[Relato] Gigantes de Hierro

En aquel lugar no había día ni noche, tan solo lejanos mundos habitaban el firmamento. La poca claridad del ambiente era mortecina, extendiéndose por igual a lo largo de todo un paisaje ya difunto de toda vida benigna. Pero el polvo… ese rojo polvo que lo cubría todo, ese polvo que se colaba entre nuestras ropas, entre el pelaje de nuestros lobos. Ese polvo eterno que parecía entonces que fuera a perdurar para siempre, tal y como había hecho durante décadas tras el fin de todo un mundo. La vida, la muerte, todo formaba parte del ciclo eterno. Sin embargo, las sombras del pasado aun se cernían sobre el suelo que pisaba. El pasado había sido el que había sido, se había roto un ciclo, el mal había anidado en el corazón de los ambiciosos y ese había sido el resultado.

Mis cortos pasos ascendían por una montaña de ese triste lugar. Instintivamente me llevé una mano ante mi boca para evitar tragar el maldito polvo, uno que se veía arrastrado hacia a mi por la impura brisa, cual eco del pasado que se negaba a morir. Entrecerré mis ojos, continué la ascensión con dificultades. Veía una piedra, allá un hueso enorme, por allí una pieza de hierro largamente corroída por el tiempo y el clima. La pequeña piel de lobo que llevaba sobre mis hombros era azotada sin compasión por las rachas de viento, mi mata de pelo salvaje lo hacía también a su compás.

Resoplando llegué a la cima. Y en lo alto… vi gigantes.

De espaldas a mi se hallaban cinco figuras recortadas sobre el horizonte. Todas miraban hacia la eterna extensión roja, el polvo parecía importarles poco, quizá por costumbre. Todos esos gigantes tenían formas muy amenazantes, pues púas y diversos pinchos de metal o de origen animal les asomaban de sus hombreras blindadas. Su cuerpo era acero, sus botas parecían poder aplastar piedras. Dos de los gigantes portaban cada uno un largo palo con una tela colgando del mismo, a sus laterales bailaban trofeos, cabelleras, huesos y fetiches. Por aquel entonces desconocía que eso eran estandartes y que aquel símbolo era uno que vería muchísimo en los años venideros. Entre esos dos gigantes había otros dos, uno más grande que el otro. Ambos poseían la misma armadura que los demás, incluso más recargada, sus espaldas eran anchas y en ellas ondeaban capas rojas como la sangre, más intensas en color que el polvo del páramo. En sus cabezas no había yelmos, tan solo largas coletas que eran azotadas por el viento de igual forma que mi propia melena.

No supe qué hacer, tragué saliva reseca y me dispuse a descender por la colina en busca de los míos, sin embargo, una voz gutural que siempre tendré en mi memoria me llamó.

-¡Nagrosh!

Volví a mirar a los gigantes de hierro. Uno se había dado la vuelta y me miraba, el más pequeño de los dos del medio, vino hacia mi con paso tranquilo. Sus botas hacían crujir el suelo bajo ellas, su malla y placas chocaban levemente a cada paso. Temí, iban a por mí. Pero todo miedo se disipó cuando la voz se hizo más clara, el polvo se disipó y el gigante amenazador se convirtió en mi madre.

-¿Dónde te habías metido, cachorro inquieto? Incluso aquí te dedicas a explorar y a juguetear. ¿Eh?- Sonreí bajo mi cabello oscuro y estiré los brazos para que me cogiera.

Mi madre me aupó entre sus fuertes brazos y me llevó consigo hacia el resto de gigantes. Con cada paso que dábamos hacia el acantilado que había trepado con tanto esfuerzo, me dí cuenta de que no era más que una pequeña elevación del terreno, un paso de montaña árido. Mi madre nos situó junto al gigante contiguo, el cual resultó ser mi padre. Me miró con esos ojos que fingían diversión camuflada en una máscara de rectitud y contención. Recuerdo que mi padre siempre sonreía poco por aquel entonces, o lo hacía en privado. Cuando mi madre nos dispuso allá en lo alto, mis pequeños ojos azules se abrieron de par en par al contemplar como decenas de otros gigantes de hierro caminaban a paso firme y decidido hacia el horizonte, cruzando ese paso de montaña. Otros gigantes montados en lobos negros y blancos galopaba a buen paso al lado de los que iban a pie, entre todos levantaban una columna colosal de polvo, ese polvo que lo enturbiaba todo.

A través de las nubes de polvo y del paso férreo de todo un ejército, conseguí discernir voces gritadas aquí y allá. Parecían órdenes, yo tan solo creía que estaban algo enfadados, iluso de mi. Con el tiempo yo mismo daría órdenes parecidas a aquellas, con el tiempo, yo también marcharía junto a mis hermanos al paso de los cuernos de uñagrieta, también sería de hierro. Pero aun no era ese día.

El desfile continuaba. Los primeros gigantes ya habían pasado y fue entonces que oí el toque de un cuerno y el sonido de los tambores marcando el paso. Pum-pum-pum. Con cada toque oía el acero estrellarse contra el suelo. De entre la polvareda emergió una pequeña formación de armadura negra, todos exactamente al mismo paso. Esos gigantes sí lo eran en el sentido más literal de la palabra. Eran todos fuertes, muchos tenían el pelo canoso y todos, todos llevaban consigo armaduras del color de la noche, armados hasta los dientes. Mi madre me contaba leyendas sobre dragones, ellos lo parecían. Escamas de metal eran su piel, sus ojos mostraban furia contenida pero también lealtad. Lealtad a mi padre, aquel que empuñaba en esos momentos su espada clavada en el suelo, presidiendo de forma majestuosa aquel despliegue de poder.

-Allá van los mok’gashal.- La quinta figura del acantilado por fin se pronunció.

Ese era mi bisabuelo, siempre observador, aún sin poder ver nada. A pesar de ser ciego había reconocido al instante qué grupo de gigantes pasaba por delante en esos momentos. Yo seguía en brazos de mi madre, pero le miré y le sonreí, siempre le quise mucho. No sé como lo hacía, pero el también me encaró… y sonrió. Mi padre siempre me contó que su abuelo tenía un don especial para captar su entorno, espero llegar a ser como él algún día.

Cuando esos gigantes oscuros pasaron de largo, mi madre se inclinó y me depositó en el suelo. Permanecí de pie y ella, agachándose, me apartó los cabellos que me ocultaban la cara. Vi en sus ojos los míos propios, azules como un cielo que aún no había podido ver por aquel entonces. Rebuscó entre su cinturón y extrajo un pequeño collar que me entregó, lo había hecho ella misma. Se trataba de una imagen de un lobo blanco tallado a madera con el símbolo de una llama en él, como si fuera uno de los tatuajes que tenía ella o mi propio padre. Sonrió de forma triste y me abrazó besándome la frente. En aquella época mi madre parecía a menudo preocupada, al menos en la choza. Fuera de ella siempre se mostraba determinada, siempre predicaba con el ejemplo, así éramos y así seremos siempre. Cuando acabó, me giró sobre mi mismo y encaré entonces a la siempre severa figura de mi padre, el cual también se agachó disponiéndose en cuclillas. Jugueteaba con algo entre sus manos mientras me miraba con una de esas escasas sonrisas tiernas. Depositó su mano izquierda sobre mi hombro, sentí muchísimo peso. Tendió la derecha, dándome lo que había hecho para mi, se trataba de una espada como la suya hecha a madera, estaba asombrosamente bien tallada, aunque a un tamaño reducido, claro está. Mi padre se acercó a mi y también me besó la frente, asintiéndome firme, le imité.

Yo no entendía porqué me daban esas cosas en ese lugar tan horrendo. No alcanzaba a comprender porqué sus rostros se mostraban preocupados, tristes, pero también serios y determinados. No podía imaginar a lo que iban a enfrentarse, lo que iban a hacer.

Mi padre me alzó del suelo y me tendió a mi bisabuelo, el cual me tomó con fuerza considerable en sus brazos.

-Cuida de Nagrosh en nuestra ausencia, abuelo. Edúcale en las tradiciones de nuestro pueblo, vela por él.
-Sabes que lo haré. Id, ambos, estará seguro conmigo.

Por aquel entonces empezaba a entender algunas palabras en nuestra lengua, pero a veces se me escapaban cosas. Sin embargo en las palabras de todos y en sus miradas, leí lo que era una evidente despedida. Me agité, me revolví en los brazos de mi bisabuelo, quería ir con mis padres, con aquellos que me habían dado tanto en tan poco tiempo. Sin embargo el viejo ciego me retuvo con un rostro firme aunque ciertamente triste.

Los gigantes portaestandartes partieron de la colina, sumándose a la última columna de guerreros. Mis padres giraron sus rostros una vez más, mirándome. Ambos alzaron sus brazos, dándome un adiós que entonces me dolió demasiado. Con el tiempo llegué a comprender porqué hicieron lo que hicieron, se les necesitaba en otra parte, pero no querían arriesgar mi vida en tal empresa.

Poco a poco desaparecieron colina abajo, reapareciendo a mucha distancia montados en lobos, levantando dos pequeñas columnas de polvo al incorporarse a la columna principal de marcha. Fue entonces que mi bisabuelo me depositó en el suelo, pues hacía rato que ya había dejado de patalear. Agarré con fuerza el collar del lobo y la espada de madera mientras miraba un horizonte iluminado de forma débil por un haz de luz verde.

-Volverán, Nagrosh. Tus padres volverán.

Tuve el instinto de llorar. Sin embargo, lo contuve. Los orcos debían ser fuertes, debían ser valientes. Debíamos ser gigantes de hierro.

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Muy chulo como siempre Kurgan.

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No me esperaba en absoluto que el relato de la marcha al Portal fuera desde la visión del cachorro Nagrosh. Me ha ENCANTADO.

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