Y así fue que paladín, escudero y novicia llegaron por mar a la distinguida ciudad de Ventormenta. Alzándose victoriosa e impoluta, la ciudad era la joya de los Reinos del Este. Bastión de la humanidad, cuna de héroes y baluarte de los justos, era todo lo que en su día había sido Lordaeron. El paladín se alzaba en el castillo de proa del navío contemplando la bahía de la ciudad.
— Tu belleza, oh Ventormenta, está a la par de tu reputación. En este día velaré por tí y por tu gente, tal y como he velado por mi añorada patria todos estos años —prometió Siegmund, apretando un puño contra su pecho.
Durante el viaje, Maximillian había alegrado con sus canciones los decaídos ánimos de los soldados de la Alianza, mientras Adaira sanaba sus heridas. El propio Siegmund se encargó de tratar a los más graves, además de restaurar el propósito de muchos de ellos, los cuales habían visto morir a sus amigos. El viaje había sido muy largo, pero finalmente habían llegado.
Cuando el buque atracó en el muelle, Siegmund se dispuso junto a la pasarela de embarque y ahí, bendijo a todos y cada uno de los soldados y marineros que habían surcado el mar con ellos. Tuvo buenas palabras con todos y, solamente cuando él y sus pupilos restaron a bordo, los tres descendieron por la pasarela.
El puerto de Ventormenta era un total y absoluto caos, o eso al menos le parecía a Siegmund. Los soldados iban y venían, los estibadores gruñían en sus puestos de trabajo y los marineros sudaban de lo lindo realizando las maniobras de atraque de tantísimos navíos. El paladín, siempre seguidos de sus pupilos, se dirigió al hospital de campaña más cercano. Al entrar el fétido olor de la muerte y de las heridas graves inundó sus fosas nasales, mas no le amedrentó. Dio instrucciones tanto a Max como a Adaira de que atendieran los heridos, algo que también hizo él mismo, dejando su martillo reposar junto a la entrada.
No protestaron, sabían a lo que habían venido. El camino de la Luz es el de los justos, el del caballero que ayuda al necesitado, el del sacerdote que cura al enfermo, y eso eran ellos de una manera u otra: paladines, sacerdotes, siervos de la grandeza de la Luz.
Al principio los médicos de campaña se sorprendieron ante su presencia, pero con el pasar de los días les fueron conociendo y aceptaron de muy buena gana sus milagrosas habilidades. Si bien Maximillian debía aprender aun mucho sobre los caminos de la Luz, también contribuía a sanar a los heridos y enfermos. Adaira, por su parte, servía a la Luz mediante la voluntad, pues aun debía ser entrenada.
Tras algunas semanas de duro trabajo, el ritmo de heridos y enfermos se redujo considerablemente, pero no por ello significaba algo bueno.
Un buen día, cuando los tres sirvientes de la Luz se encontraban en sus tareas, un griterío emergió de la plaza donde se hallaba el hospital de campaña. Parecía que el público vitoreaba las palabras de alguien. Siegmund miró a sus pupilos y les indicó que aguardaran. Él por su parte tomó una toalla limpia y se la llevó al hombro, salió de la tienda y, donde se hallaba una sencilla mesa con un gran cuenco de agua, se lavó las manos a consciencia mientras atendía lo que ocurría ahí.
Un caballero de rojas vestiduras se hallaba subido en unos escalones de mármol, casi parecía un figura heroica del glorioso pasado de la humanidad. De los tiempos de Arathor y de las gestas de los grandes héroes. En su mano derecha empuñaba un estandarte de color rojo sangre que dibujaba un puño cerrado en él, la Mano de Tyr. Hablaba lleno de convicción y de autoridad. No llevaba yelmo, lo que dejaba al descubierto una cabeza rapada y una larga y frondosa barba castaña.
— ¡Hermanas y hermanos!—llamaba a su público— ¡Nuestro señor rey ha hablado! ¡Las tierras del norte, NUESTRAS tierras, están en peligro! ¿Cuanto tardará la pérfida Sylvanas a atacarnos aquí? ¡Por eso su majestad ha tenido a bien volver a alzar los muros de nuestra patria primigenia! ¡STROMGARDE SE ESTÁ ALZANDO DE NUEVO!
Una oleada de aprobación recorrió a la multitud reunida, la cual estalló en gritos y vítores hacia el caballero bermellón. Cuando la multitud se hubo dispersado, Siegmund se acercó curioso hacia el ferviente orador.
— Posee usted el don de la oratoria, milord— aseguró Siegmund, tras mirarle a los ojos.— ¿Se abre un nuevo frente?
El caballero rojo miró de arriba a abajo al paladín e hizo una mueca. El aspecto de Siegmund era un completo y total desastre, pues estaba sucio y olía francamente mal después de pasar días y días en la enfermería.
— Así es, santurrón. ¿Por qué lo preguntas? ¿Acaso piensas acompañarnos?— alzó las cejas, sorprendido, aun sujetando el pendón de Stromgarde.
— En su arenga ha habido algo que me ha llamado la atención. Es la Horda la que atacará, no nosotros. Eso significa que la población de las Tierras Altas corre peligro inminente. ¿Me equivoco, mi señor?
— No lo haces, sacerdote— dijo el caballero, claramente confundiendo a Siegmund por monje— ¿Cual es tu nombre?—la curiosidad pudo con él.
— Mi nombre es Siegmund de Andorhal, mi señor —el paladín realizó de nuevo otra reverencia.
El caballero de rojas prendas entrecerró los ojos a la par que desviaba su mirada hacia la entrada de la enfermería. Allí, junto a varios cayados, reposaba un martillo de guerra.
— Sois paladín. Me habéis confundido —dijo el caballero, algo molesto.
— No, mi señor. Os habéis confundido solo —Siegmund sonrió.
El caballero plantó el estandarte en el suelo, dejando ondear la Mano de Tyr al viento.
— Roderick de Stromgarde —dijo finalmente, presentándose.
Esa misma tarde sir Roderick invitó a Siegmund a varias bebidas, a pesar de la insistencia del paladín a no sobrepasar el límite de lo tolerable en referencia al alcohol. Ambos intercambiaron viejas historias de guerra, así como también de filosofía, fe y simples anécdotas de vida, pues no todo son armas y lances. Rápidamente se dieron cuenta de que serían grandes amigos.
Entrada ya la noche, Roderick, algo tocado, se sinceró con Siegmund.
— Siegmund. Nos hacen falta hombres y mujeres —admitió, algo cabizbajo, arrastrando un poco las palabras.— La guerra nos está costando demasiado, todos estamos perdiendo más que ganando nada. Y… si Stromgarde cae, lo hará también el sur.
El paladín miraba a Roderick directamente, serio, atento a sus palabras. Él no había bebido tanto, por fortuna.
— Iré con vos. Asignadme a vuestro regimiento. Como os dije en la plaza la gente de las Tierras Altas corre peligro —entrelazó sus manos sobre la mesa, mirando al caballero rojo.— Soy un paladín, debo ser su Luz en estos tiempos de tinieblas y ejércitos que asolan la tierra.
— Todos tenemos fe en la Luz, Siegmund. Pero no todos la usamos, mucho menos los hombres y mujeres bajo mi mando. No sé si encajarás bien.
— Lo haré milord. Tan solo concédame una oportunidad.
Roderick arrugó el ceño, pensativo. Tras ello gruñó y palmeó el antebrazo de Siegmund, asintiendo firme.
— Está bien, santurrón. La primera batalla en el frente decidirá si te quedas con nosotros o te vas. ¿Trato hecho? —tendió la mano.
— Trato hecho —Siegmund aceptó el reto y estrechó su mano.
Cuatro días después todo el regimiento de sir Roderick se estaba preparando para partir. El grupo lo conformaban multitud de infantes, lanceros y jinetes vestidos de rojo, todos con el símbolo de Stromgarde. El paladín les observó junto a sus pupilos. Les contó cómo esos hombres y mujeres habían sido aceptados por Ventormenta, habían luchado por ella y, ahora, tenían la oportunidad de reclamar su tierra. Algo que él, por desgracia, no podría hacer jamás. Por eso ellos ahora vestían el rojo de su patria. Por eso ahora estaban capitaneados por Roderick, caballero de Stromgarde.
Siegmund sentía admiración por los caballeros. El también lo era, pero diferente. Él había formado parte de una hermandad sagrada, no de un reino. Los caballeros como Roderick eran héroes entre los hombres comunes. Su propia fuerza y astucia era la que determinaba su sino. Aunque, para Siegmund, fallaban en algo: les interesaba más la gloria personal y la posición social que no lo verdaderamente importante: ayudar al necesitado.
A pesar de ello, eran una fuerza formidable. Verlos prepararse para retomar su hogar y defenderlo de la Horda renovó el propósito del paladín en ir a defender al inocente. Reunió a sus pupilos, Adaira y Maximillian y cuando la hora hubo llegado, partieron a la guerra junto a los hijos e hijas de Stromgarde.
El viaje fue arduo y largo. Ya fuera a pie y a ratos a caballo, los tres compañeros viajaron junto a los stromgardianos a través de los fríos pasos de montaña de Khaz Modan, hogar de los enanos y, más tarde, a través de pantanos sin fin. Por fortuna no hubo ni ataques ni complicaciones, solamente el clima y el terreno.
Tras cruzar el Puente Thandol, el contingente armado entró en las Tierras Altas de Arathi siguiendo el camino del sur. Los primeros pasos por esa bella y antigua tierra fueron vigorizantes. Siegmund cabalgaba junto a sir Roderick, con Maximillian y Adaira tras él.
— ¿Veis esta tierra, mis pupilos? Largo tiempo atrás este fue el corazón de todo un imperio. ¡Aquí nació la humanidad! Cuán gloriosos son los relatos de esos primeros tiempos de nuestro pueblo. ¿Os he contado alguna vez la historia de la dinastía Aterratrols? Veréis, la…
— ¡Maestro! ¡Delante! —gritó Adaira, alarmada.
El paladín se calló y miró al frente. Se apreciaba parte del Muro de Thoradin y, bajo su portón, una columna negra avanzaba. Abrió los ojos, alarmado y miró a Roderick, este asintió serio.
— Ya han llegado — proclamó con voz sombría el caballero.
Siegmund no esperaba que fueran a llegar tan pronto, ahora entendía la enorme urgencia de sir Roderick por llegar a tiempo. El líder de los stromgardianos gritó órdenes de doblar el paso, tenían que llegar a Stromgarde antes de que lo hiciera la Horda.
A medida que los muros de la ciudad quedaban al descubierto para el asombro de todos, reconstruidos y nuevos, Siegmund desvió la mirada hacia los campos del flanco derecho, los que se interponían entre el avance de la Horda y la propia ciudad. Para su horror, descubrió a campesinos en ellos, corriendo hacia la fortaleza. Miró hacia el ejército enemigo, el cual parecía la vanguardia de algo mucho peor, luego les volvió a mirar a ellos. No lo lograrían a tiempo. El paladín se adelantó al trote hasta alcanzar la cabeza de la columna.
— ¡Mi señor, permiso para liderar a sus caballeros! ¡Esos campesinos deben ser rescatados!
Sir Roderick observó lo que el paladín le indicaba y también vio a los pobres campesinos, corriendo frente al ejército invasor. Hizo la misma valoración que Siegmund, no lo lograrían. Le miró y asintió.
— ¡Tráeme sus cabezas, santurrón, y de paso recoge a esos malditos campesinos!
De inmediato Siegmund se colocó el yelmo sobre la cabeza y azuzó a Montaraz con el martillo en la mano derecha, colgando al lateral del caballo. A su izquierda llevaba un escudo tomado prestado del regimiento, el cual poseía en él la Mano de Tyr. Max y Adaria se quedaron con los soldados, ya que no había habido tiempo de decidir nada. Con resignación y tristeza vieron a su maestro alejarse colina abajo al rescate de los campesinos.
— ¡A mi, caballeros de Stromgarde, a mi! — Siegmund alzó su martillo bendito al cielo y, tras él, veinte jinetes armados, todos ellos nobles caballeros, le siguieron contra el enemigo.
Los soldados de sir Roderick, entre los que se encontraban Adaira y Max, contemplaron como los caballeros formaban una línea de carga con Siegmund en el centro de la misma. A medida que el grupo de ataque se alejaba, pudieron observar que del centro de la formación emergía fulgurante un haz de Luz rasgando cualquier traza de oscuridad que pudiera albergar esa mañana.
El grupo cabalgaba raudo como el viento a través de praderas vírgenes, aun sin la mácula de una guerra que muy pronto dejaría su marca en esa tierra. Siegmund vio como un grupo de jinetes asaltantes orcos se había adelantado al grupo principal para asaltar esa granja. Los granjeros la estaban evacuando, pero no lo lograrían a tiempo.
— ¡Cargaremos contra esos jinetes de lobos! ¡Evitad que se acerquen a los campesinos!
Los caballeros carmesíes bajaron sus lanzas y apuntaron al frente cargando en ristre. Siegmund por su parte llevó su martillo hacia adelante, apuntando al grupo de asaltantes. Del arma bendita emergieron llamaradas de Luz, las cuales parecieron envolver al paladín, ya que el caballero sagrado ahora estaba inundado de propósito. No caería un inocente, no aquel día.
Cuando los orcos se percataron del ataque casi suicida del grupo de caballería humano rápidamente abandonaron sus planes de matar a los granjeros y cargaron ellos mimos contra los caballeros. A pesar de la bravura de los stromgardianos comandados por Siegmund, los humanos estaban en inferioridad numérica. Pese a ello, la suerte estaba echada.
El tiempo pareció detenerse cuando ambos grupos de jinetes cabalgaban el uno contra el otro. Unos lanzas en ristre, otros hachas al frente, todos iban en busca de la aniquilación de los demás. Solo uno, el hombre santo, realizaba ese acto por un propósito mayor. Si con su sacrificio conseguía salvar vidas, daría su vida sin pensárselo dos veces.
El sonido del choque entre orcos y humanos fue como el del martillo contra el yunque. Una campanada de muerte resonó en los campos donde el rocío fue la sangre de los héroes. Tras el choque inicial, muchos cayeron al suelo muertos, otros heridos o aturdidos, los cuales siguieron la lucha a pie, llenos de ira todos ellos. Siegmund no cayó, no esa vez. Su escudo había conseguido desviar el golpe de un hacha de guerra orca. Tras el primer embate, giró a Montaraz y cargó de nuevo sobre el campo de batalla de ese primer choque de fuerzas en Arathi.
— ¡Luz, guía mi mano!— de un golpe de martillo dejó fuera de combate a un asaltante orco desmontado.
La batalla no iba bien. Poco a poco los caballeros y Siegmund se estaban viendo superados debido a las bajas. En medio de la refriega, el paladín miró hacia el oeste. Los campesinos estaban cruzando las puertas de la fortaleza. Dio gracias a la Luz y rezó antiguas palabras de devoción. Alzó la mano del escudo y, con ella, hizo que rayos de Luz sagrados descendieran del mismo cielo para renovar el propósito de los caballeros stromgardianos. Los jinetes carmesíes gritaron de júbilo, renovado su espíritu y dieron todos más de lo que podrían haber dado por sí solos.
— ¡A la fortaleza, todos a la fortaleza! ¡A Stromgarde!— gritó Siegmund con la voz medio quebrada por el esfuerzo a la vez que alzaba el martillo para hacerse ver.
En ese instante, todos los caballeros restantes formaron junto a Siegmund y dejaron atrás el campo de batalla. Los jinetes de lobos orcos no se molestaron en seguirles, su misión era neutralizar la granja, y eso harían, aunque no se hubieran cobrado la vida de ningún granjero.
A medida que el grupo se dirigía a Stromgarde, varios caballeros que cabalgaban junto al paladín alzaron sus guanteletes cerrados, recreando el mismo símbolo de Stromgarde. El silencio les invadía, mas no hacían falta palabras, honraban a Siegmund por su valor al dirigirles en batalla. El paladín les correspondió alzando el escudo, el mismo en el que había tal símbolo.
Caía el sol cuando los caballeros entraron por el portón de la fortaleza. No fueron recibidos con grandes vítores ni celebraciones, pues lo peor estaba aun por llegar. Los centinelas contemplaban un horizonte lleno de tropas de la Horda, de monstruosas máquinas de guerra y de viles poderes desatados.
La Batalla por Stromgarde no había hecho más que empezar.