[Relato] La Voluntad de la Muerte

Hay historias que no merece la pena contar. Relatos de sufrimiento, dolor y agonía. ¿Por qué deberían ser contados, si no para asustar a los vivos? Todo lo que se alza, acaba por caer, eso suelen decir. Pero pocos auguran que, a veces, lo que cae también puede alzarse de nuevo, más duro, más fuerte. Hay horrores de pesadilla que pueden yacer durmientes durante años, escondidos, y aún así siempre presentes.

La ventisca traía consigo un frío impío. Oleadas de nieve eran arrastradas a través de las anchas llanuras sin vida de aquél lugar largamente maldito, chocando con fuerza sobre el acantilado de roca en el cual me encontraba. Mi mirada llevaba horas clavada sobre la puerta, mi postura se había mantenido inalterable a pesar del fuerte vendaval, a pesar de un frío que podría arrancar la piel a cualquiera lo suficientemente incauto. Pero no ocurría nada de eso, no a mi. Alcé mi mano derecha y miré su palma. Estaba enguantada, recubierta de placas de un metal profano. Cerré el puño, obligando al guantelete a crujir. Lo apreté, más y más, crujió con violencia. Mi rostro no daba muestras de alterarse, mis ojos permanecían sin sentimiento alguno sobre mi mano.

Una racha de viento en particular me hizo detenerme. El eco de un millar de susurros impactaron contra mi mente como el mismo viento helado que chocaba contra mi armadura, contra mi fría piel. La capa raída se agitaba a mis espaldas, acompasada al ir y venir del aire salvaje del norte. Y entonces… habló.

-Mi leal comandante Morkar… ¿Estás dispuesto?
-Siempre, mi señor.-Mi voz era la mía, aunque tenía un eco antinatural.
-Los incautos héroes están cayendo de bruces en la trampa tendida. Una vez lo hagan, tú y tu hueste caeréis sobre las restantes fuerzas que aún tengan a lo largo y ancho de Corona de Hielo. Cumplirás con mi voluntad, o perecerás.

La presencia mental se atenuó, la racha de viento cesó, siendo sustituida por la habitual ventisca del territorio. Miré una vez más la puerta de la Ciudadela, ahora estaba abierta, habían entrado, tal y como mi señor había dicho. Asentí lentamente y me giré, observando la llanura que había encima de aquel promontorio. Ante mí se extendía todo un ejército de esbirros no-muertos bajo mi mando. Los cadáveres alzados presentaban en su gran mayoría el atuendo y el aspecto de las razas que habían acudido a los Baldíos Helados para hacer la guerra a mi señor. Era dulcemente irónico verles en aquellas circunstancias.

Entonces, tras ese pensamiento, arrugué el ceño levemente. Una voz interior habló, escondida, débil, moribunda.

“¿Ya no recuerdas quién eres, Morkar…? ¿Tan rápido has olvidado que tú también luchaste contra el mal que asola este mundo…?”

Aplasté mi mano contra el yelmo que llevaba puesto, dí dos golpes más, la voz desapareció por completo. ¿Por qué oía esa clase de susurros en mi mente? La voz del maestro era la única que tenía que hacerlo, ninguna otra debía osar a tanto. Deseché rápidamente lo que había oído y seguí, imperturbable, en lo alto de ese risco frente a toda una hueste de siervos del Rey Exánime. Lo que no sabía por aquél entonces, era que las cosas no sucederían tal y como mi señor había previsto.

La espera se hacía eterna. Mi paciencia se estaba agotando. De vez en cuando observaba a los esbirros de atrás, evaluando su comportamiento, comprobando que el lazo que los mantenía bajo mi mando era firme, y así era. Pasaron las horas, el silencio se había apoderado de las eternas llanuras heladas, tan solo el crujir de algún hueso o el lamento gutural de un necrófago interrumpía la perenne ventisca. Y entonces, sin previo aviso, sentí que todo el peso del mundo y de la realidad impactó contra mi. Si hubiera tenido aliento lo hubiera sacado de golpe. Mi cuerpo me falló momentáneamente y me arrodillé ante el paisaje de Corona de Hielo. La presencia constante de aquél que había morado en mi mente durante un tiempo que no podía contabilizar desapareció de repente. Miré mi mano derecha de nuevo, temblaba. ¿Qué me sucedía?

-Morkar. Mi nombre es… Morkar. El Alba Argenta, las tierras infestadas del norte, la Plaga… ¡Aaagghhh….!- Me llevé las manos al yelmo, agonizante, desesperado.- ¿Qué he hecho…? ¡¿Qué he hecho?! ¡Padre! -Golpeé con fuerza el yelmo, gruñiendo al comprender la realidad.-

Un aullido de voces guturales de ultratumba emergió detrás de mi. Aun arrodillado, giré mi rostro hacia las huestes no-muertas. Avanzaban hacia el límite del acantilado donde me encontraba.

-¡Atrás!- Grité con mi profunda y cavernosa voz- ¡Os ordeno que os detengáis ahora mismo!- Desenfundé mi espada y les apunté con ella. Pese a no tener necesidad de respirar, jadeaba, irónico.- ¡Por la voluntad del Rey Exá-! -Detuve mis palabras.

Mis ojos se abrieron más de lo normal. Había sucedido. El Rey Exánime había caído. Su control sobre mí se había desvanecido de golpe, lanzándome a un mundo de pesadilla, muerte y crímenes innombrables. Ahora lo entendía, justo en ese momento. Mientras el ejército de esbirros no-muertos avanzaba sin control alguno contra mí, comprendí que todo se había acabado, que no había ya un futuro posible para mi. No después de todo lo que había hecho, de lo que me había visto obligado a hacer.

Mi mente era un hervidero de pensamientos, recuerdos vividos y sentimientos. Recordaba absolutamente todo lo que había hecho. Me sentía perdido, totalmente perdido y sin oportunidad alguna de enmendar lo cometido. El caos se apoderó de mí. ¿Qué debía hacer? Luchar contra los esbirros no-muertos, no hacerlo. Intentar contactar de nuevo con el Rey Exánime pero… No, había caído. ¿Qué debía hacer? Mis ojos del color del hielo vivo iban de un lado a otro, observando un entorno de putrefacción, frío y muerte infinita. La armadura se me hizo más pesada, mi voluntad flaqueó. Lancé un suspiro helado, gutural y sin raciocinio alguno, caí de espaldas del alto peñasco en el que me encontraba.

Y caí. Vi cómo los no-muertos me observaban caer sin siquiera inmutarse. Mientras iba de camino a mi tumba el tiempo pareció detenerse, pues ví y oí muchas cosas. Un entorno cerrado, empalizadas, jaulas. Un martillo destrozándolo todo. Luego un infinito océano y después, una tierra árida y rojiza. Fuego esmeralda. El hogar. Nieve, montañas. Muerte.

Se hizo el silencio y emergió la oscuridad.

Pero mi sueño no sería eterno, tan solo mi existencia. Noté cómo tiraban de mi. Unas manos enguantadas apresaban la mía y todo mi cuerpo se veía arrastrado hacia el exterior. Había quedado enterrado en la nieve. Quedé tumbado en la superficie del glaciar, mi mirada estaba completamente perdida, observando un cielo que parecía menos tormentoso. El ambiente no era el que recordaba, y aún así no era agradable. Pero eso no me disgustaba, me sentí bien durante unos escasos segundos, hasta que una voz de ultratumba habló a escasos centímetros de mi.

-Nombre y graduación, caballero de la muerte.

Giré mi rostro hacia la izquierda y pude ver a un humano vestido con una armadura de saronita. Su aspecto era temible y sobre su pecho lucía un tabardo que ya había visto antes.

-La Espada de Ébano.- Acerté a decir, pasando por alto el requerimiento del otro caballero de la muerte.
-Sí. Y como no hables, acabaremos lo que el Veredicto Cinéreo hizo un mes atrás.

Arrugué el ceño y lentamente me incorporé, quedándome sentado. Ante mí, clavada en el hielo, se hallaba Tumbapresta, la espada rúnica que había llevado desde… no lo sabía, pero era mía. Acerqué mi mano hacia ella en un acto reflejo, notando el lazo que me unía a ella. La espada del humano golpeó mi guantelete con la parte plana, impidiendo que tomara a Tumbapresta.

-No tientes a la suerte. Nombre y graduación, ya.
-Mi nombre es… Morkar. Soy comandante de las fuerzas de la Plaga.

Un golpe descendió hasta mi nuca, provocando mi ira. Me giré, sobresaltado, gruñíendo. Entonces ví que estaba rodeado por una docena de otros caballeros de la muerte de la Espada de Ébano. Un kaldorei me había aporreado con el extremo romo de su lanza rúnica. El humano, sonriendo con altivez se pronunció a su vez.

-Ya no eres comandante de nada, Morkar. El Rey Exánime ha caído, tu voluntad te pertenece.

Le miré, pasando del enfado a la aceptación de la realidad. Los crímenes cometidos, su peso había sido nulo mientras mi mente se había hallado esclava de una voluntad superior, pero ahora el peso de la responsabilidad me perseguía. Y por si fuera poco, la desaparición del Rey Exánime de mi mente había provocado que me sintiera vacío, carente de propósito. Miré al humano y me levanté, quedando por encima de él, pues mi estatura era superior al ser un orco.

-No hay lugar en este mundo para mi, para ninguno de nosotros.- Proclamé.
-Te equivocas, Morkar. Puede haber un lugar para ti, si aceptas esto.- Dispuso su guantelete encima de su pecho, posándolo sobre el tabardo de la Espada de Ébano.


Seis meses más tarde.

Mis pesadas botas de saronita provocaban que un sonido metálico resonara a través de los pasillos de Acherus. Recordaba sus muros, sus recovecos, todos sus estantes llenos del saber de la Plaga, el ambiente opresivo del lugar, lleno de un recuerdo vívido y doloroso de lo que sucedió entre tales muros. Ahora era de nuevo mi hogar.

Sobre mi amplio pecho lucía el tabardo de la orden, sobre mi frío cuerpo vestía la armadura de los Caballeros de la Espada de Ébano. En apariencia era uno de ellos, y sin embargo, mi mente y mi corazón no sentían que así fuera. Cuando paseaba por la sala de entrenamiento veía a los iniciados recibir sus lecciones, a los más veteranos practicar una y otra vez durante horas sin descanso alguno. Todo parecía seguir un orden natural y yo era la excepción, era el caos. Pocos eran los caballeros que se la jugaban a ser vistos conmigo, recelaban de mí, no les culpaba por ello. El hecho de haber sido un Caballero de Acherus durante la caída de Nuevo Ávalon y de haber tardado tanto en despertar del largo sueño de la muerte, era algo que no todos veían con buenos ojos. No confiaban en mí. Mi mente perdida tampoco ayudaba a serenar los ánimos. La vieja disciplina férrea de la Plaga ya no estaba presente en el Bastión de Ébano, en su lugar se habían instaurado nuevas normas, cosa que chocaba contra mi inadaptación. Había sido comandante de la Plaga y ahora tenía la sensación de ser un peón más. Mi orgullo chocaba contra los crímenes cometidos como comandante y era esa vergüenza lo que me hacía tragarme cualquier orgullo, permanecer en Acherus y nada más. Durante todos esos mese trabajé mentalmente para enterrar en el fondo de mi consciencia todo lo que había hecho durante mi servicio a la Plaga. Sabía que no me perdonaría nunca lo cometido, pero a la vez también sabía que esos recuerdos, esas visiones, tan sólo me ofrecerían un descontrol demasiado grande, un precio demasiado alto a pagar.

Tras la Guerra de los Baldíos Helados muchos de los caballeros de la muerte optaron por visitar Orgrimmar, Ventormenta o cualquier ciudad o lugar que considerasen su hogar. Yo no lo hice, me enclaustré en el Bastión de Ébano y moré por sus estancias durante largos meses. Incluso cuando llegó la noticia del resurgir de Alamuerte no abandoné Acherus. Aún no me consideraban apto para el servicio a pesar de mis amplios conocimientos, seguían sin fiarse de mí. Tampoco insistí en que cambiaran de opinión, si querían desaprovechar mis habilidades que así fuera, ya llegaría mi momento.


Años después.

Fuego esmeralda descendió de los cielos tal y como hizo antaño. El mundo se sumió una vez más en el caos y la desesperación, siendo conscientes de que el enemigo de todos se hallaba a las puertas. El Bastión de Ébano no era la excepción, aunque los caballeros no gritaban ni perdían el control, tan solo hablaban más entre ellos, el ambiente era tenso. El Alto Señor había convocado a absolutamente todos los efectivos a Acherus, pronto la necrópolis se desplazaría, y el lugar al que iríamos era de sobras conocido por todos: Corona de Hielo.

Circulaba el relato de que algunos habían oído susurros largamente acallados en sus mentes. Nadie lo aseguraba a ciencia cierta, muchos lo ocultaban por temor o vergüenza, pero se decía que el nuevo Rey Exánime había contactado con nosotros. Se decía que en esa hora de necesidad, todos debían hacer frente al gran enemigo, y la Legión siempre había sido nuestro enemigo, sirviéramos a quién sirviéramos.

Pasé días y días observando como la silenciosa necrópolis se desplazaba a través de Reinos del Este, abandonando las Tierras de la Peste. La ví por primera vez sobre el ancho Mar del Norte y, finalmente, frente a las costas de Rasganorte. No me averguenza decir que sentí cierto nivel de comodidad al volver a ver sus páramos helados. Mis trenzas eran sacudidas por vientos antaño olvidados, por un frío que ahora era… cálido, en cierta manera.

Acherus era un hervidero de actividad. Según los altos cargos, un campeón destacado de nuestra orden debía entrar en la Ciudadela Corona de Hielo para una importante misión. Pero el resto debíamos permanecer en la necrópolis, para variar, eso también me incluía. Tras dos días de movimiento flotante, quedamos acoplados a la Ciudadela. Si hubiera estado vivo, hubiera sentido un escalofrío. Ante la entrada se hallaba una rampa que conducía al interior, por ese acceso partió el Campeón de Ébano. Y en mi mente persistía el silencio sepulcral que me había acompañado durante los últimos años. Ya no sufría por lo cometido, pero el vacío de mi mente era tal que a veces quería acabar con mi mísera existencia.

Mientras otros caballeros formaban para ver partir al campeón, yo me fuí en dirección opuesta. Alcancé el balcón trasero y observé la infinidad del glaciar de Corona de Hielo. Años atrás, en ese mismo lugar, todo cambió. Y mientras los vientos gélidos del continente azotaban mi armadura y mi capa, mientras observaba el paisaje apoyando mis manos sobre la barandilla, mientras volvía al lugar maldito que tanto cambió en todos nosotros… le sentí de nuevo.

Una racha de viento huracanado impactó contra mí, me hizo trastabillar. Abrí los ojos más de lo normal, su fulgor contrastaba con el umbral oscuro de Acherus. El ambiente se enfrió a mi alrededor, la escarcha emergió sobre las placas de saronita que vestía, la podredumbre surgió y la sangre podrida hirvió. Mientras todos los demás presenciaban la partida de nuestro campeón, yo caí de rodillas, nunca sabré si por voluntad propia o no. Desenfundé mi espada y la clavé ante mí, sosteniéndola con ambas manos por la empuñadura, incliné mi rostro. Mil susurros de ultratumba llenaron el vacío de mi mente, una voz conocida y a la vez algo distinta habló dentro de mi cabeza.

-Mi leal comandante… Morkar.

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Debo decir, que este relato es una pasada, amigo mio, tienes mis respetos

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Me ha gustado muchísimo, buen trabajo.

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