¡Muy buenas roleros! Hace unos días se ha creado una nueva comunidad de rol draenei llamada “La Embaja Draénica”, me parece un proyecto muy interesante así que me he unido con intención además de empezar más en serio en el mundillo del rol. He querido también aportar un pequeño relato conmemorativo al unirme, así que espero que lo disfrutéis.
Aquí el ENLACE al post de la comunidad.
Cuando sus pezuñas pisaron el pavimento de la ciudad, sintió como la Luz calmaba su ser. La draenei miró con añoranza las blancas murallas de Ventormenta, estoicas como siempre, alzándose como un faro de Luz en la oscuridad. Pocos de los suyos se sentían tan en sintonía con la capital humana de la Alianza, pero ella había desarrollado un fuerte vínculo con aquella zona. Si lo comparaba a las maravillas de su civilización tiempo atrás, palidecía por completo, pero Ventormenta tenía algo en su interior que la cautivaba. Quizás fuera la Luz, siempre presente y velando por sus habitantes, o quizás fuera el carisma de sus líderes o el corazón de su pueblo. Suspiró con agrado cuando unos chiquillos corretearon ajetreados y casi tropiezan con ella. Lo efímero y fugaz de la esperanza de vida humana les aportaba un coraje y una gran templanza, no era de extrañar que una raza así se hubiera antepuesto a cada crisis que había azotado su planeta. Si lo pensaba bien, Azeroth nunca había caído ante las amenazas del exterior, y eso decía mucho de sus habitantes.
Sus pasos se habían encaminado solos mientras divagaba, al Reposo del León, salvaguardado por el monumento a los caídos. Se sentó en uno de sus bancos de piedra, se desajustó el peto de placas para mayor comodidad y dejó caer el martillo a su lado. Contemplaba con orgullo el monumento, recordando tiempos pasados. Cuando la Legión atacó no estaba preparada, no pudo hacer nada para ayudar en la feroz guerra que tuvo lugar, y no pudo armarse de valor para volver a su planeta, no podía soportar la idea de verlo en manos de los demonios. Nunca se perdonaría una decisión tan cobarde como esa, pero a la vez tan humana. En aquellos días no era más que una sacerdotisa, con una fe ciega en su pueblo y en Velen, en la Luz de los Naaru que velaban por los suyos, pero nunca se paró a mirar con detenimiento al resto de razas junto a las que convivía. No hasta la caída de Teldrassil.
Cuando la llamaron a Ventormenta para atender a los heridos no imaginaba la imagen que se encontraría. Pero si algo se grabó a fuego en su memoria fue el rostro de los niños, ahora sin un hogar, sin siquiera comprender del todo que había ocurrido. Niños, jóvenes, ancianos; todo el pueblo elfo se encontraba desamparado y sin esperanza, expulsados a la fuerza de su hogar. No eran más que exiliados… “Draenei”. La imagen reflejada de lo que había vivido su propio pueblo en el pasado. Nuevas generaciones crecerían con la sombra del conflicto a su espalda, alimentando ideas de venganza que generarían nuevos conflicto. Azeroth necesitaba dejar de ser una tierra de conflictos.
Aquel suceso fue determinante para que Arunash comenzara su entrenamiento como paladín. No era diestra con las armas, por lo que emprendió un peregrinaje por los pueblos de Azeroth. Visitó cada monumento a la Luz y a la Alianza; ya estuviera en ciudades o en pequeños recodos de los Reinos del Este, ya fueran pulidos y cuidados o meras ruinas del pasado. Conoció personas con las que forjó potentes lazos, algunos que hubiera considerado imposible meses atrás. Aquel viaje la cambió. Aquel viaje fortaleció su carácter y enriqueció su alma. Y hoy, ese viaje tocaba fin.
La Cuarta Guerra había terminado. Horda y Alianza parecían encontrarse de nuevo en negociaciones de paz. Ella no entendía (ni quería) de política, pero si el pueblo estaba en paz, le bastaba. Ahora llegaba una nueva época. Donde debían ayudarse entre todos a recuperarse de la guerra. “Quizás ahora sea el mejor momento para volver”, pensaba con agrado. “Quizás podamos evitar una nueva guerra si esta vez colaboramos entre todos”. Sabía que era una aspiración idealista, pero le gustaba pensar que podría lograrse. Sabía que no sería fácil que todos los pueblos colaboraran; los enanos eran tozudos, los suyos a veces “demasiado” justos, los orcos eran fieros, los trols sanguinarios. Pero de lo que no tenía duda es que el pueblo de Tyrande no volvería a ser el mismo.
Cerró el tratado que había estado ojeando. El sol se ponía tras el horizonte. Había llegado el tiempo del cambio. Aunque estaba algo raído por sus viajes, sacó un pedazo de tela de su mochila, que miró con nostalgia. Hizo una reverencia a los caídos y rezó una plegaria antes de alejarse, dirección a la iglesia. Esta vez, portando con orgullo los colores de su pueblo, con el tabardo de El Exodar sobre su armadura. Ayudaría a unir los lazos entre los pueblos desde una mejor posición, no solo como paladina o sacerdotisa. Se uniría a la Embajada.