Era difícil discernir si era de día o de noche en el Circo de las Sombras pues una eterna tenebrosidad envolvía la caverna que era tímidamente iluminada por algunas lámparas y candelas que emitían llamas púrpuras y azuladas.
Pequeñas chozas se extendían por el lugar donde vendedores sospechosos comercializaban con su mercancía y eruditos de la magia practicaban sus misteriosos conjuros.
Había una barraca, próxima a la entrada a la Sima Ígnea, que se había convertido en un lugar de culto para los seguidores de la fe de la Sombra Olvidada y que servía de hogar para aquel que mantenía el pequeño santuario, el cardenal Claude Lammenais.
El viejo sacerdote no-muerto se hallaba de pie en el centro de la estancia, envuelto en una neblina de incienso que le ayudaba en su meditación. De repente, alguien entró.
– ¡Buf! Madre mía, con tanto humo esto me recuerda a Teldrassil -profirió el profesor Malady- ¿Se te ha incendiado el altar o te has pasado con las hierbas de tu incienso?
– Se trata de un incienso especial que me ayuda a despejar la mente y escuchar mejor la voz de la Sombra.
– Bueno, en el campo de la ciencia a eso lo llamamos adicción. En cualquier caso -dejó un saco cerca de la entrada- Agh, pensaba que me iba a herniar… Aquí tienes, los ungüentos que me pediste para repartir a nuestro pueblo.
– Bien… Hay que estar preparados.
– ¿Uhm?
– Para lo que se avecina sobre nosotros.
– ¿De qué hablas, cardenal? La guerra ha acabado, las facciones han cesado el conflicto bélico. Estamos en relativa paz.
– ¿Eso creéis?
A pesar de la aparente calma que reinaba en Azeroth tras el fin de la ahora conocida como la Cuarta Guerra, había algo que no acababa de encajar del todo bien. Desde hacía tiempo, Lammenais había sentido como la energía del Vacío iba creciendo… los pequeños murmullos se tornaban en voces que aullaban sobre miles de futuros abominables.
– ¿A lo mejor hay algo que me he perdido?
– Algo terrible se acerca profesor, lo presiento.
– Uhm… ya… Bueno, si no le importa a su eminencia tenebrosa me retiraré. Tengo asuntos que atender, entre ellos pillar a una desgraciada trol que me robó el otro día. Que pases un oscuro día, cardenal.
El profesor Malady se fue de la choza dejando a solas al viejo sacerdote, abstraído en sus pensamientos. Al cabo de un rato, caminó hacia una cortina que daba paso a su modesto aposento. Era una habitación rudimentaria con un armario con libros polvorientos, una mesa rectangular y algo podrida que tenía dibujado en la madera lo que parecía ser las teclas de un órgano y, sobre esta, destacaba un objeto circular colgado de la pared, cubierta con un paño grisáceo.
Claude retiró con delicadeza el velo que reveló un antiguo espejo roto al que le faltaban varias trizas y que era de color negro. El sacerdote acarició con su decrépita mano la fracturada superficie del espejo.
– Me pregunto si soportaremos su canto maldito.
El cardenal puso ambas manos sobre la mesa con las teclas pintadas. Titubeó durante unos instantes y con lentitud empezó a tocar esos dibujos como si de un teclado real se tratase.
No hubo música alguna que sonase, lo único que se podía escuchar era el suave tacto al tocar con sus no-muertas manos la madera descompuesta de la mesa.
Mas en la mente de Claude Lammenais una sonata cobraba forma llena de una entristecida musicalidad. Nadie podía oírla excepto él y, quién sabe, las voces siniestras que amenazaban con traer el crepúsculo una vez más sobre Azeroth.