Relato publicado en 2009 para el concurso de relatos.
1.ª PARTE
—Así que allí estábamos nosotros, rodillas hundidas en la nieve y rifles sobre el desfallecido tronco —hizo una pausa para darle un trago a la jarra.
—¡¿La habíais encontrado?! —preguntaron casi al unísono, con la emoción patente en sus rostros.
—Vaya que sí…, allí estaba. Muy grande para ser una hembra, y de color pajizo, como la barba del enano más apuesto entre estas paredes —dijo, alzando la jarra hacia los niños en un brindis imaginario.
Los críos rieron, pues sólo había dos enanos adultos allí, y el afectado por la mofa no era otro más que su padre. Se giraron para mirarlo, en el sitio: «te ha llamado feo», decían con sus ojos todos ellos. Pero Falgrim, el padre de los cuatro críos que escuchaban la historia, y de otro más que aún no hacía otra cosa que lactar y dormir, sólo sonrió y tomó asiento para oír el final de la historia, que tantas y tantas veces había escuchado ya.
—Nunca se sale de caza sin luz, y mucho menos con una ventisca como aquella, pero nuestros esfuerzos por alejarla de los caminos y los asentamientos habían resultado poco fructíferos. ¡Ah! —exclamó, alzando el dedo índice hacia Eivur, el segundo más joven—, si no se sale de caza con ese tiempo, tampoco se sale de casa— añadió mientras iba señalando uno a uno a todos los restantes, a modo de aviso.
—Que sí, tío Hrom. ¿Pero qué pasó?, ¿disparasteis? —preguntó Sigrid, la mayor de los hermanos.
Hrom terminó de dar un nuevo trago a la cerveza y, tras limpiarse con el antebrazo algo de birra que se le escurría por la barba, continuó con la historia.
—Disparamos. Y lo hicimos a la vez. Un final rápido y digno. Nos acercamos para constatar que todo estaba bien y poder llevárnosla, pues el temporal había cortado la línea de suministros de la Puerta Norte…
Hrom se inclinó un poco, bajando la voz. Inmediatamente, los críos calcaron su movimiento, conocedores de que ahora llegaba algo aún más interesante.
—…mientras nos estábamos asegurando de que la gran bestia había dejado de sufrir, de repente, entre el agudo y afilado silbido de la ventisca, se oyó un gruñido —su voz cada vez era más melodramática y, en un instante, dejó de lado su tono quedo para alzar la voz— ¡Nuevededos se giró, rifle en mano, dispuesto a disparar hacia el lugar desde el que procedía el sonido! —el enano guardó silencio para beber, aunque esta vez un trago más largo de lo normal.
—¡¿Y qué pasó?! —se impacientó Sigrid.
—Que se lo impedí. Moví el cañón con mi enguantada mano.
—¡¿Por qué?!, ¡¿por qué hiciste eso?! —repreguntó, indignada por lo que acababa de oír.
—Porque tuve un presentimiento. Y acerté. De entre unos matorrales casi sepultados por la nieve surgía un hociquillo de trufa clara.
Los más pequeños se quedaron pensativos, confusos, sin saber muy bien a qué se refería.
—¡Oseznos! —gritó Thorgrim, el segundo de aquel sinfín de infantes.
—Así es. Sólo uno; cosa rara. Las bestias de Dun Morogh tienen problemas para sacar adelante a sus crías en invierno, pero aquel año… —refunfuña un poco, negando con la cabeza— aquel año fue especial. No se había visto un temporal así desde hacía décadas. Así que supongo que su hermano se quedó por el camino.
Hrom paró al ver la cara de uno de los benjamines de la familia.
—Oh, no. No es para llorar, sino para celebrar y cantar en su honor. No vi ninguna cría aquel invierno, más que la que tenía delante en aquel momento. Aquello era algo especial, un regalo de la montaña.
—¿Y qué pasó con el osezno? —preguntó Thorgrim.
Hrom volvió a beber de su jarra y a limpiarse los restos, esta vez con el dorso de la mano.
—Nuevededos lo agarró del pellejo y lo levantó. Aún no tenía el pelaje de su madre, pues era pequeño, pero lo tendría meses después. En otra ocasión, le habríamos tirado algún pez de vez en cuando, si acaso, para echarle una mano, pero con semejante temporal…
Los niños se miraron unos a otros, y también a su madre, que frunció los labios, empática.
—No os adelantéis. No lo dejamos allí. Tamaño esfuerzo maternal no podía caer en saco roto. Nuevededos lo llamó Brom en mi honor, por haber apartado yo su rifle, y me hizo responsable de él desde aquel día.
Los críos más pequeños recuperaron la sonrisa e incluso se revolvieron en el sitio, animados.
—¡Hrom y Brom! —exclamó Eivur, riendo un poco.
—¿Tuviste un oso, tío Hrom? —se animó a preguntar Griff, el tercero en discordia y el más callado.
—¡¿Cómo dices?!, ¿que si «tuve» un o…? ¡Habrase visto! —el enano alzó la voz, fingiendo cierta indignación. Se levantó como un relámpago, cogió su cerveza de nuevo y se la terminó sin preámbulos. Tras ello, la dejó en la mesa con un golpe seco, cual martillazo— ¡Está ahí fuera esperándoos!
Ojipláticos, tardaron en reaccionar. Al menos, hasta que Sigrid, aguerrida y vivaracha como de costumbre, abrió la veda, saltando en el sitio cual resorte y dirigiéndose a la puerta. Todos los demás, voceando unos más que otros, se dirigieron al exterior como la marabunta que eran.
—¡Eh, despacio y detrás de mí! ¡U os arrancará un brazo! —gritó Hrom, apresurándose a controlar a semejante tropa.
La mujer de Falgrim, que amamantaba a la última en llegar, sonrió con la tranquilidad con la que lo hace una persona que es feliz y disfruta de un buen momento, y buscó con la mirada a su marido, pues dichos momentos poco valen si no se comparten.
—No sonrías tan ampliamente, querida, pues creo que más que una broma era un aviso. Iré a asegurarme de que vuelven todos, con sus ocho brazos y sus ocho piernas —dijo el enano mientras se levantaba para salir afuera, no sin antes darle un beso en la cabeza a su esposa.
—¡Por las barbas de mi abuela, esperadme!, ¡¿sabes lo que cuesta sacar adelante a cada uno de estos?!
2.ª PARTE
Recomendación para su lectura: When the Hammer Falls, Clamavi De Profundis
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El sudor ya estaba entrándole en los ojos, así que se irguió y se lo limpió con su brazo desnudo. Ese año se había jurado y perjurado que recogería la cosecha antes de que terminase el Festival del Fuego y, sobre todo, antes de que volviesen las intensas heladas nocturnas. Puso los brazos en jarra y oteó la plantación, con cierto desasosiego ante el trabajo que tenía por delante.
—¿Es que no se acaba nunca? —farfulló el enano, con una enorme rama de regaliz entre los dientes.
Se dobló para seguir con lo suyo, pero algo llamó su atención. Se giró, con rapidez aunque sin resultado, pues nada vio. Lo habría atribuido a su naturaleza suspicaz si no hubiese tenido la misma sensación, a su diestra, apenas un segundo después. Volvió a encarar aquel estímulo, pero seguía sin conseguir vislumbrar nada raro. El enano, malhumorado, comenzó a dar palmadas y a vociferar todo lo fuerte que podía.
—¡Fuera! ¡Seas una liebre o el lobo más grande de Dun Morogh!, ¡fuera de mi granja! —gritó, antes de bajar el tono y mascullar para sí mismo— no permitiré que me estropees ni una mísera col.
El granjero entrecerró los ojos ante la creencia, de nuevo, de haber visto algo más allá de sus campos. Ese algo estaba oculto tras un revoltijo de matorrales perennes que crecían agrestemente sobre los escombros que tanto él, como propietarios de granjas adyacentes, habían ido tirando a lo largo de los años. De repente, la nube que filtraba los rayos de luz terminó de apartarse, permitiendo que se reflejase, en aquel objeto extraño, una luz entre azulada y violácea.
El enano dio un paso hacia atrás, sin quitarle el ojo de encima. Tras el primero, vino el segundo, pero no un tercero; se giró y echó a correr hacia su casa.
—¡Trols!, ¡troools!
Corrió y corrió, como carnero perseguido por un lobo y, cuando estaba a punto de llegar a su puerta, echó la mirada atrás para asegurarse de que nada le perseguía. Pero no fue así. Allí estaba el trol, tan cerca del enano que logró arrebatarle la rama de regaliz de la misma boca, dispuesto y decidido a hacerle compañía en su morada. Aquel instante pareció detenerse en el tiempo de una manera sobrenatural; el granjero podría haber contado el número de piezas dentales del trol, haber catado su aliento hasta el punto de conocer su dieta… Lamentablemente para el trol, que su empresa tuviese éxito no dependía solamente de él y de su presa. En el mismo momento en que el azulado humanoide cruzaba el umbral y ponía uno de sus enormes pies sobre aquel típico y empedrado salón enano, un hacha se incrustó en su pecho. Y lo hizo con tanta fuerza que no sólo le arrebató la vida al instante, sino que estuvo cerca de partirlo en dos.
—¡Mudor, lleva a los niños a la habitación! —ordenó la mujer del enano, mientras apoyaba el pie en el trol para despegar la gran hacha.
La enana atrancó la puerta y se asomó a la ventana, cuerno en mano. Lo hizo sonar una vez, rápida y precipitadamente, antes de volver a atrincherarse, esperando hacha en ristre a cualquiera que quisiera ponerle la mano encima a su familia.
De repente, sonó otro cuerno, más grave y potente.
¡Esos deben ser los Yescaseca! ¡Los están atacando también!, ¡han bajado a por todos nosotros! —clamó asustado el enano, con sus dos hijos en brazos.
La mujer entrecerró los ojos mientras aquel cuerno sonaba por segunda vez y volvió a asomarse a la ventana. Los trols pululaban a sus anchas por la plantación y más allá de esta, en dirección a las demás granjas. Por tercera vez, aquel cuerno grave y potente partió el ambiente; los cristales de la casa temblaron un poco y sus habitantes sintieron el sonido en sus mismas vísceras.
—…ese cuerno, querido esposo, no es el de los Yescaseca —dijo la mujer con una media sonrisa.
—¿Por qué demonios sonríes, Mag…
El estruendo de decenas de disparos al unísono explotó en la escena como el mayor de los truenos, como si fuese una palabra pronunciada por la mismísima montaña.
La enana, con el ceño fruncido y la mandíbula apretada, desatrancó la puerta y salió corriendo hacia la plantación, hacha por delante. Tras ella, Mudor el granjero se asomó temeroso al exterior, aún con sus hijos en brazos y sin querer poner ni medio pie más allá del recibidor.
Desde un muro de humo con olor a pólvora surgían más de una decena de enanos, todos ellos ataviados con sus uniformes y caperuzas verdes. Rifles colgando, hachuelas en mano y gritos al viento, se abalanzaron y embistieron a los trols. Estos sucumbían ante el ataque de los Barbabronce sin oportunidad alguna, pues muchos estaban ya heridos a causa de la salva inicial.
El granjero contempló la escena mientras otra andanada de disparos resonaba más al sur, en la granja de los Yescaseca. Los enanos remataban a los trols con sus hachuelas, ya en el suelo, sin piedad ni contención alguna, regando su plantación con la sangre de aquellos que no debieron jamás bajar de las montañas.
Minutos después, los gritos de júbilo se escuchaban por todo el valle, desde la granja de Mudor, el Maestro de las Coles, hasta la de los Yescaseca e incluso más allá, cerca de la cooperativa de tabaco.
Uno de los enanos, utilizando su rifle a modo de bastón para caminar más cómodamente entre los surcos de la arada tierra, se acercó hasta la puerta de la casa, plantándose ante la familia. Ya estaba entrado en años, aunque eso no parecía pasarle factura.
—Buen día. Mi nombre es Einar Nuevededos —se presentó, con una agotada aunque sincera sonrisa que dejaba entrever la falta de un par de dientes—, ¿serían ustedes tan amables de invitarnos a una cerveza?
3.ª PARTE
Recomendación para su lectura: The White River, Jeremy Soule
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La nieve en aquel valle no estaba compactada. Había habido una pequeña avalancha el día anterior y, ahora, los pies se hundían a cada paso. Por eso, ambos enanos clavaban las culatas de sus rifles en ella a modo de bastón, como antaño hubiese hecho otro hijo de la montaña.
—No veo huellas —dijo Falgrim, oteando más allá.
—¿Te has fijado en cuánta gente ha acudido al homenaje? —preguntó Hrom, dejando de caminar para mirar a su amigo y compañero de patrulla.
Falgrim torció el gesto, pero acto seguido sonrió un poco, entendiendo el porqué de su desvío.
—¿Qué ocurre, Hrom?
—Cuando murió, acudió todo el mundo. Hoy, sólo cinco años después, ya nadie parece acordarse —respondió Hrom, clavando con fuerza el rifle en la nieve para dejarlo ahí y usarlo como apoyo.
—Todo el mundo se acuerda de él —le llevó la contraria Falgrim.
—¿Y qué si lo hacen? Ya nadie canta canciones sobre sus enanos, ya nadie comparte su espíritu. Nuestro pueblo necesita eso más que nunca.
—Oh… —Falgrim también terminó de girarse hacia él para encararlo, con gesto sosegado— Los tiempos han cambiado. Faltan efectivos y medios. Las guerras nos han causado más bajas de las que apenas podemos contar. No podemos permitirnos…
—Podemos permitirnos más de lo que nos estamos permitiendo —respondió Hrom, interrumpiéndole.
—Los niños preguntan por ti. Lo llevan haciendo desde que les presentaste a Brom. Y hace de eso ya más de un año —le espetó Falgrim, cambiando radicalmente de tema.
Hrom apartó la mirada, farfullando malhumorado.
—Lo sé, lo sé… he intentado buscar un hueco, pero he estado muy ocupado —se disculpó, con sincero arrepentimiento.
Falgrim lo miró durante unos segundos antes de echar a andar de nuevo. Cuando este ya se había alejado un tanto, oyó la voz de Hrom desde unos cuantos pasos atrás, pues no se había movido un ápice.
—¡Voy a resucitar la Compañía! —exclamó, en voz alta.
Falgrim se quedó en el sitio durante unos segundos, cerrando los ojos. Después, se giró.
—¡¿Y cómo vas a hacerlo?! ¡No hay enanos dispuestos! —le preguntó.
—¡Claro que los hay! ¡Vendrán a mí cuando les lleguen las noticias! —respondió Hrom.
—¡¿Y si no lo hacen?!
—¡Entonces será la única compañía en la que todos sus miembros tienen un oso! —respondió Hrom, gritando aún más, y provocando una leve sonrisa en Falgrim, que volvió a acercarse lentamente.
—Conoces la relación que tenía el Capitán con Einar. Odia todo lo que le recuerde a él. Odia su éxito, aunque resultase de orgullo para la misma montaña. No te permitirá formar compañía alguna, te pondrá a patrullar y a guardar los pasos hasta el último de tus días… —comenzó a argumentar Falgrim.
—Entonces tendré que doblar turnos—Hrom lo miró y frunció los labios—. ¿Cuento contigo, amigo?
Falgrim bajó un poco la cabeza, pero alzó la mirada. Lo miró durante unos segundos antes de clavar sus ojos en el horizonte.
—Cuando mi servicio termina, Hrom, es cuando puedo ver a los míos. Tengo una familia. Si he de cumplir con mis turnos, estar con los míos y, además, formar parte de esa Compañía tuya…, ¿cuándo dormiré?
—¿Cómo que «esa Compañía mía»? Es la Compañía de la Puerta Norte, la Compañía de Einar Nuevededos; no será mía, ni de nadie. Será nuestra y para los nuestros, como siempre fue— respondió Hrom con cierta severidad.
Falgrim se calló, reflexivo, y echó de nuevo a andar. Cuando volvía a haber distancia entre ellos, alzó la voz.
—¡No me has respondido!, ¡¿cuándo diablos dormiré?!
—¡Por la noche, Falgrim! —le contestó Hrom, haciendo gala de la más encomiable de las simplezas— ¿Cuándo si no…? —murmuró para sí mismo antes de retomar el rifle y echar a andar tras su compañero y amigo.