Todo había sucedido muy deprisa.
El viaje a través del norte al amparo de la noche. El traqueteo de los lobos a través de caminos, campos y bosques. Atrás habían quedado ya las frías nieves de Alterac, ahora oscuras. La patrulla de no-muertos, el combate, la visión roja de la sed de sangre y entonces…
No soplaba el viento en aquellas tierras malditas. El bosque negro yacía silencioso a varias decenas de metros. Ni siquiera parecía haber animales nocturnos llevando a cabo sus tareas, todo permanecía inmóvil, quieto, no parecía real. Aquella noche no había luna que pudiera alumbrar al apesadumbrado orco que yacía de rodillas ante una pira funeraria hecha de varios troncos de madera. Sobre ella yacía un enorme lobo negro, uno por el cual el orco se encargaba de velar su descanso.
Le habían dejado solo, los otros habían seguido con su misión. Él lo prefería así, quería unos últimos instantes con él. Mientras el resto de la partida de guerra seguía con sus labores, el orco acariciaba el pelaje del animal, ahora frío. Le cerró ambos ojos con todo el tacto del que era capaz.
-Hermano, echaré de menos tenerte a mi lado.- Las lágrimas corrían a raudales por su rostro. No solía llorar, sin embargo ahora sí lo hacía sin pudor alguno, no podía evitarlo.
Pasó largos instantes así, lamentándose, acariciando un compañero que le había seguido durante toda su vida, uno por el cual había luchado y sangrado, lo mismo que él. Quizá no compartieran raza, pero eran hermanos, nadie podía negarlo. En aquel instante recordó las palabras de alguien muy importante para él, “Toma uno de sus colmillos, así podrás honrarle”. Entonces agarró uno de los grandes colmillos del animal y lo arrancó de la mandíbula, así su fuerza siempre viviría con él. Finalmente, el orco pasó su mano por el rostro, limpiándose la cara.
-Te ayudaré a volver a casa.
El orco rebuscó en su cinturón y de él extrajo un cuchillo viejo y desgastado, uno que se había utilizado en muchísimos rituales de iniciación, siempre lo llevaba encima. Con decisión se realizó un corte en la palma de la mano derecha y apretó, permitiendo que su sangre fluyera. Utilizó su mano para empezar a trazar runas en dialecto Filo Ardiente encima del pelaje del lobo. La primera runa que dibujó fue en su frente, en ella había inscrito “Honorable”.
Las líneas rectas y abruptas de las runas de Salvalor eran antiguas, poderosas y de gran significado para aquellos que las conocían. Pasó su mano ensangrentada por el lomo del animal muerto y ahí trazó la siguiente, “Leal”.
Tras ello pasó a una de las patas. Apretó la herida en su mano para que más sangre brotara de ella e inscribió el siguiente símbolo: “Firme.” El orco tragó saliva por la emoción sentida.
Y para finalizar, en el vientre del animal, cercano al corazón, trazó la última runa. Fue la que más le costó de dibujar y la que más significaba para el propio orco: “Nagrand”.
Poco a poco, todos los integrantes de esa partida de guerra fueron regresando al punto donde se hallaba preparada la pira junto al orco arrodillado. Se acercaron en silencio, buscando no perturbarle. Una hembra se dispuso a su lado, dándole un apretón significativo en su hombro derecho, ella sabía por lo que estaba pasando él, le comprendía tal vez como nadie podría hacerlo nunca, pues era su compañera de vida. Otra miembro del grupo se acercó al orco y le hizo entrega de unas garras de acechador de Nagrand, él las aceptó y las dispuso en la pira.
-Le ayudarán a encontrar el camino a su hogar, gracias.- Dijo con la voz queda, aun así agradecido.
Fue así que todos los orcos se arrodillaron bien alineados al otro extremo de la pira, preparados para la ceremonia que tendría lugar de forma inminente. Finalmente el orco arrodillado se alzó, desenfundó su espada y la clavó en el suelo frente a la pira, quedando él apoyado en su empuñadura.
-Has sido más que un simple lobo, más que un animal, mucho más que un compañero. Has sido y siempre serás mi hermano. No naciste en este mundo, como yo. El día que viniste al mundo, aquella noche en Salvalor, yo estaba allí, lo recuerdo. Ya entonces observé tu ímpetu, tu fuerza interior y sobretodo tu nobleza. Hemos vivido y luchado juntos desde entonces. Hoy, seré yo el que te guíe de nuevo a la casa de tus padres.
El orco desclavó la espada del suelo, extrajo un frasco lleno de pirograsa y con ella bañó la antigua hoja, quedando esta recubierta de la sustancia pegajosa y negra. Trazó un arco al aire y con fuerza hizo impactar el acero contra una gran piedra cercana, la cual partió. De las chispas del golpe, la sustancia de la hoja se encendió con fuerza, iluminando aquel campo cercano a la costa, donde no había árboles ni vida a parte de los orcos presentes. El orco apuntó con la espada al agua del mar, luego a la misma tierra, tras ello giró sobre si mismo, saludando a los vientos y para acabar la alzó a los cielos. Después de ello, introdujo la hoja ardiente por debajo de la pira funeraria, prendiéndola rápidamente.
Todos los presentes agacharon sus cabezas por respeto al lobo que ese día partía. Después de unos instantes, una figura espectral lobuna emergió de entre las llamas, como si renaciera de entre ellas. Rauda, se alzó de las llamas y corrió y corrió en dirección al cielo nocturno, desapareciendo tras las nubes. Nadie pudo verlo esa noche, pues no había chamanes presentes. Nadie excepto su hermano, Kurgan. El orco sonrió al cielo con una lágrima recorriéndole la mejilla, Malakor volvía a su hogar.
El jefe sacudió a Yo’gosha, la espada ardiente, y apagó sus llamas rápidamente. Observó largos instantes como las llamas consumían el cuerpo de su antiguo hermano. Los orcos se fueron retirando uno a uno, menos uno de ellos, el cual habló.
-Jefe… hemos encontrado el Lobo de Hierro. Está cerca.
Kurgan alzó la vista hacia el orco y asintió. Todos marcharon hacia el lugar que les indicó y en efecto, ahí estaba. Perdido en una cala y en perfecto estado, el Lobo de Hierro se hallaba fondeado esperándoles. Tras unas operaciones que no duraron demasiado, el barco fue puesto a punto para el embarque. Todos los Quemasendas presentes se hallaban con sus monturas y equipajes listos, todos contemplaban un barco que les tendría que llevar a su nuevo hogar más allá del mar. Kurgan se cruzó de brazos, contemplando el navío.
-Tenemos una jefa de guerra que destronar.- Pronunció, firme.
-Por la Horda.- Dijo Zashe, asintiendo llena de convicción a Kurgan.
-¡Por la Horda!- Fueron gritando los otros Quemasendas presentes y sus aliados.
Todos embarcaron con decisión y ánimos renovados. Los orcos subieron por las rampas de embarque uno a uno hasta que todos estuvieron a bordo, Kurgan fue el último de hacerlo. Mientras subía por la rampa, miró una última vez al lugar donde ardía aún la pira de Malakor.
-Por… la Horda.- Se llevó un puño emplacado al corazón, haciendo chocar metales.
Kurgan se encontró con una mano tendida justo antes de alcanzar la cubierta por la batayola de babor, su esposa Zashe le tendía la mano, con una sonrisa de esperanza en su rostro. El jefe Quemasendas le sonrió una vez más a su amada y tomó su brazo con decisión, impulsándose por ella hasta la cubierta del navío.
El ancla fue recogida, las velas fueron desplegadas y el Lobo de Hierro se encontró de nuevo surcando el salvaje oleaje del Mare Magnum en dirección a un destino incierto. Un nuevo horizonte se hallaba frente a los Quemasendas.