Música de fondo
El crepitar del fuego era apenas un susurro en la noche. Las hebras de cuerda quemada se iban desprendiendo con una lentitud pasmosa, como la nieve del año anterior.
La cera se deslizaba lentamente por el costado de la vela, y terminaba muriendo en el plato que la sujetaba, como algo más que rascar en momentos de reflexión, que se quedaba ahí para siempre, como la sangre bajo las uñas.
Las gotas de lluvia llamaban a la ventana en un incesante repiqueteo, mas la mujer parecía gustosa del concierto que orquestaban. La pluma entintada se deslizaba por un papel grueso, creando finas y gráciles curvas que constituirían una carta más tarde. Mojó el cálamo en el tintero, acarició el borde del mismo con la punta para retirar el exceso y continuó con su tarea.
Sus ojos del color de la miel encontraron sosiego en la chimenea a su izquierda, y dejó la pluma descansar sobre un paño de seda carmesí.
Sus manos se retiraron a su regazo, sobre el que encontraron paz. Prolongó un suspiro y se permitió descansar sobre el respaldo, en deje pensativo.
— Tengo lo que buscas, Lady Emerit —. El resorte de las complejas lentes de la Doctora giró varias veces, y una de ellas se sustituyó por otra de una manera que se le antojó curiosa, y nueva.
No había visto nada semejante siquiera en los gnomos que paseaban por Ventormenta, mas no había tenido el atrevimiento de preguntarle a la mujer sobre el origen de tal.
Su diestra, enguantada en seda carmesí se deslizó hasta la mesa, y sus dedos repiquetearon, como si imitase a la lluvia llamando a su ventana. La Doctora Thorne continuaba trasteando con quién sabía qué, y las vigas de su propia casa acabaron por resultarle más entretenidas que ver lo que hacía.
El silencio se prolongó varios segundos, y a Emerit casi le recordó a las espirales ígneas en los banquetes de los Thersea, magníficas, excelsas como ninguna. Espectáculos cada pocos días en los que danzarín y fuego parecían uno. El elemento en todo su esplendor. Fiestas en las que las que los Thersea mostraban su enorme poderío sobre el fuego, como bien se mostraba en la bandera que ondeaba la llama carmesí. Fiestas que nunca existieron, como la historia de una Casa olvidada.
Volvió a mirar a la mujer de cabello negro con gesto resuelto.
— Bien, pues tráemelo —. Ella arrugó su nariz, mas le dedicó una suave sonrisa — Cuanto antes, mejor.
Entrelazó las manos sobre su vientre y el fuego dejó de reflejarse en sus ojos cuando se giró hacia su escritorio una vez más. Observó la tinta seca sobre el cálamo y el paño, y profirió una maldición en tono quejumbroso.
Se levantó y se dirigió a la puerta. La larga alfombra roja amortiguó los pasos de sus botas una vez abandonado su estudio, y cuando llegó a las escaleras posó su mano sobre la baranda para bajar.
Los lujos que poseía eran completamente innecesarios, y ella lo sabía. Pero la imagen que proyectaba era una que le convenía. Las alfombras tejidas durante meses costaron las doradas del sueldo de varios años de un granjero. Los muebles de caoba y el número asombroso de sofás individuales que tenía dispuestos en el recibidor, tapizados en cuero y el mejor terciopelo granate, ¿Para qué? Ella vivía sola. Casi toda su vida lo había hecho.
Asió su capa carmesí en diestra y la dispuso sobre sus hombros. Ésta cayó hasta cubrirla casi por completo, y antes de abrir la puerta, se caló la capucha. Observó el rubí engarzado en la flor de oro en su dedo cuando cerró tras de sí, y arrugó la nariz casi de manera fastidiosa. Éste emitió un fulgor, como respondiendo en desafío a su mirada de repulsa, y ella apretó los dientes. El rubí abandonó su brillo de inmediato y echó a andar.
Sus pasos guiaron a la mujer por los adoquines de las afueras de Ventormenta, hasta que llegó al Distrito de los enanos.
Su paseo en la noche le condujo por calles vacías debido a la noche lluviosa que se presentaba, y agradeció el silencio de las mismas. Tan solo se escuchaba el ocasional trasteo en el interior de las casas junto las que pasaba, y alguna que otra risa, grito o ronquido de los aventurados que dormían con la ventana abierta.
"Inconscientes —. Pensó."
Atravesó con avidez los Canales, somo una Sombra carmesí, y usó el costado de su capucha para cubrir su nariz del inmundo olor que procedía del lugar.
Las altas casas del barrio de la Catedral abrazaron su figura en la noche, cuando caminó tras la gran construcción central y se acercó al puerto.
Aún quedaban unos pocos estibadores terminando su jornada, algunos bebiendo, charlando en su jerga marinera y riendo a grandes carcajadas. Despertó curiosidades. Lo supo por las miradas clavadas en su esbelta figura mientras caminaba y sus botas se enterraban en el barro y los restos de peces, entre metralla y pólvora desperdigada por el suelo.
Las luces del puerto dejaron de iluminar el camino, y sus pasos la llevaron a bajar por unos escalones de madera, que crujieron bajo su peso.
La silenciosa marea le hizo compañía mientras se dirigía a la gran estructura que era el taller de barcos. Ocultó las manos bajo su capa y miró a un lado y a otro, atenta, siendo plenamente consciente del peligro que aguardaban las noches en ese lugar.
Allí, en el puerto, se cometían los crímenes más grotescos que hubiese escuchado nunca. Asesinatos tras torturas, robos, vio*laciones. Los beodos se quedaban en las tabernas, y los maleantes que trasnochaban en este lugar eran mucho más astutos y, por ende, peligrosos.
Deslizó diestra sobre uno de los grandes pilares de madera que sostenía el lugar, y tragó saliva. Observó la pequeña construcción a unos pasos. Había una luz encendida, de un candil probablemente. Avistó un par de manos intercambiando objetos que no llegó a ver.
Los trueques también eran algo usual. Tratos entre ladrones, asesinos, incluso nobles estafadores.
Volvió a entrelazar los dedos sobre su vientre y avanzó, mas no hacia la destartalada cabaña, sino que continuó entre mástiles y piezas de barco a medio construir, entre escaleras y plataformas. El olor a salitre era fuerte, y la putrefacción de la madera taponaba las fosas nasales. Sus botas pisaron en varias ocasiones terreno más blando, y optó por no descubrir que era aquello, pero dudaba fuesen rosas silvestres.
Esquivó a un par de hombres que no le dedicaron más que un breve vistazo. Emerit actuó tranquila, como si fuese un sitio que visitaba cada día, y mientras avanzaba entre barcos ignoró las miradas cargadas de astucia y malicia que le dedicaban algunas de las personas que allí se encontraban.
Giró tras la última plataforma y subió en silencio una pequeña escalinata que llevaba al barco más viejo del lugar, destartalado, con la madera podrida y combada por la humedad. Su dudosa estabilidad no asustó, sin embargo, a la mujer. Podía levitar en caso de derrumbe.
Avanzó unos pasos, ignorando los quejidos de la madera y el ocasional y fétido olor que las ráfagas de viento llevaban hasta ella. Entrecerró sus ojos y avistó, en la cubierta del barco, una pequeña luz. Bajó las escaleras y giró hacia la puerta.
Observó al hombre sentado por debajo de las pestañas, y su rostro ensombrecido por la noche y su caperuza se le hizo familiar al ladrón. No supo identificarla en ese momento.
La mujer se acercó a la mesa y tomó el asiento que le pareció menos descuidado. Sin embargo, sí retiró el polvo con un impulso arcano. Él solo entrecerró los ojos, apoyó una mano en la mesa y la observó, expectante, sin decir nada por el momento.
Ella se ajustó los guantes y tras varios segundos suspiró.
— Buena noche, Jamie —. El ladrón abrió completamente los ojos al observar bien sus facciones. Él apoyó ambos codos en la mesa y sonrió con cautela.
— Así que la Dama Roja ha decidido visitarme… — Tomó una botella y una copa de algún lugar bajo la mesa. Se sirvió a sí mismo, sabiendo que el vino que él bebía no era del gusto de la mujer. — ¿Qué… quieres esta vez? — Entrecerró sus ojos en tanto mecía su copa en diestra. Sabía de sobra que debía andarse con cuidado. Su fachada amable no era más que eso. Y las máscaras se le daban bien, pero lo de aquella mujer era extraordinario.
Había escuchado historias sobre un asesino que dejaba una moneda de cobre sobre el pecho de sus víctimas. Si sospechaba que era ella, no lo demostró en voz alta.
Acercó la copa a sus labios, y cuando el líquido los tocó, ella habló.
— Una vieja… conocida — entrecerró sus ojos — acaba de llegar a Ventormenta, hace dos días. Una de las últimas supervivientes del norte.
Él asintió. Hacía ya un año y medio que habían empezado a llegar a la ciudad lordaneses. Algunos se quedaban, otros marchaban hacia otras tierras en busca de una nueva vida…
Lady Emerit Thersea se había quedado en la ciudad, y ya contaba con una mansión restaurada que otrora había pertenecido a una familia burguesa.
Una vez trató de entrar, sin embargo no encontró cerradura y las paredes exteriores de la primera planta eran demasiado llanas como para escalarlas. Al final, se rindió.
Emerit deslizó las palmas de las manos hasta que se posaron sobre el borde de la mesa, y extendió sus dedos. Una leve ola de energía mágica propasó la mesa, y Jamie dejó de beber en cuanto vio como la llama de la vela se apagaba. Sus codos bajaron de la mesa y él tragó saliva. Masculló una maldición.
— Quiero que enseñes a Anneliese hasta que sea tan eficaz como tú. Anneliese Frye —. Dejó un pequeño papel sobre la mesa. Había una fotografía impresa de una niña de unos diez años, de ojos grandes y grises, y una mirada entre austera y melancólica. — Apenas ha cambiado. La reconocerás enseguida.
Los ojos de Jamie se cerraron unos instantes. Él asintió y la Dama Roja se levantó de su asiento.
Cuando hubo marchado y los pasos sobre la madera dejaron de oírse, Jamie tomó la foto entre sus dedos. El humo ascendía detrás de la fotografía. Entrecerró sus ojos y apartó la misma. Era el remanente del fuego.
Entonces la vela se encendió.
Lady Emerit regresó a su mansión pocos minutos después. Había un pequeño paquete envuelto en un manto negro. Lo tomó entre sus dedos y retiró la tela. Una simple caja, sin cerradura, sin protección de algún tipo.
No era más que un cofre de madera oscura. Empujó con sus dedos la tapa que lo cubría y en su rostro se bosquejó una sutil sonrisa, tan imperceptible como una gota sobre la capucha en una tarde que chispeara.
La puerta de su mansión se abrió con un simple gesto de muñeca y entró con el objeto entre sus manos.
La Doctora Leah Thorne había cumplido.
El orbe era ahora suyo.