[Relato] Las Sombras de Kel'Theril

Una vida arrebatada vivida en el engaño, la verdad oculta tras capas de tiempo y memoria. Todo posible acto quizá acontecido no llevado a término. Toda probable meta o vivencia borrada de cualquier página ahora inexistente. Tiempo vivido hecho teatro, un retoque en los hilos del destino por manos aleatorias. ¿O quizá no eran aleatorias? ¿Había una razón por lo que había sucedido todo? Desde el día de la revelación mucho me ha sido mostrado en las largas horas de lectura bajo velas marchitas, pero aun así hay muchas preguntas que me hago en los días sin sol, aquí, perdido entre las nieves y las tormentas de mi alma. Hace poco que he tomado la determinación de escribir de vez en cuando, de plasmar en algún que otro pergamino lo que descubro, lo que pienso y siento. Al menos le debo eso a mi herencia, tal como Él hizo. Las aletargadas mareas del tiempo se alargan como las sombras de los árboles en invierno, así veo mi existencia, y ahora que sé la verdad, las sombras aún son más largas, pues conducen a un pasado demasiado remoto, marchito y olvidado por algunos.

Ella, mi señora Luz de Plata, es la responsable de todo esto, más no la causa. Allá donde ella mostró la puerta y el camino, yo decidí abrirla y dar el primer paso. Así pues, causante soy. Y con ello no me avergüenzo de nada, ni de mi pasado ni de la vida que he llevado. Y ahora, en el frío amanecer de una nueva etapa en mi vida, os contaré lo que que ocurrió hará escasos días en ruinas perdidas al sur, más allá de las tundras invernales. Allá en Kel’Theril, donde moran los recuerdos, el dolor y la sombra.

Las días de travesía transcurrieron como el viento húmedo a través del ramaje de los árboles. Los sables que montábamos corrían sin descanso al amparo de nuestra noche. En esa jornada Vallefresno parecía que nos pertenecía una vez más, pese al abandono del lugar, pese a la carencia de nuestro pueblo entre sus claros y altos bosques. El viento en mi rostro, las trenzas danzando al compás del trote, esa sensación parecía olvidadiza, recluida en algún confín remoto de mi subconsciente. Y sin embargo, allí estaba, la Orden del Roble marchando al completo una vez más, hacia una misión crucial para nuestro pueblo: despertar a los durmientes, a aquellos que moraban bajo túmulos olvidados. El camino discurrió con tan solo una emboscada por parte de los impuros Renegados, algo que se demostró infructuoso para ellos, pues perecieron finalmente todos. Los largos meses de combates arduos y traicioneros en Costa Oscura nos habían otorgado una frialdad propia de los soldados que han visto demasiado. Prevalecimos, como siempre habíamos hecho.

Nuestra llegada a Cuna del Invierno no discurrió de igual forma para todos. Allá donde algunos se maravillaban por la eterna magnificencia del lugar, otros oían en su corazón el eco del pasado, ya fuera de una manera u otra. Yo no fui la excepción. Tras mi renacimiento, pisar las nieves de ese remoto lugar de Kalimdor me hizo estremecer. Mi alma se encogía en mi interior, más al discurrir junto a viejas ruinas, a viejos recuerdos no vividos, o vividos en parte, quién podría decirlo. Asentamos la orden en un pequeño y humilde enclave de nuestro pueblo, perdido allá en el norte. Unos despertaron a una joven druida, yo mismo lo presencié, fue un momento especial que conservaremos en nuestra memoria. Todo debido a la urgencia de la guerra, eso me entristece.

Ayudé en todo lo posible a la druida, así como también a los heridos. El viaje había sido muy largo, todos necesitaban descansar. Y pese a ello, mi atribulado corazón seguía inquieto, sentía una llamada silenciosa. El reclamo de algo acontecido milenios atrás me perseguía allá donde la ventisca era más intensa. ¿Era ese crudo frío el mismo que había morado allí tiempo atrás? Parecía un testigo invisible pero doloroso de lo innombrable.

Mis ojos, ahora oscuros como la noche, se dedicaron a otear la noche, a visualizar la gran extensión nívea a mis pies. El eco de susurros largamente extinguidos era presente, pero no había gargantas que los formaran. Entre tal tribulación noté a mis espaldas la presencia de mi señora Luz de Plata, la cual percibió mi falta de tranquilidad. Le transmití mi intención de ir a las ruinas del sur, pues no había parado de notar una llamada, un reclamo, quizá una oportunidad para saber más, de comprender algo. Ella, por sus propias razones y comprensión, me permitió marchar hacia Kel’Theril, pero no sin antes hacerme entrega de su propia espada, llamada Zin’Aman por los antiguos. Me advirtió de que si encontraba el peligro, ella me protegería siempre que pronunciara el nombre de su antiguo dueño. La hoja en cuestión era de un estilo completamente olvidado ya, forjada en Suramar cuando el mundo era joven. Sus motivos dracónicos evocaban un tiempo en que la civilización más poderosa que había visto nunca Azeroth gobernaba el mundo, una era de prosperidad y dominio, de elegancia y sofisticación. Sus líneas eran perfectas, se mirara por donde se mirara, y refulgía en un intenso color azul, pues había sobre ella antiguos y poderosos hechizos. Tras aceptar su ofrecimiento, tomé la espada, jurándome a mi mismo que se la devolvería.

Miré el siempre joven rostro de mi señora una vez más. En ella vi la misma sensación que acongojaba mi propio corazón, entendía mi elección, no hacían falta palabras vanas. Tras inclinar la cabeza en forma de reverencia, me dispuse la capa sobre los hombros, arropándome con ella, también me cubrí con la espesa capucha, todo para protegerme del inclemente frío de esas tierras perdidas. Decidí no llamar a mi fiel sable Isilion, el pobre había cabalgado tanto como los demás, merecía descansar. Además, esto era algo que debía hacer solo.

Mis botas crujían, hundiéndose varios centímetros en la nieve que reinaba dominante sobre altas montañas y valles sinuosos. Los árboles allí eran abrigados por ella, el mismo ambiente era gélido, no en vano esa tierra tenía tal nombre, Cuna del Invierno. Era noche cerrada cuando partí atravesando grandes extensiones a pie. La tundra era muy extensa, el frío viento soplaba con fuerza, agitando mis ropajes violentamente. Entrecerré los ojos para divisar mejor mi ruta. Qué irónica era esa escena, yo mismo rodeado por viento, frío y desasosiego. Así veía esos días mi propia alma y corazón, rodeados por un temporal. Pero eso no me desanimó, pese a las tribulaciones de la mente persistí en avanzar un paso más, y otro, y otro. Allá a lo lejos, entre las ventiscas de la noche, divisé una alta cúpula rota hecha en piedra, era mi destino.

La tundra se acabó, dando lugar a un acantilado de generosas proporciones con una inclinación aguda, finalizando a sus pies en un suave descenso hacia un gran lago totalmente helado. Sí, era Kel’Theril. En las alturas me postré sobre mi pierna derecha, observando cual ave vigilante toda la superficie de las aguas heladas. Mis ojos pasaron del hielo a las vastas y decaídas ruinas del lugar. Ese había sido el hogar de innumerables altonato tiempo ha, ahora tan solo quedaba eso, piedras y remordimientos.

Me aseguré de llevar bien atado el arco a mi espalda, tapé el carcaj para no perder flecha alguna y agarré la empuñadura de Zin’Aman con firmeza. Tras ojear el descenso, salté en un ángulo calculado hacia un punto de la pared que era más suave y menos pronunciado. Mis botas se deslizaron sobre la fría y helada nieve, mantuve el equilibrio con gracia aunque en algún momento temí despeñarme. Sin embargo no acabó mal, llegué sano y salvo a los pies del lago, ante mi tenía la fría extensión de un mundo largamente muerto.

Aquí y allá un edificio irrumpía a través del hielo, parecía un cuadro congelado de su antiguo esplendor milenario. Más allá un pequeño templo quizá, una torre… todo parecía haber sido atrapado en un invierno eterno, en esa tierra ya olvidada, en esas aguas sin alma, malditas.

Y las voces.

Las corrientes de aire arrastraban consigo retazos de un pasado remoto, de un sufrimiento presente. El recuerdo llevado a través del tiempo, el dolor postergado, la agonía perenne.

Moví mi cabeza a izquierda y derecha, tratando de encontrar el origen de tales voces. Una parte de mi creía poder encontrar a alguien con vida, pero la oscuridad y la desesperación reinantes me despejaron cualquier duda. Por el rabillo del ojo, allá, entre una ruinosa esquina de un templo y un gran árbol, pude discernir una figura casi élfica, un retazo de recuerdo. Ensombrecida, desapareció tragada por el hielo en el mismo instante en que fijé mis ojos en ella. Tragué saliva, no estaba solo del todo en Kel’Theril.

Decidí adentrarme en la fría superficie del lago. Mis pies discurrieron cautos por el hielo, mis ojos oteaban cualquier rincón de la ciudad largamente dormida. Tras varias decenas de pasos en el ambiente opresivo del lugar, una racha de viento impactó contra mi cuerpo, dejándome casi sin aliento, retirando mi capucha en el proceso. Oí voces susurradas con gran estrépito, todas hablando al unísono, amenazantes, antiguas y ciertamente poderosas, regias.

-Te vemos, Ocaso Estelar… nos abandonaste… no eres bienvenido aquí…

La racha de viento cesó de golpe, volviendo de nuevo a las corrientes más suaves, igualmente gélidas. Abrí mucho los ojos de pura tensión. No comprendía qué había sido eso, o quienes. Sin proponérmelo miré el lago helado que tenía bajo mis pies, el hielo estaba cubierto por una capa de nieve reciente. Me agaché y con la mano enguantada esparcí la nieve, alcanzando el propio hielo, lo que vi me horrorizó.

Un rostro, un cuerpo. Allí estaba, un cadáver largamente congelado casi en la superficie. Sus ojos estaban totalmente abiertos, observándome. Su pelo era de un blanco nácar muy intenso, estaba claro que era un altonato. No me atreví a apartar más nieve. Si había respuestas en Kel’Theril, no estarían bajo el hielo de los muertos. Alcé la vista ya algo recompuesto y visualicé un edificio de grandes columnas, algunas estaban rotas, decaídas, parte de su techo también. Parecía un buen lugar para empezar, así que me dirigí a el mismo. El viento arrastró de nuevo la nieve sobre el hielo, ocultando una vez más el cadáver, como siempre había sido, y siempre habría de ser.

Alcancé las altas columnas de edades pasadas. Las observé, ciertamente maravillado pese a la angustia que propiciaba el entorno. Recorrí con mi enguantada mano sus contornos, tallados hacía más de diez mil años, ahora yacían desgastados, consumidos por el hielo, la piedra y el viento. El viento se colaba a través de la estructura, sendo agudizado en un punto en concreto, uno al cual mi vista se dirigió. Había una entrada en el suelo, unas oscuras escaleras que descendían hacia un lugar desconocido.

Miré instintivamente la hoja que llevaba enfundada, era el momento de usarla. Al amparo del gélido entorno, empuñé a Zin’Aman en mi mano derecha y la alcé, provocando que su resplandor azul iluminara mi entorno. Respiré hondo una sola vez y dispuse un paso tras otro sobre escalones viejos, desgastados. El viento parecía empujarme levemente hacia el interior, mis trenzas se agitaban con ello, mis instintos largamente entrenados en los bosques de Kalimdor de poco parecían servirme ahí, en el oscuro y enigmático descenso hacia las tinieblas de un mundo helado. Recorrí las escaleras con Zin’Aman en alto, las paredes estaban decoradas con motivos antiguos tallados en el mármol, símbolos de otro tiempo, de gente olvidada. Tras lo que pareció un momento eterno, la luz de la espada iluminó toda una sala vacía, excepto por algunas urnas rotas en sus rincones. Las corrientes de viento seguían y seguían, provocando que de las entrañas de ese lugar nacieran enigmáticos gritos, silbidos. No sabía si eran reales o imaginarios.

Pensé en mis compañeros de la orden, ahora casi todos estarían descansando o durmiendo. Sin embargo, mi cometido sin nombre aún debía ser completado. Algo me seguía guiando a través de las huellas del pasado, de una historia ya contada. En esa sala había tres direcciones que tomar, el sitio parecía complejo, casi laberíntico. Miré las tres y cerré los ojos, intentando centrarme para tomar una decisión.

-Muchos son los caminos, Ocaso Estelar… ¿Acaso no recuerdas el correcto…? ¿Tanto has envejecido ya…? Recuerda que no eres bienvenido aquí, hijo de Shandaral.

Revelaciones en la oscuridad, gritos de piedra. Mil gargantas sin carne pronunciándose. Intenté serenarme, estaba cerca. Acerqué a Zin’Aman al primer arco de piedra, nada. Di uno pasos hacia el siguiente y… con fuerza, aunque lenta y perezosamente, antiguos sigilos de resguardo empezaron a resplandecer. Un antiguo conjuro arcano respondía a la espada que me había prestado mi señora Luz de Plata. Allá, con la espada en alto y el arco de la puerta iluminado con una luz violácea, supe que ese era el camino correcto. El fuerte tacto de la magia se disipó en ese camino, permitiendo que lo tomara, y así lo hice.

Otro descenso, esta vez más abajo, más frío, más oscuro. Las escaleras se sucedían interminables, no parecía que tuvieran fin. El agotamiento empezaba a hacer mella en mi. ¿Habían pasado horas? ¿Quizá un día ya? No podía saberlo ahí abajo. Pero no quise rendirme, estaba cerca, próximo a algo, lo intuía. La mano invisible que me había guiado ahí lo hacía por una razón.

Y al final del descenso a lo desconocido, una posibilidad. Una sala de enormes proporciones se hallaba ante mi. Regias columnas sostenían un techo firme. Viejo mobiliario congelado descansaba en las paredes y alfombras largamente olvidadas presidían los suelos de mármol. Cuando me dispuse a avanzar, un escalofrío repentino me atravesó, noté como una presencia abandonaba el lugar, subiendo rápidamente por las escaleras. Me giré y grité al olvido:

-¡¿Fandu-dath-belore?!

Una voz femenina contestó, fría y vacía, una que se fue apagando a medida que su presencia disminuía hasta desaparecer.

-Te he guiado, ahora debes aceptar tu destino y conocer la verdad…

Se me heló la sangre. En ese momento no supe apreciar lo que me quería decir con eso, pero más tarde lo comprendí todo. Hoy tan solo puedo darle las gracias con todo mi corazón. Pues sin Ella, no habría decidido continuar el camino largamente postergado por mi sangre.

Tras el repentino y desagradable mensaje, sacudí la cabeza y volví a encarar la gran sala, descendiendo los últimos escalones hacia el extenso suelo de mármol. Había grandes ventanales, sus viejos hechizos habían permitido que el agua (y por lo tanto el hielo) no se colara en su interior. Ello causaba que una luz mortecina se filtrara a través de ellos, iluminando el sitio con el dolor del olvido. Todo permanecía cubierto de una fina capa de polvo, escarcha y ceniza. Muebles, raídos estandartes purpúreos, mesitas con cálices plateados, cuadros con pinturas largamente consumidas por el tiempo y el clima. Y en el fondo de la sala, algo sorprendente, una tumba. Un enorme sarcófago de piedra reposaba frente al más grande de los ventanales, el cual iluminaba por completo esa parte de la sala.

Al acercarme pude comprobar que en la superficie del sarcófago había tallada la silueta de lo que parecía un noble guerrero del pasado, ataviado con su armadura y una gran espada sobre su cuerpo, tomada por sus manos de piedra. Era muy parecida a esas tumbas que había visto tiempo atrás en la reaparecida Suramar, igual de hermosa y triste.

Gritos agónicos. Piedra resquebrajada. El tranquilo ambiente del lugar fue roto por unas figuras espectrales que brotaron de los laterales de la sala. Su apariencia era terrorífica, aunque recordaban levemente a elfos del pasado. Flotaban en el aire, gritaban, no querían que estuviera ahí por alguna razón, algo les empujaba a venir hacia mi. Uno de ellos me habló.

-Te he advertido… Ocaso Estelar, este ya no es tu lugar… nos abandonaste… como hicieron todos…

Al tratar de tomar aire de responder tuve que sacarlo de golpe, pues los espectros gritaron a la vez, dejándome sin aliento. No negaré que sentí terror, pero incluso ahí, en la oscuridad del olvido, enfrentándome a fantasmas del pasado, logré apuntarles con Zin’Aman.

-¡No he venido a hacer mal alguno! ¡Tan solo quier-…

No hubo espacio para la discusión, los fantasmas se lanzaron a por mi, todos a la vez. Viéndome totalmente rodeado y a punto de morir por entidades muy antiguas y poderosas, recordé lo que me aconsejó mi señora Luz de Plata, y lo hice.

-¡Hablo en nombre de Laethar, el portador de Zin’Aman! ¡ATRÁS!

De inmediato los espectros se detuvieron, quedándose petrificados al instante. Se miraron sus tétricos rostros y luego otra vez a mi. Con caras de enfado, de ira contenida, volvieron de forma lenta y terrorífica allá donde pertenecían, a los oscuros rincones olvidados, a la fría piedra de las paredes.

Tras aquel encontronazo tragué saliva y bajé la espada, tenía el aliento desbocado, miré de nuevo hacia la tumba del final de la sala. Instintivamente coloqué mi mano libre sobre la piedra, sobre las manos del guerrero, pude sentir como el sarcófago estaba guardado por un hechizo de contención. Los espíritus me atacaron para protegerle, o para impedir que lo abriera. Decidí tentar a la suerte, o quizá me guió la mano del destino. En cualquier caso, canalicé energía arcana sobre la fría piedra. Mi señora Luz de Plata aún tiene que enseñarme mucho sobre las artes mágicas, pero en aquel momento eso pareció bastar, pues de un crujido, la protección se desvaneció.

Y entonces, exhalando una gran bocanada de aire espectral, el mismo guerrero de piedra que reposaba tallado en el sarcófago se manifestó flotando ante mi.

-¿Quién eres? ¿Por qué me has liberado?- Preguntó
-Me llamo Aldranath Ocaso Estelar, vengo a…- Dudé.
-A conocer tu pasado. Puedo verlo, eres su hijo, de eso no hay duda. Siéntate.

Lo hice, tomé asiento en el mismo suelo ante el fantasmagórico ser. No negaré que estaba nervioso, pero al menos aquel no parecía querer arrancarme el alma. Habló con voz de ultratumba.

-Milenios atrás tus padres estuvieron cerca de aquí, Aldranath. Pasaron largos años intentando recomponerse del desastre que había sucedido a todo el imperio. Tu padre dirigía investigaciones de carácter mágico en Kel’Theril, pero… todo acabó mal, peor de lo que ya estaba. Por eso se marcharon.
-A Eldre’Thalas.
-A Eldre’Thalas, sí. Fueron nobles dirigentes entre los altonato, Aldranath. No sé qué sabes, pero debo ser conciso… mi tiempo se agota. El sello que has roto impedía que escapara, pues mi alma está en paz, a diferencia de mis compañeros.- Miró alrededor una sola vez, luego de nuevo a mi.
-Los shen’dralar no resolvieron su destino. En un determinado punto dejan de aparecer en las antiguos registros.

El espectro del guerrero soltó un suspiro de dolor, sin duda no quería quedarse más, su tiempo se acababa. Me miró una vez más, alzando una mano.

-Tan solo veo a uno de los de tu sangre entre los míos, Aldranath. Ella es hermosa, aun conserva el encanto que tuvo en los días antiguos. Su pelo azul se agita entre los vientos del Más Allá.- Parecía que pudiera verla, incluso sonreía, alzó su mano intentando alcanzar algo invisible.- Me llama, debo reunirme con mi amiga. Sabes de quién hablo, ha sido quién te ha ayudado, joven. Me despido. Ande’thoras-thil, Ocaso Estelar…

Poco a poco aprecié como su fantasmal figura se desvanecía, siendo elevada hacia algún punto. Desapareció para siempre. La sala volvió a quedar iluminada solamente por la luz de Zin’Aman y por los grandes ventanales de luz mortecina. Respiré hondo y acepté que, efectivamente, mi padre seguía vivo.

No podía llegar a comprender cómo, pero así era según aquel viejo guerrero altonato. Junté las manos e hice una reverencia apropiada al sarcófago de aquél anónimo elfo que tanto me había dado a cambio de liberarle. Con una pizca de satisfacción, emprendí la larguísima vuelta al refugio donde reposaba la Orden del Roble. Volví a atravesar fríos pasillos, gélidos páramos y decaídas ruinas, pero esa vez, con esperanza.

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Como siempre, los relatos y todo lo que escribes está increíblemente genial.

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