[Relato] El Caballero Errante - Parte 1

Alguien caminaba con decisión a través de los muros de Mardenholde, pues el crudo choque de las botas de cuero y de placas de metal resonaba en el interior de la fortaleza. Las antorchas creaban en las paredes la forma de un caballero armado al pasar cerca el hombre. Y así era, pues Siegmund se hallaba indignado y sumamente decepcionado. En un momento, al pasar cerca de una puerta la abrió, raudo y la cerró tras de sí. Ante él se encontraba Maximillian, escudero del caballero, el cual alzó su vista de las cuerdas del laúd que siempre solía tocar.

— Me marcho— anunció sin preámbulo alguno el paladín.

El joven escudero alzó las cejas de pura sorpresa y abrió la boca para responderle, a lo cual Siegmund alzó un dedo enguantado que sostuvo ante él de forma vertical, ante el joven y apuntando al techo.

— No hay nada que discutir, chico. El Árbol quemó, los bosques ardieron. Ahora el joven rey desembarcará pronto en Claros de Tirisfal. El comandante y el resto de la cruzada opinarán lo que les venga en gana, pero a la Luz pongo por testigo que la obra de esa maléfica bruja debe de ser detenida.

— Maestro… no pretendo faltarle al respeto, pero déjeme hablar. Comprendo que esté usted enfadado por la neutralidad de la Cruzada Argenta. Si nuestras fuerzas entraran en el campo… —suspiró e hizo una mueca— la victoria sería nuestra. De hecho le comprendo tanto, mi señor, que iré con usted.

La cara de Siegmund era un poema, ahora era él el que había alzado las cejas sorprendido. Mas se recuperó pronto de tal embate y sonrió levemente, acariciándose por inercia su portentoso bigote.

— En ese caso mete todas tus cosas en la mochila y prepárate para partir. Quiero llegar cuanto antes a la costa del norte. El camino será largo y peligroso— anunció, empezando él mismo a buscar sus propias cosas.

Maximillian dirigió su mirada hacia la mesa que había al lado de su camastro. En ella vio su pequeño libro de rezos en el que escribía sus propias reflexiones y poco más en realidad, sus pertenencias eran escasas. Sin embargo, miró encima de la cama y ahí lo vio de nuevo, su laúd. Desvió la mirada hacia Siegmund, algo de lo que el paladín se dio cuenta en seguida.

— Oh, Luz… Sí, Maximillian, puedes llevarte ese maldito laúd tuyo— dijo cansado Siegmund mientras ya empezaba a empaquetarlo todo. El escudero sonrió y fue en su busca.

El paladín sí tenía algunos objetos más que quería llevarse. Él también tenía un libro de rezos, aunque el suyo era más grande y voluminoso, debido a sus años como caballero. Lo ató en seguida a su cinturón. En una bolsa de viaje se aseguró de guardar velas sagradas, varios rollos de pergamino, tinta, una pluma, vendas e incienso, además de comida para varios días. Arrugó el ceño, olvidándose de algo, hasta que lo recordó. Alargó su mano hasta la pared, donde colgaba un pequeño incensario y lo ató a su cinturón.

Max ya hacía rato que estaba listo y aguardaba junto a la puerta de la habitación. Finalmente, cuando Siegmund hubo terminado de empaquetar sus cosas, dirigió su mirada hacia la pared central de la habitación, ahí estaba: su martillo. Resplandeciente, bendito y único, su martillo de guerra le había acompañado desde su nombramiento como paladín de la Mano de Plata. Un momento que ahora parecía lejano y perdido en el tiempo y el discurrir de las cosas. Se dirigió hacia la pared y tomó el arma con reverencia. Tras ello se giró y partió junto a Max.

Recorrieron los mismos pasillos que Siegmund había utilizado para llegar ahí. Ya faltaba poco para salir fuera justo cuando pasaron por delante de la capilla de Mardenholde. En ella se encontraba un sacerdote de rodillas, rezando ante un sencillo altar. Estandartes de la Cruzada Argenta salvaguardaban el sacro lugar, así como velas iluminaban su interior. El paladín le indicó a Max que esperara, había algo que debía hacer. El escudero vigiló la puerta, pues no podía evitar tener la sensación de que se estaban escabullendo.

Siegmund pasó bajo el arco de la entrada y pisó la antigua alfombra que discurría por las baldosas de la capilla. Al llegar junto al sacerdote se arrodilló junto a él y bajó el rostro, dispuso sus manos en el mango del martillo que se apoyaba boca abajo ante él.

— Así que es cierto, Siegmund. Te vas —la voz del sacerdote era la de alguien entrado en años. Su tono era uno tranquilo y sereno, comprensivo incluso. Su rostro se hallaba cubierto por una fina capucha blanca de tela.

— No puedo quedarme en Vega del Amparo cuando hay gente que sufre y muere. Debo acudir a ellos, debo ayudarles, tengo que hacer algo para ayudar a deternerla —el paladín alzó la vista hacia el altar y el símbolo de la Sagrada Luz que había en él.

— No puedo detenerte, pero sí te pediré un favor.

— ¿De qué se trata, hermano?— el paladín ahora le miró a él, intrigado.

El sacerdote hizo un gesto a su izquierda y de un rincón oscuro de la capilla emergió una joven chica de pelo rojo y mirada vivaz. Siegmund calculó que tendría la edad de su escudero. Vestía una sencilla toga y llevaba con ella un pequeño libro entre sus manos. Bajó la cabeza ante el paladín y el sacerdote.

— Llévate contigo a Adaira. Esta joven, a pesar de su inexperiencia y de su falta de paciencia, es cabezona como tú, Siegmund de Andorhal. Quiere ir a ayudar a los necesitados. Así que como no está en mi mano impedir que se vaya, prefiero que lo haga contigo, así estará segura. Y tú, tal vez, puedas enseñarle los caminos de la Luz.

— Se lo ruego, mi señor. Lléveme con vos —dijo Adaira con decisión.

El paladín se levantó y miró a la joven. Acarició su rubio bigote y meditó durante escasos segundos. Miró hacia la puerta, viendo a Max nervioso en ella y, finalmente dijo a la muchacha:

— Nos vamos ya, recoge tus cosas.

La chica sonrió levemente y partió en busca de sus pertenencias. Mientras lo hacía, el sacerdote retiró la capucha de su rostro y también se alzó, mirando a Siegmund.

— ¿Es que esto nunca terminará? ¿El mundo verá siempre sufrimiento? ¿Qué sentido tiene esto, Siegmund?

— No sé las respuestas a esas preguntas, hermano William. Solo sé que debo hacer algo, por pequeño que sea, para lograr una paz lo más duradera posible. Y si eso significa ir a las mismas fauces de la guerra para lograrlo… sea.

Esas palabras parecieron conmover al hermano William, el cual sujetó con ambas manos la mano derecha del paladín. El albor de una lágrima asomaba por su ojo derecho, mas no se derramó.

— Espero que nos veamos otra vez, hermano Siegmund. Que la Luz esté contigo — el sacerdote se retiró antes de que Siegmund pudiera contestarle. El anciano desapareció tras las cortinas de la capilla, más allá de la luz de las antorchas.

Sin embargo, Siegmund miró su guantelete derecho y ahí, en él, había un frasco con agua. El frasco era de plata y brillaba con luz propia. El paladín tragó saliva y ahora fue él el emocionado, pues en su mano se hallaba ni más ni menos que la mismísima agua bendita de Stratholme, una de las pocas cosas que habían escapado a la corrupción de la plaga de no-muerte.

De forma reverencial, el paladín depositó el frasco en su mochila, acolchado entre ropajes y se dirigió a la puerta donde ya le esperaban Maximillian y Adaira.

— No hay un minuto que perder, vamos— anunció el paladín, mientras encabezaba la marcha de los tres servidores de la Luz.

Tras un par de giros en los largos pasillos de Mardenholde, el grupo emergió por el portón principal, quedando este bajo un cielo nocturno lleno de estrellas y pocas nubes, con la luna fulgurante iluminando el paisaje. Vega del Amparo dormía a excepción de los guardias pertinentes. Siegmund guió a los dos jóvenes a los establos, lugar donde tomaron tres caballos y partieron con el paladín a la cabeza.

Nadie les impidió el paso, pues, en el fondo, hasta los mismos centinelas parecían querer partir a una guerra injusta.

El grupo cabalgó durante días a través de los oscuros bosques de la Foresta Oriental. Tras torcer a la derecha en el camino, Siegmund vio las ruinas de Andorhal a su izquierda. El fugaz destello de un recuerdo vino a su mente, mas lo acalló diligente, pues ante él se hallaba uno de los mayores desafíos a los que se había enfrentado. El grupo cabalgó raudo por el Camino del Rey, sin embargo, a medida que se acercaban más y más hacia Claros de Tirisfal, había algo que no cuadraba.

De repente el olor a carne y madera quemada empezó a llenar las fosas nasales del. Aun así, Siegmund miró a su escudero y a la novicia y acució a Montaraz para que corriera más, ambos se esforzaron para seguirle el ritmo. Una vez pasaron El Baluarte, conocido reducto de los Renegados, lo encontraron vacío, pero eso fue lo de menos, pues pasadas unas horas… contemplaron Ciudad Capital cubierta de añublo. La mismísima joya de Lordaeron convertida en una infecta cloaca llena del veneno de Sylvanas.

Siegmund detuvo a Montaraz de repente, en shock y desmontó, quitándose el yelmo y arrojándolo al suelo sin ceremonia. Se llevó las manos a la cabeza, horrorizado.

— ¿Qué clase de horror es este? ¿Por qué nuestra cruzada no ha impedido esta… ATROCIDAD?

Eran preguntas sin respuesta en ese momento. A pesar de ello, nadie tuvo demasiado tiempo para lamentarse, pues atravesando la nube de añublo, hacia ellos, caminaba un soldado de la Alianza tosiendo y arrastrando sus pies. El paladín abandonó todo pesar y tristeza y partió en busca del soldado ventormentino. A pesar de los gritos de advertencia de Adaira y Maximillian, se adentró en la parte exterior de la nube de añublo. Siegmund rezó, lleno de convicción contra el mal que veía y de él irradió Luz pura, creando un faro en la oscuridad verudzca de lo pestífero e impuro. Sus ojos brillaban dorados y el soldado acudió a sus brazos como el que se agarra a una roca en medio de la tempestad.

Siegmund tomó el brazo del hombre y lo pasó por detrás de su cuello, ayudándole a andar. Con la mano izquierda canalizó la Luz hacia el pecho del hombre, despejándole primero los pulmones y más tarde, el resto del cuerpo. Cuando ambos emergieron de la niebla de añublo, soldado y paladín respiraron más tranquilos. Siegmund paró su canalización de la Luz y se centró en el hombre, el cual se quitó el yelmo.

— Deje que le atienda, por favor— dijo Adaira, la cual corrió hacia el soldado, empezándole a tratar la piel y sus heridas de arma blanca.

— G-gracias… —el soldado se pronunció por primera vez, consternado.— ¿Quiénes sois? ¿De dónde venís?—preguntó visiblemente confundido, mirando al trío.

— Eso no importa, chico —declaró Siegmund— Dinos… ¿Qué ha ocurrido?

El joven soldado les relató los acontecimientos de lo que más tarde sería conocida como la Batalla de Lordaeron. Relató que, si bien parecía que los dignos soldados de la Alianza estaban ganando la batalla, la vil Alma en Pena condenó toda la ciudad bajo su arma, el añublo. Ahora las fuerzas de ambos bandos habían abandonado el campo de batalla, dejando los cadáveres para el añublo o los salvajes animales malditos que habitaban esas tierras.

Siegmund se horrorizó ante la descripción de los males que vio el joven.

— Debo… volver —tosió brevemente— mi unidad estará a punto de partir a estas alturas.

El paladín vio su oportundiad.

— Muchacho, iremos contigo. Si en este primer lance habéis salido malparados ante las malas artes de esa bruja, de bien seguro que necesitaréis toda la ayuda que podáis conseguir. Guíanos presto hasta tu superior, por favor.

El joven soldado, aun sorprendido, accedió ante la petición del paladín y así, los cuatro, partieron a través de los bosques sombríos de Lordaeron. La costa norte aguardaba y, con ella, el camino hacia Ventormenta.

La guerra no había hecho más que empezar.

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