[Relato] Punto y final

Lejos de las crepitantes llamas que consumían el negro bosque, lejos del polvo y la ceniza que se levantaba de los pulverizados cadáveres, consumidos por la violencia de la contienda, y mucho mas lejos de los feroces y cruentos detalles que lleva la guerra implícita con ella, ahí, lejos del conflicto, caminaba él.

O por lo menos en espíritu. Sus pies no pisaban otra cosa sino los cálidos tapices del Mesón La Horca, tal y como hizo hace mas de medio siglo. Sus ojos contemplaban, húmedos y salados, las elegantes velas que iluminaban aquella posada, sus sentidos se esforzaban en percibir el aroma de la suculenta comida, muslo de jabalí, anca de rana, sopa de marisco… por un momento, sintió una voz familiar llamándole, ¿de dónde podía venir? ¿Quien eres?

Sus melancólicos andares, mas propios de un anciano paseando por un parque, desentonaban demasiado para cualquiera que contemplase aquella estampa. La voz continuaba hablando, y todo aquello que había construido en su mente, se desmoronaba. El segundo llamado no fue tan amable como el primero, los candelabros se extinguían, los felpudos se escarchaban, la comida se podría… "¿¡Qué significa esto!?"

"¡Tu, el viejo!"- exclamaba un soldado de porte marcial, equipando una poderosa hombrera con el grabado de un león plateado - “¿¡Qué haces en esas ruinas!? ¡Se te requiere en la batalla!”. “¡Vamos, muévete!” - repetía el teniente-caballero, que conforme se acercaba, podían distinguirse mejor sus galones, engarzados a su tabardo azul y dorado.

Volvío del mundo sensible, del romántico ideario, de los dulces recuerdos, al mundo físico, a lo tangible, al barro, a la miseria de la guerra. Allí estaba, ataviado con sus clásicas túnicas azabache, engarzadas con toda clase de alhajas, coronadas con su nefasto báculo de invocación, sobre las humeantes ruinas de una taberna. Su pie no pisaba hogareños felpudos, sino la costilla cercenada de un no-muerto. Sus ojos, ausentes, miraban de forma inquietante un montón de cenizas que antaño solía ser la chimenea del mesón.

Un torrente de pensamientos le inundaba la mente, una que últimamente pedía a gritos descanso. Descanso de todos los horrores que ha contemplado, de todo el sufrimiento que ha aguantado, de tantos y tantas que abandonaron el camino, de lo abrumada que se encontraba después de transcribir tantas runas y glifos… y lo peor, la pérdida de la fe verdadera, ¿qué era real y qué pája? ¿Había ocurrido realmente todo aquello? Quizá aquel soldado acercándose de forma hostil fue la excusa perfecta para escapar.

"¡La vanguardia está dejándose las uñas contra la Horda y tu aquí mirando a la nada, holgazán! ¡A combatir, ahora!" - comandaba el noble ventormentino, montante en mano.

Haziel apuró su báculo con la diestra mientras su zurda se deslizaba hacia su grimorio. Esa sería la última vez que sus yemas se deslizarían, prestas como siempre, a través de las prohibidas páginas del tomo. Tocadas por la traición, el engaño y la farsa. “¡Ered’kirel, akim il daku lok!” conjuró en eredún.

Prontamente, un resplandor esmeralda surgió entre el invocador y el capitán-caballero. Una pareja de sabuesos infernales emanó de la brecha entre realidades, regurgitando bilis corrosiva sobre la armadura del militar y consumiendo su carne con toda la facilidad que proporcionaban sus afiladas fauces.

Como no podía ser de otra forma, no pasó desapercibido para nadie en la saqueada aldea de Rémol. Las fuerzas de reserva del campamento se ocuparon de silenciar y capturar con magia arcana al hechicero, y de repeler a las entidades demoniacas invocadas. Era demasiado tarde para salvar la vida del comisario ventormentino, y también para frenar aquella ejecución.

"Por fin puedo descansar" musitaba Haziel, arrodillado y despojado de toda fuente de poder para canalizar sus poderosos conjuros. Tampoco lo hubiera hecho, de tenerlos encima. Ansiaba, deseaba, se desgañitaba, por la muerte. Quería lamerla, esnifarla, devorarla…

Toda una vida dedicada a obtener poder, ¿con qué propósito? ¿El conocimiento, la verdad, la influencia, la gloria? Creía haber llegado a todos ellos, pero conforme saboreaba el éxito de un propósito, llegaba el vacío y con él las dudas. ¿Era todo aquello falso? ¿Había servido de algo? ¿Merece la pena continuar? Quizá su alma si tuviera respuesta a estas preguntas, pues su curiosidad no conocía límites. Pero su cuerpo pedía a gritos que se detuviera. Apenas podía sostenerse de pie, su espalda se resquebrajaba, sus pulmones se agrietaban, sus ojos se inyectaban en sangre, su corazón bombeaba sin garantías. De continuar, deberá ser en otra vida, en otro plano, en otro mundo… en este, su tiempo se había acabado. Y contra el tiempo Haziel no podía hacer nada.

"¿Cuáles son tus últimas palabras, traidor?" concedía con furia el ejecutor a su víctima. Quería saborear la incapacidad del decrépito y corrupto vejestorio antes de perecer.

"¡GLORIA A SARGERAS!" exclamó con su último hilo de rasgada y penosa voz Haziel. Rápida y precisa fue la respuesta de su verdugo. Sus huesos se desplomaron con pesadumbre sobre la arena de aquella playa, y sus restos mortales fueron primero incinerados y luego arrojados al mar, despojados de cualquier clase de reposo o notoriedad. Todo documento relacionando a este felón envilecido con la Alianza fue borrado, quemado o triturado. Su historia solo vivirá en las mentes de quienes le recuerden.

“¿Qué habrá sido de Haziel Ashman?” preguntó nunca nadie.

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