba corriendo un gran riesgo, y que era probable que las tripas se le soltasen y que su cuerpo se estremeciera de dolor, como si mil saetas se le clavasen en los intestinos; pero era la única fuente de agua que había encontrado en días y no podía desaprovecharla.
Justo en el momento en el que se disponía a dar otro sorbo, Verestor escuchó el chasquido de una rama partiéndose en la lejanía. El hombre, con el semblante asustado, se obligó a ponerse de pie al tiempo que conducía su mano derecha hacia la empuñadura de la espada, que descansaba en su vaina de cuero. Estaba empezando a anochecer y apenas podía ver las borrosas siluetas de los árboles, alumbradas por la luz rojiza del ocaso.
—¡Alto! ¿Quién vive? —preguntó Verestor con su voz áspera y ronca, fijando la mirada en la negra espesura.
El débil susurro del viento fue la única contestación que obtuvo el caballero, seguido de otro crujido, más cercano, que procedía de su lado izquierdo. Preparándose para cualquier peligro, el hombre desnudó su acero y alzó el escudo, lanzando rápidas miradas a su alrededor. Era posible que no se tratase de ninguna amenaza, y que tan sólo hubiese escuchado a algún animal salvaje que rondase por el bosque, tan perdido como él. No obstante, aquella conjetura se disipó tan pronto como la había formulado, pues una corriente de aire pestilente le abofeteó en las fosas nasales. Hedía como un cadáver en descomposición, con una nota ácida y química que le avivó aún más el mal sabor que le había dejado el agua enfangada del riachuelo.
Verestor tomó aire y cerró los ojos por un instante, para tranquilizarse. Su mente trató de recordar una de las muchas oraciones que le habían enseñado durante los oficios divinos en la iglesia, en los que se suplicaba la protección de la Luz Sagrada. Él no era especialmente devoto, por lo que algunos de los himnos sagrados los había memorizado de carrerilla y con algunos errores. Nada más apenas empezó a murmurar un versículo sagrado distinguió una figura maltrecha, encorvada, y de andar renqueante que invadía el claro donde él estaba. La criatura tenía una vaga forma humanoide, con largos brazos carcomidos por pústulas pulsantes y bubones abiertos en la cara, de los que escapaba un repugnante pus blanquecino. Aquella persona, si acaso se le podía dar semejante calificativo, carecía por completo de mandíbula, por lo que su larguísima lengua se arrastraba con torpeza por el suelo. No cabía duda: se trataba de uno de los infectados por el grano de Andorhal.
El caballero no gritó, ni suplicó la ayuda de la Luz Sagrada. Tan sólo dejó que su instinto de supervivencia fuera el que guiase su brazo. La espada que sostenía cortó el aire, produciendo un breve silbido hasta segar de un tajo limpio el brazo izquierdo del no-muerto. Lejos caer derribado, la criatura continuó su avance incólume, como si nada le hubiera ocurrido. Verestor dio un paso hacia atrás, indeciso. La mano le temblaba tanto que apenas podía sostener su hoja sin que se le deslizase por los dedos. Su mente se había quedado en blanco, olvidando de un plumazo cualquier técnica de esgrima que hubiera aprendido y practicado en un pasado. Empujado por una rabia animal, recurrió entonces a su escudo, y se abalanzó contra aquel ser inmundo para propinarle un fuerte golpe en la cabeza, que lo hizo trastabillar.
Aprovechándose de la pérdida de equilibrio de su oponente, el caballero volvió a arremeter con su escudo, apuntando una vez al más al cráneo. Un sonoro chasquido de huesos rompiéndose se apoderó del claro del bosque, para dar paso a continuación al sonido de un cuerpo desplomándose contra la tierra, exánime. Verestor se obligó a observar y encontró tendido sobre la hierba, ahora salpicadas de sesos, el rostro desfigurado del infectado. Parecía estar muerto e inmóvil, pero quiso asegurarse. Con un gesto rápido, se arrodilló junto a él y colocó el filo de su espada cerca de la nuca del muerto viviente. La columna vertebral tenía una consistencia chiclosa, por lo que el caballero tuvo que asestarle varios cortes, hasta que por fin logró descabezarlo. Una vez hubo acabado de rematar a aquella cosa, el bosque recobró su habitual silencio. Pese a la sepulcral calma que reinaba en el claro, Verestor se sintió más agobiado y observado que nunca. Sabía que los no-muertos rara vez caminaban solos, y que si ya se había encontrado con uno, muchos más estarían cerca. Tenía que huir de allí.
Dando largas zancadas esquivó troncos caídos sobre los que crecían hongos amarillentos y mohosos, arrancó telarañas densas y pegajosas y atravesó arbustos que se apiñaban los unos contra los otros como si deseasen impedirles el paso. El caballero, frustrado por su azarosa marcha, pensó que era posible que el mismo bosque estuviese conspirando contra él para que los infectados le diesen alcance y le convirtiesen en uno de ellos. Esta repentina idea plantó la semilla de la paranoia, que comenzó a germinar en su mente. Donde antes se alzaban robles robustos y pardos, Verestor contemplaba ahora formas retorcidas y desfiguradas que lo rodeaban para dañarle. Las ramas se habían transformado en dedos largos como cuchillas, y los frutos que colgaban de ellas en ojos marchitos que lo examinaban con deleite.
—¡No! ¡No! —vociferó, lanzando estocadas contra los árboles podridos que le entorpecían el paso—. ¡No seré vuestro! ¡No me atraparéis!
Poseído por la enajenación, Verestor cargó contra un ancho tocón que yacía en mitad de un pequeño sendero abierto por animales, y le clavó el acero con tanta profundidad que se le quedó atascado. El hombre, con la cara enrojecida por el esfuerzo, tiró de la empuñadura varias veces, tratando en vano de extraer su espada. Se estaba empezando a cansar, y sus movimientos eran cada vez más torpes. Y si por si eso no fuera poco, ya era de noche y no conseguía ver más que las desdibujadas tinieblas de la foresta.
En mitad de aquel vacío que lo sitiaba, Verestor notó varios pinchazos en sus muslos, acompañados del rasguido de sus calzas al perder la tela. Al bajar la mirada encontró unas manos venosas y de piel cenicienta, que se aferraban a su carne como sanguijuelas.
—¡Soltadme! —el caballero lordanés pateó con fuerza, tratando de desembarazarse del agarre de aquellas garras que lo constreñían. Poco a poco, comenzó a sentir más arañazos en otras partes de su cuerpo: las caderas, el abdomen, y el pecho. El dolor comenzó a incrementarse con delirante rapidez. Notaba cómo le estaban arrancando la piel y hurgando en sus cicatrices y heridas. Los escuchaba gorjear en las sombras de la noche, mientras extendían sus brazos entecos para tocarle.
Esta vez no eran enemigos imaginarios de madera y piedra, sino auténticos seres de carne y hueso. Había cometido un grave error al dejarse llevar por los demonios de la locura, permitiendo que los infectados lo encontrasen. Sin embargo se negó a rendirse. No permitiría que aquellas cosas se lo comiesen vivo; o al menos, no lo haría sin luchar. Así que bufó, gritó, aulló de dolor. Se zarandeó de un lado a otro, chocándose contra cuerpos malolientes y árboles de corteza negra, hasta tropezar.
El roce húmedo del barro le besó las mejillas, entregándole un breve momento de serenidad. Agarrándole de los tobillos se hallaba uno de los infectados, que trataba de roer con despiadado apetito una de sus piernas, marcada por otros mordiscos. Cuando ya lo daba todo por perdido, sus ojos encontraron una luminaria plateada que se filtraba a través de las copas de los árboles. Verestor alzó la mirada y observó una luna gibosa y lánguida, la cual iluminaba desde lo alto de la bóveda celeste un estrecho camino empedrado que conducía a una neblinosa edificación, a pocos metros de su posición. Aquel descubrimiento le hizo recuperar el aliento. Todavía tenía la posibilidad de escapar y refugiarse en aquel lugar. Decidido a hacer un último esfuerzo, ahogó un quejido en su garganta y comenzó a arrastrarse por la tierra como un gusano, arañando centímetro a centímetro. Cuando ya estaba próximo al lindero, le asestó un talonazo al no-muerto que se aferraba a su pierna y consiguió liberarse, dejando atrás la foresta.
Una vez en el camino, Verestor se dio de bruces con la fachada de una antigua construcción levantada en piedra y reforzada por vigas de madera a punto de pudrirse. La luz lunar que lo guiaba hizo resaltar entonces el relieve de un símbolo que sobresalía en el frontón del edificio. El maltratado lordanés lo reconoció al instante: era el emblema de la Luz Sagrada.
—Alabada sea la Luz… —balbuceó el caballero, perplejo por estar delante de lo que parecía ser un auténtico milagro. Era la primera ocasión en toda su vida en la que sintió que había una fuerza superior que no se había olvidado del todo de él, y que por alguna razón, le estaba otorgando una última oportunidad para salvarse.
Al escuchar nuevas pisadas a sus espaldas y oler el emético hedor de sus persecutores, el caballero no perdió más tiempo y se dirigió a los portones de la iglesia, los cuales halló cerrados a cal y canto. A pesar de este hecho, no perdió el atisbo de fe que acababa de prender en su corazón y aporreó con ímpetu la madera agrietada que protegía la entrada. Después de propinarle varios golpes, los goznes de hierro oxidado saltaron por los aires, causando que una de las puertas se torciese hacia dentro. Agachándose como un contorsionista con artrosis, Verestor sorteó las astillas y se aventuró dentro del santuario.
El aire del interior era dulzón, cargado con un pe.netrante olor a incienso. La iglesia, con planta en forma de cruz y dividida en tres naves, parecía estar adormecida, acurrucada por una acogedora penumbra. Las vidrieras que cubrían los ventanales representaban con tonalidades descoloridas una mano de plata, que refulgía con un brillo espectral en medio de la noche. Sin embargo, lo que más le llamó la atención al caballero fue el danzar de las llamas de unos cirios amarillentos que se derretían sobre un altar de mármol roto.
—Quizás quieras cerrar la puerta —dijo una voz masculina y cálida, procedente de algún rincón del santuario—. Ellos no respetarán este lugar sagrado.
Verestor lanzó rápidas miradas a su alrededor, tratando de descubrir al propietario de aquella misteriosa voz. Al no encontrarlo, hizo lo que le sugerían y se acercó a un polvoriento banco de madera para volcarlo contra los portones de la entrada, sellándola.
—¿Dónde estás? ¿Quién eres? —acertó a preguntar el caballero, mientras apoyaba su espalda contra la puerta, la cual empezaba a ser golpeada por los no-muertos del exterior—. ¿Eres amigo o enemigo?
—¿Yo…? —el timbre varonil volvió a resonar, de manera más amortiguada que en la primera vez. En esta ocasión Verestor pudo distinguir que la voz procedía de un coro alto, desde donde asomaban los largos tubos de un viejo órgano—. No soy tu amigo, ni tampoco tu enemigo. Tan sólo soy quien soy.
El extraño comenzó a tocar las teclas del instrumento, arrancando unas notas agudas y lentas, que resonaron con un eco nostálgico y parsimonioso a lo largo del templo, confundiéndose con los golpes secos y rabiosos que los infectados propinaban a los portones.
—Necesito ayuda. He contraído la enfermedad de la Plaga —suplicó Verestor, temblando. Aún no había tenido ni un momento de respiro para comprobar todos los cortes, arañazos y dentelladas que había recibido, pero ya no le quedaba ninguna duda de que si la peste no acababa con él, lo harían las heridas provocadas por los no-muertos—. No sé cuánto tiempo me queda.
—Muy poco —contestó la misteriosa voz—. Unas horas, o un par de días si eres resistente. Pronto serás como ellos.
—Debe haber una forma de sanarme. No quiero acabar convertido en… —el hombre no tuvo el valor para pronunciar el resto de las palabras, atragantándose con ellas.
—Hay una manera de evitar que seas como ellos —dijo el extraño, interrumpiendo la pieza musical que estaba interpretando. Un súbito silencio se apoderó del santuario, que pareció detener hasta a los mismos no-muertos del exterior, pues dejaron de arremeter contra las puertas.
El desconocido se puso en pie, abandonando con lentitud el asiento que ocupaba. Su cuerpo era largo y esbelto, como si fuera uno de los puntiagudos pináculos de la catedral de la Mano de Tyr. El traje que vestía era oscuro, tan negro que se fusionaba con las sombras que inundaban la iglesia. Por encima de su cuello, en lugar de mostrar una cabeza humana, se observaba el rostro de un cuervo de majestuoso plumaje negro, y de pico más cortante que una espada. Sus vivaces ojos eran una pareja de rubíes rojos como la sangre, que se posaron con abominable fijeza sobre el caballero.
Perplejo por el pesadillesco aspecto del organista, Verestor se olvidó de seguir empujando el banco que había colocado a modo de barrera para asegurar la entrada, y lo dejó caer contra el suelo, provocando un sonoro temblor. No sabía si lo que veía era real o una alucinación provocada por la enfermedad que acababan de contagiarle. Esto último no le extrañaba, pues ya sentía escalofríos recorriéndole la espalda, y un sudor gélido que le encharcaba la frente. Su mente tampoco le daba tregua y estaba empezando a notar una fuerte palpitación en el cráneo, como si su cerebro estuviese a punto de estallar.
—Nada de esto es real —el lordanés se echó las manos a la cabeza, y se la apretó, sollozante. Su corazón fatigado se rendía. Ya había visto demasiado horror y espanto en aquella jornada, y se negaba a hollar más en el universo sobrenatural y maligno al que había sido arrojado—. Es todo una ilusión.
Unas delicadas pisadas se escucharon procedente de la escalinata en forma de caracol que comunicaba el coro con la planta baja. El organista estaba acercándosele con lentitud, trayendo consigo un olor agrio y rancio.
—¿Y qué es la realidad sino una mera ilusión? —unos dedos correosos y de largas uñas le alzaron la barbilla, obligándole a mirar hacia arriba. Los ojos azules de Verestor se encontraron con los pozos carmesíes con los que aquella entidad lo estudiaba. Teniéndolo tan de cerca, el caballero pudo percatarse que el rostro de aquel hombre-cuervo era artificial, ya que podía distinguir trazos de hilo que mantenían sujeto el pico y el plumaje a la cabeza de su portador. No se trataba de ningún demonio, sino de alguien que sencillamente llevaba una máscara—. Tengo algo que ofrecerte, escúchame bien.
Verestor permaneció en silencio, contemplándolo. El entumecimiento que anestesiaba su cuerpo era cada vez mayor, y ya no podía tenerse en pie, por lo que el misterioso individuo lo sujetó con sus nervudos brazos.
—No puedo hacer nada para desterrar el mal que te aflige —continuó el hombre-cuervo—. Tus órganos colapsarán y tu carne se pudrirá, pero tu alma… tu mente… aún tiene salvación. Conozco un sitio en el que los no-muertos no son esclavos de la Plaga. Hay una nueva Dama Oscura en Lordaeron que les ha devuelto la libertad. Yo puedo llevarte con ella cuando sucumbas a la enfermedad.
—¿Un sitio donde los muertos vivientes son libres…? —Verestor frunció el ceño y soltó una risotada nerviosa, escéptica—. Eres un necio… eso no es posible. Yo los he visto. Son como bestias sin razón que merodean por la tierra buscando extinguir toda vida que encuentran. Son unos monstruos.
El cuervo no respondió, sino que se llevó las manos a los cordones que sujetaban su máscara y los comenzó a desatar, sin prisa. Al retirarse la careta, una cascada de cabellos finos y negros cayeron sobre su cabeza, los cuales apartó con un gesto cuidadoso para dejar su cara al descubierto. Su piel estaba repleta de cráteres abiertos que enseñaban los músculos y los huesos de la mandíbula, de la que sobresalían unos dientes protuberantes y torcidos. Las encías eran descomunales, y se habían comido parte de los labios, de los que tan sólo quedaban una fina línea recta que se curvaban hacia arriba, formando una mueca burlona. Las cuencas oculares estaban vacías por completo, y en ellas tan sólo se atisbaba una lucecilla vaporosa que titilaba con un brillo dorado.
—Conozco ese lugar —dijo el organista, acercándose al caballero con actitud enigmática—, porque yo también soy uno de los que recibieron el beso de la peste…
FIN