[Próximamente hilo de reclutamiento]
Cada verano, durante unas pocas semanas, el cielo sobre el sur de los Reinos del Este exhibía un rotundo color azul y el sol caía a plomo. En la ciudad de Ventormenta, el polvo tomaba las calles y en el Puerto los mástiles sucumbían a la calima, mientras hombres y mujeres se refugiaban en sus hogares, abanicánose y sorbiendo zumo o, en las zonas más pobres o peligrosas, bebiendo copiosas cantidades de hidromiel.
Pero para la ren’dorei estos días abrasadores saludaban la proximidad de un importante evento: el aniversario de lo que ella consideraría su salvación durante mucho tiempo.
Hoy viajaría allí. Sus delicadas manos enguantadas en seda negra sujetaron el frasco purpúreo y lo acercaron a su cuello. Presionó el pulverizador e, inmediatamente, el olor a lirio nocturno inundó sus fosas nasales. Pulverizó después sobre sus muñecas, que frotó para luego acariciar la zona de sus orejas con suavidad unos instantes.
El lirio nocturno siempre le gustó. No recordaba la primera vez que lo olió ya, pero sí la primera vez que lo vio. Su blancura, las curvas exteriores que sus pétalos formaban, como si hubiesen sido modelados por magia y, no era así, sin embargo. Por eso era una flor que le fascinaba tanto, un aspecto tan mágico a algo que era intrínsecamente natural. Adoraba como las pequeñas fibras purpúreas de sus pétalos se extendían para darle una sombra misteriorsa a la flor y, su fresco y dulce olor que calmaba a la elfa casi al instante.
El forestal del que estuvo enamorada por al menos medio siglo se lo mostró.
Sonrió. Sus ojos gélidos ascendieron hasta encontrarse con su propia mirada en el espejo. Una que sostuvo por largos segundos en los que apreció la blancura marmórea de su piel, sus afilados pómulos y los oscuros labios que tintaba marinos. Sus largas pestañas casi parecían señalar hacia las cejas que se extendían finas y elegantes como las de cualquier otro elfo. Recogió un mechón de pelo tras su oreja y tomó una respiración profunda.
Tiró del cuello de su vestido después; si bien otrora no le gustaban esa clase de ropajes, la costumbre había hecho que terminase por agradarse en su mirada y, por tanto, a que se sintiera cómoda.
Unos pasos más y atravesó el portal hacia la gran ciudad humana.
Apareció en una gran terraza llena de altas sillas burdeos y decorada con una finura que casi recordare a los quel’dorei, mas sabía que era humana, por la anfitriona que la esperaba esa mañana. Aunque a la inversa no era así.
Cabeceó en cuanto la gran cristalera se abrió y la dama pelirroja ataviada en un vestido rojo ceñido a la cintura apareció, regalándole una amplia sonrisa. Una que escondía demasiado, y eso a Lereiah le molestaba. Sus orejas se tensaron un tanto antes de forzar su rostro a contraer una mueca agradable.
Una ráfaga de viento empujó su cabello hacia su costado, atrayendo un intenso olor a violetas de las macetas que decoraban los muros exteriores del barrio de los magos. Casas lujosas de varios pisos, llenas de enredaderas que sabía no eran naturales del entorno, retorciéndose en formas curvilíneas entre las que podías perderte si te parabas a mirarlas. Alguna vez llegó a pasarle en sus primeras semanas en la capital de la Alianza. Hoy visitaría aquella playa en la que le conoció. Aquel que puso rectitud en su camino o, al menos lo intentó.
Poco caso hizo a sus lecciones pero sí agradeció el control sobre los susurros que le proporcionó el magister. Humedeció sus labios antes de abandonar la vista del mar por la mesa sobre la que la humana había servido dos copas de Dalaran Noir.
La mujer mantenía una sonrisa que casi le pareció cínica, tan artificial como su posición en aquella ciudad, y la enrabietaba en ocasiones no poder descubrirla sin sufrir las consecuencias de un poder como el suyo, de un ser mucho más antiguo que ella. Suspiró y terminó por tomar asiento, asgando copa en diestra que, tras unos segundos de sostener la mirada a la humana, comenzó a mecer.
— Hoy tu sueño se cumple, querida —. La Dama Roja cruzó una pierna sobre la otra antes de inclinarse sobre la mesa y dejar una caricia sobre el mantel también rojo. Sus manos blanquecinas descubrieron, cuando se apartaron, un símbolo que llamó su atención de golpe.
Una figura forjada en plata que conocía muy bien. Por un segundo sus tripas se revolvieron de la emoción y sintió una extraña y cálida sensación en su pecho por la alegría que le causaba esto. Tragó saliva y desvió todos los pensamientos que tenía en contra de la mujer, pues sabía que no había segundas partes en aquello, que no requeriría de algo a cambio tras la ayuda que le había ofrecido durante largos meses.
— Y esto también —. Chasqueó los dedos y frente a la elfa apareció un contrato humano de varias páginas, con los bordes finamente dibujados en tinta negra y azul.
Una pluma apareció a su lado también y frunció el ceño. Pasó las páginas hasta la última, en la que vio el sello del puerto y la firma del capitán del mismo. Parpadeó con pasmo cuando comprendió lo que era aquello.
— Esto no entraba en el trato, Emerit — Entrecerró sus ojos que brillaban tenuemente y se difuminaban con el intenso azul del cielo — ¿Qué quieres?
La mujer se rió abiertamente, restándole importancia con un gesto de la mano.— Me siento generosa, querida, nada más —. Cabeceó ligeramente hacia ella.
Entreabrió los labios. Por alguna extraña razón sabía que no mentía. ¿Sería el sutil brillo en sus ojos? ¿La sonrisa de satisfacción ante su sorpresa, que no portara el anillo? Torció ligeramente los labios. No lo averiguaría y, tampoco quería hacerla esperar demasiado.
Firmó con elegancia en el lugar indicado y, en cuanto lo hizo, la pluma se esfumó entre sus dedos. Los papeles volaron hacia la humana, que asintió con satisfacción.
— Tendrá… — Dio un par de toquecitos con el índice sobre la figura de plata que había dejado anteriormente en la mesa, al alcance de la elfa. — Este símbolo estará en la popa.
Lereiah humedeció sus labios y asintió, mirando fijamente el sello que muchas órdenes utilizaban para coser o enganchar a sus trajes pero con sus propios símbolos. No lo esperaba tan pronto. No renegó de ello ni se molestó. El momento había llegado y ella lo sabía.
Mientras sonreía con un nuevo ápice de emoción, sus ojos azules miraban la figurilla sobre la que su diestra se cernía.
El Lirio de Plata