Desde hacía ya algún tiempo, las noches en el modesto poblado que los Quemasendas habían erigido en Nagrand estaban inmersas en el más profundo de los silencios. Poco se hacía por ocultar la preocupación ante el futuro incierto de un clan despojado de su hogar y de sus aliados, exiliado a vivir como una manada de parias que se mantienen vivos por la mera voluntad de sus corazones. La vida en el poblado había adquirido una tranquilidad a la que muchos no estaban acostumbrados, y si bien la imagen idílica de una existencia pacífica en su antiguo hogar y de la vuelta a las viejas costumbres de la caza y el chamanismo parecía en cierto modo un soplo de aire fresco, no era más que una mentira que sostenía el desamparo de estar solos y a merced de sus enemigos, pues tal era el final que les esperaba a la larga cuando la advenediza Jefa de Guerra posase sus ojos en aquellos que la habían traicionado. Los dirigentes y más experimentados del clan pasaban las noches envueltos en largas discusiones en la cabaña de mando, dejando de vez en cuando que alguna opinión alzada de voz se escuchase desde fuera, la mayoría de las veces evidenciando la frustración que no era de unos pocos. Los chamanes, casi de forma más frecuente de lo habitual, se sumergían en sus propios círculos de debate y toma de decisiones a menudo afectados por un trance de roncas voces guturales acompañadas por el monótono sonido de los tambores y el cargante olor a diferentes inciensos, abstraídos casi por completo del resto del clan. Todos parecían querer prepararse para el inevitable paso que en algún momento tendrían que dar, pero no daban señales de saber cómo hacerlo exactamente.
Fue una noche de cielo abierto en la que ya la gran mayoría del clan dormía cuando aconteció algo, que si bien en cierto modo carecía de importancia, sería el inicio de uno de los pilares de la nueva identidad del clan. Brotgar, que a menudo pasaba varias noches sin dormir, acostumbraba a examinar la cueva y los terrenos donde dormían los lobos del clan, muchos de los cuales comenzaban a envejecer y a ver mermado su vigor. Hasta su traición, el clan había subsistido nutriéndose de los lobos que le cedía la propia Horda, en su mayoría machos jóvenes que habían salido de los criaderos de Orgrimmar, que solían retener a las hembras para asegurar el futuro de nuevas camadas. Ahora, tras tanto tiempo sin recibir nuevos compañeros para sus guerreros y habiendo perdido a muchos durante sus últimos viajes y batallas, la esperanza de los Quemasendas de no perder uno de los cimientos sobre los que sostenía su supervivencia recaía en las manos de Puño de Acero y el ambicioso proyecto que se traía entre manos. Aquella noche, Brotgar había escuchado en la distancia el aullido de su compañera Gobbla, una de las pocas hembras fértiles del clan que hacía tres meses que se había quedado preñada. Cuando el orco alcanzó el lecho de su compañera, comprobó que había dado a luz y que los cachorros tenían ya un par de días. Se quitó el guante y agarró a uno de ellos por el pellejo del cuello y, cuando iba a levantarlo para observarlo mejor, comprobó cómo Gobbla emitía un gruñido amenazante, al que el propio Brotgar respondió enseñándole los dientes a su compañera en una demostración de fuerza. Algunos de los lobos se habían acercado, pero la propia madre de los cachorros agachó la cabeza en señal de sumisión y permitió que su jinete examinase a la luz de una antorcha a su retoño, que olfateaba el aire con torpeza, pues aún era ciego y apenas tenía sentidos para orientarse. Con una sonrisa, Brotgar dejó al pequeño junto a sus nueve hermanos, todos ellos de un negro azabache que se camuflaba con la misma oscuridad de la cueva. Finalmente, el orco dedicó unas cariñosas caricias en la cabeza a su compañera antes de ponerse en pie y volver al exterior.
A la mañana siguiente, Brotgar se apresuró en entrar en la cabaña de mando mientras Kurgan y Zashe aún comían en solitario. El jefe de los Quemasendas alzó la cabeza y miró fijamente a Puño de Acero, que esbozó una sonrisa de medio lado.
— Diez cachorros, sanos y vigorosos. Otras dos hembras están preñadas y darán a luz en unos días.
Kurgan asintió.
— Bien hecho, Brotgar — dijo —. Parece que tus planes dan sus frutos. Ve informándome de tus progresos — concluyó.
Hacía varios meses, previsor de la situación y con el beneplácito de Kurgan, Brotgar había dedicado todos sus esfuerzos a asegurarse de que las hembras más vigorosas de entre los lobos de los Quemasendas se apareasen con los machos que cumpliesen con sus requisitos. Siendo meticuloso con los cruces, el objetivo no era otro que el de dotar al clan con su propia raza de lobos, más fuertes y resistentes. Cuando fuese necesario, llevarían a las guadañas del clan a la victoria. Tres meses después la guarida de los lobos de los Quemasendas tenía otro aspecto. Con trabajo, los nueve cachorros de Gobbla salieron adelante sin ninguna complicación, y salvo uno todos correteaban y jugaban revolcándose en el barro y persiguiéndose entre rocas y huesos de los animales con los que se alimentaba a la manada, peleándose entre sí y a menudo molestando a los lobos adultos que no parecían acostumbrarse a su hiperactividad. De las otras dos hembras que se habían quedado preñadas nacieron cinco y ocho cachorros, también sanos. De la camada de su compañera, Brotgar ya había preseleccionado a cinco con los que realizaría los futuros cruces en cuanto alcanzasen la edad apropiada. Pese a todo, aquella no era la única de sus obligaciones, pues era el único que se encargaba de entrenar a los lobos y, en la mayoría de los casos, de adiestrar a sus jinetes, entre los que se encontraban Grohka, la joven Shokko y Thukarg.
El cuarto mes tuvo un duro inicio. Las lluvias torrenciales habían hecho desbordar el río que pasaba por en medio del poblado de los Quemasendas, echando a perder una parte de las reservas de carne en salazón que se habían ido almacenando durante el inicio del otoño. A ojos de los ancianos del clan, una cacería excesiva no sería vista con buenos ojos por los espíritus salvajes e indómitos de aquel lugar, lo que abría un debate difícil de resolver sobre el porvenir del clan. Brotgar dio un paso adelante en su proyecto, llevándolo a un siguiente nivel. ¿Qué mejor forma de garantizar que los cachorros de los lobos eran en verdad los más aptos? Del mismo modo que los jóvenes orcos pasaban por su propio Om’riggor, los cachorros tendrían su propia prueba para demostrar su fortaleza.
Tres noches más tarde, Brotgar se había citado con los dos chamanes más ancianos del poblado. Sólo el crepitar de la madera ardiendo rompía el inmutable silencio de la pequeña cueva en la que llevarían a cabo el ritual, acompañado de vez en cuando por el gimoteo de los cachorros que Brotgar llevaba consigo. Uno tras otro eran obsequiados con arcanos símbolos que Nargulg y Bolgrim pintaban en sus pelajes con los dedos embadurnados de un tinte bermellón antes de ser devueltos con sus recelosas madres, que desde la entrada observaban con las cabezas gachas y todos los sentidos puestos sobre sus retoños. Uno a uno eran bendecidos con la protección de los espíritus, y mientras los dedos de los ancianos se deslizaban sobre sus ásperos pelambres a menudo miraban a su alrededor, buscando a sus compañeros, que aguardaban su turno. Si bien aquel rito había sido idea del propio Puño de Acero, se preguntaba si de alguna manera similar aquellos prolegómenos habían formado parte de las muchas tradiciones que a lo largo de los años habían ido cayendo en el olvido. A la mañana siguiente, temprano, aquellos pequeños acompañarían a sus padres y al propio Brotgar a una cacería que por un lado curtiese sus espíritus y, por otro, le hiciese recuperar al clan la comida que había perdido al principio del mes.
Cuando al día siguiente alcanzaron el linde de un bosque próximo a Oshu’gun, el reducido grupo de caza se detuvo. Tan sólo Brotgar acompañaba a los lobos, a los que les había quitado las sillas para mayor comodidad de los animales. A lomos de Gobbla, le seguían las otras dos hembras, acompañadas de sus cachorros. La marcha la cerraban los tres consortes, que olfateaban los alrededores en busca de su presa. Tras una hora de búsqueda incesante, dieron con el rastro de una manada de uñagrietas cuyas huellas y olor se dirigían hacia el norte, a las montañas. A ojos de un cazador inexperto aquella empresa parecería poco más que una estupidez, pues nadie en su sano juicio pretendería enfrentarse a un grupo de uñagrietas con tan sólo seis lobos adultos, pero lo cierto es que aquellas grandes bestias no eran su objetivo. A menudo, las manadas de uñagrietas eran seguidas de forma natural por grupos de tabulks, que aprovechándose del destrozo generalizado que causaban aquellas criaturas al pastar tan sólo tenían que limitarse a seguirlas para encontrar la hierba baja de la que acostumbraban a alimentarse. Esto proporcionaba a los cazadores más experimentados un método rápido para encontrarlos, pues era mucho más sencillo encontrar los uñagrietas. Alcanzado el mediodía finalmente dieron con su premio: al norte, tras una colina, las grandes astas de los cérvidos coronaban la hierba recién pastada. Con un gesto, Brotgar indicó a los machos que se adelantasen para rodear la manada y tras ellos fueron las hembras y los cachorros, que avanzaban a saltos tras sus madres.
Los tabulks no tardaron en darse cuenta de la presencia de los lobos y pronto emprendieron la huida, pero la pericia de los machos logró separar del grupo principal a siete individuos, que pese a sus intentos por quebrar el bloqueo de los lobos, no lograban encontrar la salida. Y así, en su máximo esplendor, dio comienzo un espectáculo tan hermoso como cruel en que los verdes pastos de Nagrand se convertían en una pista sobre la que las fornidas hembras perseguían a sus presas. El primero de los tabulk no tardó en caer en el momento en que uno de los machos se interpuso frente a él cuando estaba huyendo de una hembra. Ambos se abalanzaron sobre el cérvido, atravesándole el cuello con sus garras y dientes en un impacto que se escuchó a varios metros de distancia. Los cachorros, que en principio no debían participar más allá de observar a sus progenitores, contribuyeron a la complicada tarea de acorralar al resto de tabulks, que poco a poco sucumbieron ante el resto de la manada. Tan sólo uno consiguió huir en el fragor de la persecución, mientras sus depredadores se entretenían con sus compañeros. A media tarde, Brotgar regresaba al poblado seguido por sus compañeros de caza. Los machos arrastraban una red en la que se habían depositado los cadáveres de los seis tabulks, que se convertirían en los primeros de un período de caza que duraría dos días más, a fin de recuperar las existencias necesarias para alimentar a todo el clan y a los lobos.
Brotgar desmontó frente a su Jefe de Guerra y asintió con firmeza.
— Hoy, el alimento de nuestro pueblo — dijo —. Mañana, los cuerpos de tus enemigos. Kurgan hall.