[Relato] Pesadillas

Música de ambiente


Suramar
3 meses antes de la Rebelión.

Las suaves pisadas de la shal’dorei se fundían con el cantar de los grillos, el aleteo de mariposas y búhos. El rumor del agua quebraba la calma del Gran Paseo, y el traqueteo de sus sandalias se unía a él, fundiéndose como el riachuelo que desembocaba en el río. Era parte de algo más grande. Todo lo era, y precisamente por ello su existencia era necesaria.

Al igual que en aquella noche interminable ella caminaba al costado de los titileantes estanques, las garzas brillacharca lucían sus prístinas plumas.
Las hojas arcanas de los sauces se rodeaban de pequeños insectos imbuidos en lo arcano, que revoloteaban entre los surcos del árbol, hasta que el púrpura de sus miembros decoraba el agua que se encontraba a sus pies como si de meras plumas que terminarían por alzar el vuelo se tratasen.

Se paró unos pasos antes del puente, y observó uno de los grandes lirios nocturnos que pronto marchitaría, tal y como lo hacía su pueblo.
Aquellas flores eran tan bellas… tan perfectas. Y todas avocadas al mismo destino. A perecer para ser sustituidas por las pezuñas de los que ahora caminaban por su ciudad. Los malditos demonios que abrasaban todo lugar por el que caminaban. Aplanó sus labios y decidió ahorrarle el sufrimiento.

Bajo su argéntea mirada la flor fue aplastándose poco a poco, retorciéndose como por arte de magia. Sus pétalos blanquecinos pronto tornaron oscuros, sin su pálpito usual. Y los restos de lo que fuera un bello lirio permanecieron inertes, flotando sobre las aguas mientras Laediel cruzaba el puente.

Sus gráciles movimientos terminaron por llevar a la nocheterna al Santuario del Orden. Or’ell, uno de los ensamblajes arcanos que se encargaban de los insurgentes de Suramar, se alzaba imponente frente a las altas cúpulas que decoraban la puerta que servía de descendimiento al Paseo del Orden, además de alojamiento para algunos de los más pudientes de la ciudad y de lugar de reunión habitual entre los nobles.

Cuando hicieron descender la barrera pensó que serían los primeros en caer. Se equivocó; fueron los primeros en arrodillarse.
Arrugó la nariz con suavidad, y retiró su marmórea cabellera tras sus hombros con un leve impulso arcano.

Bajó las escaleras y tomó una de las plataformas de teletransporte.

Si auguraba un paseo tranquilo entre los Canales de la ciudad, no lo obtuvo. Demonios por doquier campaban a sus anchas. Nocheternas hambrientos de maná eran enjaulados por sus propios hermanos, desconociendo el destino que les guardaba una ciudad cegada por el miedo.

Contuvo la respiración en varias ocasiones, pero sus uñas clavadas en las palmas de sus manos le recordaron que guardaría el mismo destino si osaba rebelarse. ¿A qué punto habían llegado?

La Fuente de la Noche les había alimentado durante milenios, a todos. Los demonios estropeaban todo. Comenzó otrora con su reina Azshara, y más tarde que temprano también con la Gran Magistrix. Su bella ciudad estaba ahora manchada por las energías viles de los que debía considerar sus aliados, y su pueblo se marchitaba. ¿Era tan fácil sucumbir a la tentación? Sí, ella lo sabía mejor que nadie. Miró sus palmas unos instantes, y sus ojos parecieron ver una leve chispa de sombras.

Los finos hilos que tejían puentes entre edificios acabaron por terminar su paseo en uno de los pequeños puertos del oeste de la ciudad. Su barco personal estaba allí atracado y, en cuanto subió a él, éste se puso en marcha. Se permitió respirar más tranquila mientras surcaba las aguas colindantes al Bastión Nocturno, y observó Suramar, resquebrajada por la oscuridad que había traído consigo la decisión de los líderes. No estaba de acuerdo, pero si quería mantener su vida casi como hasta ahora, y evitarse mayores problemas, debía fingir que sí.

Observó su pequeña villa a lo lejos, en uno de los pequeños islotes en los que algunos arcanistas tenían su casa. Ella vivía allí por el matrimonio con su difunto marido. Esbozó una peculiar sonrisa ladina. Llegaría en unos minutos.

Descubrió la tela purpúrea en la pequeña sala interior que tenía el barco y tomó el orbe blanquecino entre sus manos. Despedía energía de las Sombras. Sabía que era demasiada, pero estaba retenida por algo… o alguien.

Mientras sus finos dedos la acariciaban notaron algo nuevo, apenas perceptible, pero que antes no estaba ahí. Volvió a palpar con la yema de su dedo índice y descubrió lo extraordinario en el artefacto. Una pequeña hendidura, tan fina como una uña.

Entrecerró sus ojos y proyectó su esencia para que se colase en su interior, tratando de hallar el modo de descifrar qué era aquello. Y qué error.

Sus ojos, desorbitados, permanecieron en un punto inexacto, con pasmo. Pero su mente no estaba entre las aguas de la ciudad.

Sombras, gritos, matanzas. La sangre corría entre los surcos de torres tan altas que se escondían entre las nubes del cielo.

Criaturas terroríficas le rodeaban en una pesadilla que jamás pudo haber imaginado. Sacrificios se llevaban a cabo en las bases de las torres, las grandes pinzas de seres que triplicaban a un shal’dorei cortaban cabezas como el cuchillo la mantequilla, y la sangre que derramaban era guiada por la Sombra de tal manera que ascendía por las negras estructuras.

Su mirada se alzó, y en aquel árido y hostil lugar, observó como insectoides se dirigían hacia ella entre siseos y tétricos movimientos que le resultaron ortopédicos. Sus ojos brillaban con una furia carmesí, y sus afiladas extremidades iban dejando un rastro de muerte a su paso. Laediel sabía que no podría huir si lo intentaba, que sus días acabarían en una tortuosa muerte y en una eternidad de agonía y sufrimiento.

Se vio a sí misma encadenada, mutilada y llena de su propia sangre seca y la húmeda que brotaba de manera incesante, durante horas interminables, en un sufrimiento atronador. El dolor era tal que sentía como le arrancaban su piel a tiras, como la carne viva era retorcida sin descanso y las uñas se clavaban en su piel sangrante. El dolor punzaba bajo sus uñas, y el pelo le caía sudoroso y empapado por un ostro carente de otra emoción que no fuese el sufrimiento y la desesperación.

Sus ojos se apagaban poco a poco, y la poderosa arcanista que había sido, ahora no era más que un recipiente del extraer poder, de manera incesante. Las criaturas le golpeaban, apuñalaban y extraían su sangre, y ella no moría, por más que lo desease como nada no lo hacía.
Su cuerpo desnudo cayó un día sobre la tierra rojiza de una ciudad sin sol, de una ciudad sin luna, de una ciudad de monstruos.

Le habían soltado, y su cuerpo no le respondía. En un llanto silencioso, y sus ojos cubiertos de lágrimas, observó su reflejo en el charco sobre el que yacía, un charco de su propia sangre. No quedaba nada de ella, la piel se pegaba a sus huesos, la gangrena recorría el rostro de un ser que se había rendido, que no tenía ni fuerzas para llamar a la muerte. Sus dedos temblaron ligeramente, y sus ojos, mientras observaban el sinfín de terror y tortura a su alrededor, se apagaron.

Soltó el orbe, aterrorizada. Lo tomó entre sus manos cubiertas por la tela púrpura y lo tiró al mar. Su zurda se mantenía sobre sus labios, y su respiración estaba tan agitada que su pecho ardía.

Tragó saliva con dificultad, y cuando se dio la vuelta descubrió que había llegado a su casa. Exhaló el aire por sus fosas nasales con suma lentitud, y retiró su pelo con las manos temblorosas, casi temerosa de descubrir un rostro igual que en aquella ensoñación. Pero sabía que había sido más que eso.

Comprendió entonces lo terrible e inevitable que era el Vacío. Y que si debía de combatirse, entonces que la Legión la protegiese a ella y a su ciudad. Pero jamás correría tal destino.


Unos días después de la quema de Teldrassil.

El viento en Gilneas era gélido, y tan solitario como las ruinas entre las que soplaba.

Allá, donde antaño se situaba el Refugio del Ocaso, la Doctora Leah Thorne descendía en un grifo con sumo cuidado, que terminaba por posarse en un soporte de piedra en el que no cabrían más de tres personas. Sus pies caminaron sobre la roca húmeda, con cuidado de no resbalar. Retiró las lentes de sus gafas con cuidado, que rotaron en un traqueteo mecánico a sus costados, y sus ojos verdes observaron el orbe blanquecino protegido por una tela purpúrea desgastada y podrida por el agua. Sus manos enguantadas se sumergieron ligeramente y tomaron el orbe encajado en la roca.

Sus ocelos centellearon con vileza durante unos instantes, y las lentes volvieron a rotar hasta situarse sobre sus ojos cuando guardó el orbe bajo su capa.

El frío reinaba en las ruinas del antiguo reino humano, y una nueva pluma cayó con una lentitud pasmosa, cargada del anhelo de los que querían regresar a su patria y creían que nunca lo conseguirían.


Laediel Lunarcana bebía de una copa de vino de arco en la mansión de la que era ahora su familia, con un libro entre sus enguantados dedos. Se preguntó si llegaría a vivir lo suficiente como para ver el resurgir del Imperio Negro.

¿Sería ella necesaria para su resurgir?

Solo sabía que su inevitabilidad se palpaba, tanto como su magia quemando las entrañas de un demonio, y que en ciertas ocasiones la muerte se paseaba por su mente de una manera de lo más atractiva.

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