Música de ambiente
Se dice en Ventormenta que el viento tiene alma, y que al barrer las calles de la ciudad, se lamenta por lo que encuentra a su paso.
Aquella noche, silbaba entre los mástiles que se mecían en el puerto, cruzaba en tromba sobre las aguas de los Canales y aullaba entre los edificios. Entonces, como abrumado por lo que había visto, se transformaba en un leve gemido.
O eso le parecía a Annie. Mientras una nueva ráfaga de viento la azotaba, se envolvió en un abrazo y se apretó la raída capa al cuerpo. Bajó la mirada y frunció el ceño al ver que el sucio lodo le salpicaba los zapatos al andar. La tela que había metido en las botas porque le quedaban grandes ya estaba empapada, y los dedos de los pies le dolían por el frío.
Percibió un movimiento brusco a su derecha, y se hizo a un lado; un hombre con greñas grises avanzaba dando tumbos hacia ella desde una bocacalle y terminó por caer de rodillas. Annie se dirigió hacia él y le tendió una mano, pero el anciano no parecía verla. Se giró en su dirección y a la muchacha se le crispó el rostro. La mugre y gangrena recorrían su faz de una manera grotesca, y un olor repulsivo llenó sus fosas nasales, por lo que se alejó al instante, dando tumbos.
Sumergió diestra en su capa y rodeó con los dedos la empuñadura de su daga, alerta. Había un guardia apostado con desgana en la boca del callejón. Torcía el gesto en una mueca de desdén mientras observaba distraído a los transeúntes. Annie lo fulminó con la mirada, pero cuando el guardia giró la cabeza en su dirección, la desvió de inmediato.
“Malditos guardias —pensó—. Así les salgan arañas venenosas a todos dentro de las botas. Vidas privilegiadas y se quejan de ellas.”
Adaptó su paso al cansino caminar de los que la rodeaban , y los siguió hasta que llegaron a una calle más ancha. Edificios de dos y tres plantas se elevaban a ambos lados. En las ventanas de los pisos superiores había un montón de caras. Desde una de las ventanas, un hombre bien vestido alzaba a un niño para que viera a la gente que había abajo. El hombre arrugó la nariz con desprecio y, cuando señaló la calle, el niño puso cara de asco.
Annie los miró con furia. “Si les lanzase una piedra por esa ventana, se les acabarían los remilgos.” Buscó con la mirada sin demasiado empeño, pero si en aquel suelo había piedras, estaban bien ocultas bajo el fango.
Tras avanzar un poco más, distinguió a otros dos guardias en la entrada a un callejón. Ataviados con capas de cuero y yelmos de hierro, parecían el doble de corpulentos que los mendigos a los que vigilaban.
Se desvió del camino y callejeó por el Barrio de la Catedral, con ciertas prisas. La llovizna hizo su aparición a los pocos minutos, por lo que Annie se caló la capucha con sendas manos.
Pronto llegó a Los Canales; emitían un desagradable olor, y algunos decían que hasta les taponaba los orificios nasales. Toda la mugre, residuos y heces iban a parar, de una forma u otra allí, por mucho que tratase de evitarse, y pese a ello el lago de la ciudad estaba decentemente limpio. De vez en cuando hasta veía a gente dándose baños, si bien no sabía si era legal o no.
El Casco Antiguo era conocido por la gente beoda y las actividades de moral cuestionable que surgían allí cada noche. Y sin embargo, era el sitio más visitado de Ventormenta por el ocio que ofrecía, especialmente la taberna El Cerdo Borracho.
Tenía algo pendiente allí.
Pocos minutos bastaron para que sus ojos avistasen la entrada, y la gran cantidad de personas que se reunían en las afueras le dedicasen un par de miradas, como viendo entrar a alguien más, sin prestarle demasiada atención.
Se escuchaban ruidos de espadas provenientes del callejón tras la taberna.
“¿Quién se estaría peleando?” Annie se encogió de hombros, poco le importaba ahora. Avanzó por los escalones de madera y cruzó el umbral de la puerta. Inmediatamente a sus oídos llegó el sonido de la música, de carcajadas, de gritos y choques de jarras. Otrora hubiese sonreído, ahora no, no esa noche, no con la tarea que la tendría ocupada.
Esquivó cuerpos musculosos y voluptuosidades sin tela que las cubriese. Esquivó un par de vasos voladores e incluso un tenedor. Apretó los labios y viró hacia la derecha, colándose entre dos mesas y avezó su paso hasta llegar a la barra. Ahogó un suspiro, y alzó su mirada, firme, hacia el camarero.
— Una jarra de hidromiel—. Dejó un par de plateadas sobre la barra y apoyó cadera sobre la misma.
Sus dedos repiquetearon contra la madera, impacientes.
Lord Jamie debía estar en camino.
Era gracioso, un ladrón de poca monta había alcanzado fama en los barrios bajos, tanta que todos usaban el título autoimpuesto de Lord. En cierto modo tenía sentido. No había objetivo demasiado difícil para él. Nobles, guardias, sacerdotes… ¿Qué importaba? Todos tenían algo que pudiese ser tomado, y por muy difícil que fuera, Jamie, de un modo u otro, lo conseguía.
Recordó con una leve sonrisa aquella anécdota que le contó un par de años atrás, cuando llegó a Ventormenta sobre el “caballero” que resultó ser un ladrón, y sin embargo el robo le salió mal, tanto que se la devolvió la dama a la que pretendía robar dejándole sin una moneda y sin las llaves de “su pequeño techo”, o así lo había llamado él. La dama resultó ser Lord Jamie disfrazado. Artista del disfraz, el escape y el robo. ¿Cómo no iban a respetarle? Solo con eso era un objetivo peligroso, y aunque ella no lo había visto combatir, sí había escuchado historias espeluznantes. Se alegraba de caerle bien.
Pronto escuchó el repiqueteo desinteresado de unas botas en su dirección. Annie ladeó una sonrisa, y su mirada se alzó para encontrarse con aquellos ojos verdes tan cargados de misterio. Su mirada recorrió un rostro que gritaba astucia por todos lados, con facciones afiladas y deje perspicaz en su gesto.
— Jamie —El ladrón cabeceó hacia la joven —. Hace tiempo que no nos vemos.
Annie había cambiado. Sin duda aquellos cinco meses habían hecho bien a la joven. Se la notaba más madura, “En todos los aspectos— Pensó Jamie”
No dudó en recorrer su cuerpo bajo la capa con la mirada, su delgado cuerpo no se ocultaba bien bajo la fina y raída tela. A Annie poco le importaba, sin embargo sí la impacientaba.
Ladeó la cabeza y la punta de su bota golpeó un par de veces el suelo. El chico alzó la mirada, y con una impertinente sonrisa negó. Alargó el brazo y sujetó de la cintura a la joven.
— Ah, Annie. Había olvidado la belleza norteña. ¿Cómo estás? — Alzó una ceja, muy cerca de su rostro. Ella tan solo se apartó y apretó los labios.
— Ve al grano. No me interesan tus flirteos. Sabes lo poco que me gustan.
El hombre dejó escapar una suave carcajada y suspiró con pesadumbre. — Ah, Annie, ¿Algún día cambiarás? — Negó con suavidad, y tomó la copa que ya le habían servido, deshaciendo el agarre en la cintura de la chica. — Últimamente la ciudad está de lo más… ajetreada. ¿Te has enterado de los últimos asesinatos?
— Sí, ¿Por qué? Creía que eran obra tuya—. Frunció el ceño.
Jaime ladeó la cabeza una vez más, con perplejidad. ¿En tan mala estima le tenía? Sí, podía haber matado en muchas ocasiones por beneficio propio, pero no a ladrones con los que mantenía negocios rentables.
— Como sea. Necesito que te encargues del que los orquestra… Me está molestando, y sabes que podría pagarte cuantiosa suma… si haces lo que te pido—. Sonrió mostrando su blanca dentadura.
Annie alzó la mirada hacia los ojos del ladrón, que brillaban con perspicacia bajo la tenue iluminación de la taberna, dándole un aura mucho más peligrosa de lo que pudiese parecer a primera vista. Sabía que no era buena idea jugar con un ladrón tan reputado como aquel, así que continuó con su conversa.
— ¿Qué sabes de él? Necesitaré un punto desde donde… partir—. La chica arrugó la nariz, y movió la mano tras su capa. Lanzó una cobriza al aire, que rebotó contra la copa del ladrón y cayó al suelo. Masculló algo por lo bajo y se agachó a cogerla. Notó la pesada mirada de Jamie sobre ella.
— Se disfraza bajo la apariencia de un mercader afable y divertido, sé poco más. Puedes hablar con Willie en la Dama Misteriosa, él te dará el resto de información, ya me lo ha asegurado—. Alzó el mentón ligeramente.— Sé que cumplirás, Anneliese, sabes que no me gusta lo contrario.
Ella asintió, y guardó la cobriza en el bolsillo. Miró la jarra medio vacía en la barra y se alejó un par de pasos.
— ¿Me acompañas un segundo al callejón? Quien… tú ya sabes me ha pedido que te de algo, y no puedo hacerlo aquí—. Ella ladeó la cabeza, mientras aguardaba pacientemente una respuesta.
El ajetreo de la taberna continuaba, la música retumbaba en los oídos de Jaime mientras observaba a la bastarda de Lord Frye, de Stratholme. En diestra meció la copa de vino, para airearla y suavizar un poco el sabor, pues no había comido previamente.
Ella le sostuvo la mirada, y a ojos ajenos pudo parecer que se miraban con deseo, pero ambos se estudiaban mutuamente. Ah, sí, la mente del ladrón.
Jamie se mantuvo en silencio, y tras unos segundos que a la muchacha se le antojaron interminables, hizo acopio del vino en su boca, y la apuró de un par de tragos después. Annie apretó los labios, y exhaló el aire con lentitud por su nariz cuando Jamie apuntó hacia la salida con el mentón.
No le esperó, y con avidez esquivó cuerpos, escupitajos y alguna que otra bota voladora. Se escabulló por la entrada y giró hacia el callejón que llevaba a los Canales del Castillo, tras el Cerdo Borracho. El ruido allí era más lejano, y la oscuridad abrazaba al individuo como la mejor de las mantas.
La pelea que minutos antes se estaría llevando acabo allí ya no existía, y todo estaba vacío. Tomó un saco de cuero que emitió un tintineo al salir de la protección de su capa, y en ese mismo instante, el claqueteo de unas botas se escondió con el grito de un trueno. Un par de gotas oscurecieron la capa de la joven.
— ¿Y bien? — Jamie alzó su ceja, con las manos tras su espalda — ¿Qué quiere darme la Dama Roja?
Ella no dijo nada. Simplemente se quedó de pie, expectante, y observó, casi con satisfacción, el gesto fastidioso de Jamie cuando la lluvia creció y comenzó a mojarle. Pero eso poco duró, pues sus ojos, desorbitados, miraron con odio a Annie cuando comprendió lo que había hecho ella. Llevó una mano temblorosa a su labio, que ahora sangraba.
— Mandarte saludos, y recordarte que no deberías meterte en sus asuntos. La cuestión de esa elfa a la que estafaste era su asunto —. Miró, imperturbable, como él se arrodillaba, y del saco tomó la cobriza que antes había hecho chocar contra su copa. Sonrió, y con el pulgar retiró un pequeño polvo que ahora tornaba blanquecino con el agua.
Jamie terminó por caer al suelo, y sus ojos, inyectados en sangre, miraron una última vez a Annie antes de perder la consciencia y dormir. Para siempre.
Annie tiró la moneda sobre su pecho, rebuscó en su cinturón e hizo acopio de su bolsa de oro. Se la guardó en la faltriquera y se caló bien la capucha. Le dedicó un último vistazo y su rostro formó una mueca de lo que quizá era pena, o nostalgia. Pero en ese momento se dio cuenta de que era infinitamente inferior a ella. Que sus delirios de grandeza, como con todos los poderosos, lo habían llevado a confiarse frente a la que consideraba su aprendiz, y a caer.
Emitió una risa seca, casi forzada, y marchó andando de allí, dejando atrás la evidencia de nada, pues nadie sabría que la muchacha mendiga que había salido minutos antes de la taberna era la culpable de la muerte de un mezquino, y las culpas recaerían en la taberna, pues alguien había envenenado su copa.
La lluvia abrazó a Anneliese Frye esa noche, cuando sus pasos terminaron por llevarla al cementerio. Al fondo, tras un mausoleo vio el retazo difuminado bajo la lluvia de una silueta roja, y su cuerpo se tensó ante su mera presencia.
Cuando se acercó vio que la Dama Roja sonreía, y después se difuminaba como un terrón de azúcar disolviéndose en el té. El viento paró.
Y la muchacha disfrutó del repiqueteo de la lluvia contra la piedra muerta.