[Relato] Lohn'goron 🗻

Hace cinco años

La Cuarta Guerra había terminado. El armisticio firmado por el Consejo de la Horda y los representantes de la Alianza había logrado detener la lucha a lo largo y ancho de todos los frentes. Zandalar y Kul Tiras yacían humeantes después de tantísimos meses de conflicto ininterrumpido. Los habitantes y animales de Costa Oscura y Vallefresno se lamían las heridas tras la primera ofensiva de la guerra, aquella que había acabado con tantísimos.

Y, en última instancia, Durotar también fue testigo una vez más del poder de una Horda rebelde, decidida a detener de una vez por todas a la Jefa de Guerra, Sylvanas Brisaveloz. Sin embargo, ahora el hogar de los orcos en Azeroth volvía a ser un erial silencioso, solo interrumpido por el graznido de un ave de presa o de un jabalí inquieto.

Escasas semanas después de la huida de la forestal oscura, una columna de orcos montados en lobos atravesaba las puertas de su poblado reconstruido en lo alto de las cumbres de Alterac. Al frente cabalgaba una figura de roja armadura y a su lado lo hacía un portaestandarte, el cual blandía un pendón marrón con una llamarada estilizada de color rojo. Los primeros copos de nieve caían sobre los hombros recubiertos de pieles de aquellos fieros guerreros. Los lobos gruñían, miraban desconfiados a un lado y a otro. La guerra había hecho de ellos animales precavidos.

Cuando el guardia de la entrada mandó cerrar el portón, el líder de aquella columna descendió de lomos de su compañero peludo y aterrizó con estrépito metálico sobre el fango salpicado de nieve. Cuando alzó la cabeza, mostró su larga barba negruzca, así como una cabeza completamente afeitada a excepción de una larga coleta trenzada que caía por su nuca y espalda.

Aquél era, sin lugar a dudas, Kurgan Colmilloardiente, jefe de los orcos Quemasendas.

Cuando el orco miró a su alrededor; al poblado y a su gente, tomó algo de la grupa del lobo y lo lanzó al centro de la pequeña población alpina. Varias cabezas de ogro atadas con cuerdas y cadenas cayeron a peso muerto sobre el fango y la nieve.

Casi de inmediato, varios vítores se alzaron entre jóvenes y viejos, todos contentos por ver una vez más al ancestral enemigo siendo aplastado por su clan.

Los ogros del clan Aplastacresta habían sido una amenaza para los orcos Quemasendas desde el primer día que se asentaron en las montañas de Alterac. Los ogros consideraban esas montañas su territorio, los orcos también. Y eso había llevado en el pasado a Kurgan a fomentar una guerra contra los ogros que se alargó mucho tiempo. Pero tuvo sus frutos. Los Aplastacresta se recluyeron en cuevas y en escondrijos de valles ocultos, malviviendo de la roca desnuda y de presas débiles.

Sin embargo, la Cuarta Guerra, el exilio del clan Quemasendas a Terrallende y la consecuente Rebelión de los Capas Viejas hicieron que los ogros Aplastacresta se envalentonaran ante la ausencia del clan orco en las montañas de Alterac.

Pero Colmilloardiente había regresado a casa.

Desde el retorno de Kurgan y de la mayoría de efectivos del clan, los orcos Quemasendas habían logrado retomar territorio de manos de los ogros. Y esa fría mañana de otoño el jefe volvía con las cabezas de varios de sus líderes para demostrarlo. Un líder debe cuidar de su gente. Un padre, debe asegurar el futuro de sus hijos.

Tras el presente en cabezas enemigas, varios guerreros y cazadores del clan desmontaron tras el jefe orco y mostraron los frutos del saqueo de los reductos ogros de las montañas. Carne de ciervo, de liebre, de jabalí y varios barriles de grog. Todo fue directo a la despensa del clan en Gashurz’gol, el nuevo nombre del poblado.

La partida de guerra se disgregó a través del asentamiento. Algunos entraron en sus respectivas chozas, otros fueron directos a la taberna y algunos otros, acudieron a la caverna del chamán para buscar guía o consejo. Kurgan alzó la mirada hacia la entrada de la cueva. Justo ahí, a lo lejos, pudo vislumbrar la anciana figura de Nargulg, principal chamán del clan. El viejo tuerto alzó el bastón con cabeza de lobo a modo de saludo y Kurgan le correspondió con un asentimiento.

Empezó entonces su caminata por la calle principal del poblado.

A mano izquierda, los establos llenos de lobos, todos ellos hermanos Quemasendas como el que más. Ahí se encontraban Whan el Lanza Negra, el único miembro no orco del clan. El joven se había ganado la confianza de Kurgan al demostrar un compromiso indudable durante los tiempos de la rebelión y ahora vivía con los orcos en las frías montañas. Un clima al que el trol estaba poco acostumbrado, pero al que tercamente se había ido adaptando. Whan acariciaba con dulzura uno de los lobos más jóvenes, cachorro de varios de los mejores lobos Quemasendas. Kurgan sonrió levemente cuando el trol alzó una de sus manos con tres dedos y le saludó con efusividad. Él le correspondió con otro asentimiento.

Continuó caminando y, a su derecha, de una choza que emitía una sutil pero constante luz violácea a través de su puerta, emergió Grohka, la única maga del clan. Kurgan recordó el largo aprendizaje de la joven de manos de cierta elfa nocheterna. La orco llevaba un pergamino entre sus manos, el cual leía a la vez que realizaba sus quehaceres. A su alrededor flotaban un libro y una linterna. Ni se percató de que el jefe pasaba junto a su hogar. Así eran los magos, siempre inmersos en sus estudios, por muy orcos que fueran.

El jefe orco empezó a ascender la escalinata de piedra y madera que daba a la gran choza que coronaba el poblado. Cuando la subió, siguió caminando por un pequeño sendero y miró a su izquierda, hacia la taberna. En un fugaz instante pudo ver a Urshak bebiendo en compañía de varios cazadores. Era uno de los más bravos guerreros que se habían unido a sus filas durante los últimos meses. Terco, bruto e irascible, pero buen orco.

Finalmente, Kurgan llegó a la gran choza, su propio hogar en Gashurz’gol.

Se quedó unos instantes en el exterior, contemplando su entrada. Una cortina de pieles cubría el interior del frío del exterior. A ambos lados de la puerta se alzaban imponentes y tribales estandartes Quemasendas. Y, a su vez, un estandarte diferente. Uno grisáceo con una espada roja en llamas. El emblema del clan Filoardiente.

El maestro del acero nunca olvidaría sus orígenes.

Sin embargo, no hubo tiempo para más reflexión. Una tormenta emergió de entre las pieles de la entrada. Una que se dirigió hacia el jefe orco con suma velocidad y precisión. La tempestad se estampó de lleno contra su pecho y se quedó ahí, agarrada como una pulga. Pues, como no podía ser de otra forma, el pequeño Nagrosh había salido a recibir a su padre.

El pequeño todavía no hablaba, pero no le hacía falta. El padre comprendió lo que su hijo quería transmitirle: que le había echado de menos. Kurgan lo alzó con un brazo y se lo llevó hacia sí junto a su pecho. Juntos atravesaron el umbral de pieles.

La choza era grande por una buena razón. Era el hogar del jefe y su familia, pero también era el centro de la aldea en temas de logística y planificación. Una ancha sala circular presidía el edificio. Al fondo, el trono de Kurgan. Y frente a él una tosca mesa de madera llena de mapas, documentos y todo tipo de instrumentos para diseñar planes. En ella se encontraba Zashe, rodeada de dos exploradoras. Las tres señalaban un mapa en concreto y hablaban.

Si bien Kurgan era el jefe de todo el clan, siempre había tratado de llevar tal posición con dignidad e igualdad, no con tiranía absoluta. Por esa razón cada uno tenía una ocupación muy específica. Y la de Zashe, esposa de Kurgan y madre de Nagrosh, era la de las expediciones de caza. El orco decidió no interrumpir a las cazadoras en sus quehaceres, pues de ellas y de sus efectivos dependía la supervivencia del clan a medio y largo plazo.

El invierno se acercaba. Y no admitía errores.

En su lugar, Kurgan y su hijo Nagrosh se dirigieron hacia un lateral de la gran sala. Zashe se percató del espacio que le dejaba su esposo, cosa que ya estaba acostumbrada a tener. Sabía que Kurgan prefería el trabajo honrado y la diligencia por encima del adulamiento.

Padre e hijo se situaron frente a un expositor de armas muy especial. Uno que había permanecido intacto desde que hubieran llegado a Gashurz’gol semanas atrás. Sobre un estante de madera, entre dos soportes, reposaba Yo’gosha, la Defensora, espada familiar de Kurgan. Apoyado en el mueble yacía un tótem de clara manufactura tauren, el cual mostraba marcas tribales con motivos ígneos. Una cabeza de águila y dos alas estilizadas lo coronaban. Fue un presente de Ata’halne, cacique de la confederación de tribus Taluha. Junto a él se encontraban varios collares con fetiches trol, presentes de amigos y aliados de años atrás.

Kurgan se quedó ensimismado al observar todos esos objetos. Los frutos de una vida dedicada al camino del honor y la guerra, a la amistad y la camaradería. A la lealtad.

Cuando la reunión de cazadoras terminó, Zashe se situó junto a Kurgan y le tomó la mano izquierda. Ella también observó parte de su antigua panoplia de combate como jefe y general. Nagrosh jugueteaba con la trenza de su padre.

Crees que llegará el día en que el Consejo de la Horda te llamará. ¿Verdad?

Kurgan miró a su esposa. Sus ojos azules eran como el mismo cielo despejado de Alterac. Siempre había sido bella. Y ahora, como una de las líderes del clan, todavía inspiraba más en él, pues su valentía al afrontar sus deberes como guerrera, cazadora y madre eran muy encomiables.

Tal vez —respondió él. — Pero hemos sacrificado mucho por la Horda. Sé lo que somos, sé cómo somos, pero necesitamos tiempo. —miró a su hijo. — Tiempo para que Nagrosh sepa lo que es vivir en un mundo libre de la hechicería de la muerte. Y tiempo para que nuestro clan, nuestra familia, vuelva a prosperar aquí, en las montañas.

Kurgan pasó a Nagrosh a su madre, la cual lo tomó entre brazos mientras le acariciaba la nariz con la suya propia.

Además, los Aplastacresta todavía poseen territorio que nos pertenece —argumentó el orco.

Zashe miró entonces a su esposo. Le habló con calma y comprensión.

Sabes tan bien como yo que esos ogros acabarán por ser derrotados. No suponen la amenaza que supusieron años atrás, cuando nos establecimos aquí con el apoyo de los Lobo Gélido —dejó a Nagrosh sobre una gran alfombra confeccionada con varios tipos de pieles. El cachorro empezó a juguetear a su aire, distraído y ajeno a la conversación de sus padres.

El jefe orco asintió mirando a su esposa.

Lo sé. Y el Consejo también lo sabe, tienen ojos y oídos por todas partes. Como Capa Vieja, viví para restaurar la Horda por la que luché toda mi vida. Pero ahora, sin un Jefe de Guerra, temo que nuestro pueblo se disgregue. Por ello, lo que haremos será prepararnos. Aprovecharemos este tiempo de paz para construir, expandirnos y fortalecernos —Kurgan depositó sus grandes manos encima de los hombros recubiertos de pieles de Zashe.— Cuando llegue la siguiente guerra, que acabará por llegar de una forma u otra, estaremos preparados. Defenderemos nuestro hogar. Nunca más volverá a arder.

Entonces ambos se abrazaron. La luz de los braseros iluminó de fondo a Yo’gosha, los estandartes de cien batallas y las armas de hermanos y hermanas caídos tiempo atrás.

Una nueva era se cernía sobre los Quemasendas. ¿Pero hasta cuando duraría la paz?

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