Las mañanas en Ciudad de Lluvias eran ajetreadas. Los hombres que trabajaban en el Puerto Quilla andaban ya dando voces que si uno ponía atención, se escuchaban desde la posada.
La lluvia se hundía entre las losas que pavimentaban el pueblo de los Thorne, y se deslizaba hasta humedecer la tierra debajo. Formaba pequeños riachuelos a los lados de los caminos y, por último, daba fuerza al color azul de las rosas del pueblo, creando hermosos juegos de luces con los pequeños rayos que se filtraban entre las nubes de los grises cielos de Gilneas.
La noche anterior el rey Cringris había decretado el cierre de las murallas y si bien las reacciones entre los ciudadanos fueron dispares, a los Thorne les golpeó duro cuando se dieron cuenta de que eso cerraríaa también el comercio marítimo.
Gilneas era autosuficiente, sí, pero los sucesos que dieron lugar a la anterior noche provocaron que la señora de la Casa conciliase un mal sueño. Y la flor de paz tampoco ayudó.
Si la decisión del monarca había provocado un gran revuelo, no era eso lo que tenía en vela a la joven Thorne. Había un asesino suelto, y no sabía quién había logrado colarse en su mansión para robar pertenencias menores. Sin embargo, dejó un aviso, una maldición. La cabeza de carnero decapitada y la mano que la aguardaban en su entrada cuando llegó junto a su hermana. Tragó saliva y procedió a tomar una respiración profunda.
Esa misma tarde tendrían ya su escolta personal, ella y su hermana, además de la guardia reforzada en Ciudad de Lluvias propiciada por la Capitana.
Sus dedos desnudos repasaron los surcos de la cerámica en la que le habían servido el té de menta. De vez en cuando gustaba de ir a la posada junto a su pueblo. Aspiró su olor y cerró los ojos. En un rato se encargaría de redactar el contrato comercial que había estado pactando con Lord Wayne la noche anterior. Si el comercio exterior se rompía, al menos debía de asegurarse de no estar escasa de suministros para sus barcos pesqueros, pues sería su principal fuente de ingresos por el momento.
Contaba con la ventaja de que los peces habían migrado por culpa de la plaga, y mirándolo fríamente era en parte beneficioso para su familia, que pronto se ampliaría cuando George se mudara con ellas. “Lo cual incluye a su madre” Pensó, suspirando sobre el té humeante.
Dio un trago y su verde mirada se deslizó hacia la ventana. Se quemó la lengua, pero no le importó. Una sutil paranoia se había ahuecado en lo más hondo de su mente, y había desconfiado abiertamente a su hermana sobre los Romanoff. Algo le daba mala espina. Nunca se había fiado de los sureños, por mucho que sus padres lo hicieran. Y su hermana Leah ahora había desaparecido.
Por el momento eran dos, ella y Florette, y ansiaba que Dalion, que llegaría de un momento a otro, estuviese junto a ellas para protegerlas. Por el momento, dos dagas residían en las botas de Aleia, y la rosa que decoraba el bolsillo de su gabardina no era sino otra arma más en caso de necesitar defenderse.
Los estibadores cargaban cajas de un lado a otro y, entre voceríos, movimientos de brazos musculosos acostumbrados al trabajo y chaquetas de cuero de los burgueses de Ciudad de Lluvias, distinguió una mata de pelo rojo. Frunció el ceño y se levantó de golpe. El sabor de la menta se quedó a medias entre su lengua y su garganta. Se caló la capucha de su capa, abrochó los cierres heráldicos y salió de la posada, dejando caer unas pocas monedas sobre la mesa.
Algunas personas, que distinguieron el motivo cosido en los bajos de su capa se pararon para saludar a su señora con respeto, otros simplemente la ignoraron o no la vieron. Chocó con algunos cuerpos, apresurada, y empujó a otros con suavidad para colarse hasta llegar a la edificación principal del puerto. Vio una capa colarse tras la esquina que llevaba a la parte de atrás y la siguió, tomando una de sus dagas con cuidado. Allí vio las puertecillas del sótano abiertas. Humedeció sus labios y se asomó a la entrada. La penumbra se rompía por la tenue luz que daba una vela en algún punto del interior.
La madera crujió bajo su peso, mientras descendía con una lentitud premeditada. Su mirada estaba puesta en su derecha, y cuando descendió el último escalón observó, estupefacta, que no había nadie. Entre barriles de marisco, hielo y sal, no había absolutamente nadie. Sin embargo, la mesa en el centro de la sala en la que yacía el libro de registros que llevaría el director del puerto llamó su atención.
No por el tintero abierto, ni la pluma mal colocada sobre la madera, habiéndola manchado. No. Lo que llamó su atención fue la nota que había en una esquina de la mesa, y su barbilla tembló cuando reconoció la hermosa caligrafía. Tragó saliva y leyó, ahogándose sus lágrimas.
Bajo la alfombra de mi cuarto, hermana.
Leah Thorne