[Relato] Linaje

Durotar siempre ha sido una tierra baldía y llena de mil recovecos. Los vientos soplan libres en su vastedad y los seres que lo habitan han crecido fuertes en su dureza. El mundo aun no ha sanado las heridas causadas por la última gran guerra y pese a ello se auguran tiempos más terribles si cabe. Y a pesar de todo ello aun hay hueco para la esperanza y el ciclo de la vida.

En el interior de esa tierra baldía, alejada de cualquier núcleo habitado, se hallaba una cueva. Desde el exterior parecía un agujero más en la tierra roja de los orcos, pero ese se distinguía de los demás por una luz que emanaba de su interior. En la noche una llama crepitaba, iluminando las paredes rocosas del refugio que un orco, Kurgan, había tomado como suyo. Alejado de la civilización y de los demás, hallaba paz interior y regocijo en sus prolongadas jornadas de meditación. No había muebles a su alrededor, tampoco grandes lujos, no los necesitaba. Una austera piel de animal salvaje cubría el suelo y de las paredes colgaban sendos pergaminos desplegados, revelando una escritura salvaje, antigua y aun así llena de belleza y equilibrio.

Sobre la piel se hallaba el maestro del acero, sus piernas yacían cruzadas, su espalda erguida. Ante sus ojos cerrados podía apreciarse Yo’gosha, llamada “la Defensora”, descansar sobre un pequeño altar de madera. La espada era iluminada por dos velas, una en cada extremo del arma. Entre ellas quemaba el incienso que el mismo orco fabricaba en sus ratos libres. El olor que desprendía era fuerte para los estándares de la ciudad, aunque para él era agradable, le ayudaba a entrar en comunión con aquellos que moraban en el Más Allá.

De la boca del orco brotaba un canto gutural de origen primigenio, uno que se había cantado durante mil años a lo largo de las vidas de orcos de dos mundos. El peso de las generaciones era palpable en cada sílaba. La tradición vivía en el corazón de Kurgan y sus labios eran los mensajeros de tal preciado tesoro. La grave voz del orco resonaba con gracia entre las paredes pétreas, su respiración era medida y tranquila. Cuando el canto encontró su punto álgido, alzó ambas manos al cielo con las palmas hacia arriba, suplicante. Cuatro silabas más del canto y bajó los brazos, entrelazando sus dedos. Un pulso de energía espiritual emanó de él, iluminando su ser más allá del mundo mortal.

Como si se tratara de un faro, un navío aparentemente olvidado por el paso de las eras acudió a él. Un remolino de energía sacudió las llamas de la hoguera, así como también hizo bailar las velas y el incienso del altar donde reposaba Yo’gosha. Ante él, erguido, algo empezó a tomar forma. Una figura familiar pareció volver a la vida ante Kurgan, alguien que conocía bastante bien.

La aparición brillaba azul y gris ante el orco meditante. Su cuerpo tomaba forma, moldeándose ante el orco con su forma más conocida para su mejor contacto con el maestro del acero. Se trataba de un orco musculado, muy alto, su barba era larga y negra, así como también su larga trenza que le caía por la espalda. Lucía el pecho descubierto y, como si fuera un bastón ante él, sujetaba con ambas manos una representación fantasmal de Yo’gosha.

— Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que hablamos.— la aparición habló con una voz potente, agradable al oído pese a ser gutural. Solo entonces fue cuando Kurgan abrió los ojos, contemplándole con rectitud en su lenguaje corporal.
— Así es, padre.— alzó una ceja al pronunciar esa última palabra.
— Agradezco que me permitas volver a hablar contigo. Y también entiendo que no sea fácil hacerlo.

Kurgan se alzó, cruzando los brazos sobre su pecho descubierto. Su cabeza lucía una trenza igual de larga que la de su padre, la cual le caía también por la espalda. Miró a su padre, relajando sus facciones.

— Tus palabras en Nagrand me hicieron reflexionar. He llegado a comprender que en el pasado, años atrás, no eras tú. Habiendo aceptado eso, también acepté que ahora que descansas con nuestro linaje has vuelto a ser tú, mi padre, Sanjuro.

El espíritu pareció brillar con más intensidad, algo que se vio reflejado en su rostro, pues sonreía. Extendió levemente sus brazos, realizando un gesto amable.

— Hijo mío. Aun no puedes verlo, pero estoy seguro de que puedes sentirlo. Algo se agita en el tiempo que está por venir. Los ancestros lo notamos, todos sin excepción. Aun hay un gran mal que purgar de la faz de tu mundo, pero no pierdas de vista el horizonte, pues la oscuridad adquiere muchas formas, sus engaños yacerán ocultos hasta que sean fatalmente revelados. Estate atento. Yo dependo de ello, tus ancestros lo hacen, así como también todo tu clan y la mismísima Horda.

Kurgan arrugó el ceño, preocupado e intrigado por los misterios y el lenguaje críptico que usaba Sanjuro. Estaba acostumbrado a que los ancestros le hablaran con enigmas y acertijos, pues no era un chamán, pero eso no alteraba el hecho de que le preocupara el mensaje de su padre.

— ¿Qué aconsejas que haga, padre? La Horda está a salvo, la guerra ha terminado. He pensado en establecernos en algún lug…—una ráfaga de viento fantasmal agitó a Kurgan, provocando que su trenza se balanceara, interrumpiéndole.
— La guerra, hijo mío, no ha hecho más que empezar. Llegarás a horizontes nunca antes explorados y ante ti serán reveladas grandes y terribles verdades. Vela por los tuyos, pero no bajéis la guardia.

El maestro del acero inspiró, tratando de asimilar lo dicho por la aparición de Sanjuro. Optó por no seguir presionando en el vínculo que mantenían, así que dispuso ambos brazos pegados al cuerpo y realizó una reverencia al antiguo estilo Filo Ardiente.

— Gracias por tu sabio consejo, padre. Cuidaré de los míos.
— Sé que lo harás, Kurgan.

La aparición realizó el mismo movimiento que el jefe de los Quemasendas, lo que provocó que poco a poco empezara a desaparecer, volviendo lentamente con los suyos en el Más Allá. Aunque antes de desaparecer del todo, dijo unas últimas palabras.

— Hay otro…— esas dos palabras retumbaron entre la piedra de la cueva con profundidad abisal.
— ¿Otro, padre?— mas no recibió respuesta alguna, si no el cálido abrazo de las llamas de la hoguera, de las velas y el olor de incienso. Todo volvió a la tranquilidad de antes.

El jefe orco volvió a sentarse, claramente confundido por las palabras de Sanjuro. Sacudió la cabeza, intentando volver a la realidad y acercó a él una sencilla mesa de madera en la que descansaban varios pergaminos y un libro sencillo, aunque algo voluminoso. En su portada habían inscritas runas Filo Ardiente que rezaban: “Gosh’gora”. Kurgan abrió el libro, viajó hasta la última página escrita, mojó una pluma de vientorroc en tinta y siguió escribiendo allá donde lo había dejado.

Venían tiempos difíciles, pero por ahora la paz reinaba en la tierra de los orcos.

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Mola mucho. Esperemos que sea el preludio de muchas aventuras para Quemasendas

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