Las lunas coronaban el cielo sobre las baldías tierras mientras una figura corpulenta avanzaba con cierta dificultad por los yermos caminos. Llevaba una larga capa raída que ocultaba su rostro, aunque una poderosa mandíbula y unos colmillos amarillentos se adivinaban entre los pliegues del manto. El encapuchado subió a una elevación del terreno y echó su capucha ligeramente hacia atrás. Unos intensos ojos ambarinos escudriñaron el terreno, lleno de raptores y jabalíes. Estaba tan lejos… lejos de su gente. De su pueblo. De sus compañeros. De sus amigos. De su hogar. De su clan.
La figura bajó de la pequeña colina y corrió por la escarpada geografía, hasta toparse con un jabalí. El animal embistió contra él, pero el orco esquivó el embate y golpeó la nuca del animal con su hacha, matándolo al instante. Arrastró el cuerpo inerte del jabalí hasta una pequeña cueva, y con unas ramas hizo una improvisada hoguera. Sacó una daga de su cinturón y comenzó a desollar al animal, al tiempo que ensartaba la carne en palos más resistentes y la colocaba sobre el fuego. El orco consumió los alimentos con celeridad, pues no tenía tiempo que perder. Cada segundo contaba, y no tenía intención de dormir a la intemperie de nuevo. Su fiel lobo, Rasha, le daba calor en las frías e inclementes noches, pero no era comparable a dormir en su catre. Era un problema, ya que tenía una herida abierta y por tanto no podía montar. Se veía obligado a ir a pie, lo que ralentizaba mucho su travesía. Además, debía descansar.
Cuando terminó los últimos pedazos de carne, le dio los restos a Rasha y salió de la cueva para otear el horizonte en busca de posibles amenazas. Cuando confirmó que era seguro salir, llamó a su lobo y le acarició el pelo de la nuca antes de reanudar la marcha. Las lunas estaban ya en su punto álgido, por lo que supuso que era medianoche. A estas horas, todo el clan estaría cenando en torno a la hoguera. Mientras cavilaba, escuchó pasos a su espalda. El orco agarró su hacha y se giró, deteniendo su filo a centímetros del cuello de un viejo orco, que lo miraba divertido.
-¿Quién eres, anciano?-preguntó el orco.- No tengo tiempo. Debo volver con mi gente.
-Eso no es relevante, amigo.-repuso el desconocido.- Estás herido. Deja que te ayude.
-Está bien.-aceptó el orco, aunque desconfiaba. Sin embargo, aquel orco… le resultaba extrañamente familiar. Como si se hubieran visto antes. Pero no lo reconocía.
El desconocido puso sus manos sobre la herida del orco, que al instante comenzó a cicatrizar. Cuando la herida se cerró, el orco se levantó y miró al horizonte.
-Gracias por tu ayuda, anciano…-comenzó el orco, pero al girarse, el desconocido había desaparecido. Como si nunca hubiera estado allí… excepto por un detalle. Había un colmillo de lobo en el suelo. El mismo que su abuelo siempre llevaba. Gromdak se agachó y recogió el abalorio, para acto seguido guardarlo en su faltriquera. Montó en Rasha, y sin más tardar cabalgó hacia el clan. Hacia su hogar. Hacia su gente.
Tras varios minutos, el orco por fin llegó a las imponentes murallas del Cuchillo Ardiente, el campamento del Clan Sangrefilo. Los guardias lo vieron llegar y dieron la voz de alarma. En pocos segundos las puertas comenzaron a abrirse y una figura ataviada con una armadura negra y una insignia en el pecho salió del campamento.
-¿Quién eres, forastero?-preguntó el orco.- Aléjate de nuestras tierras.
Gromdak permitió que una risa brotara de su garganta, y se quitó la capucha.
-¿Es así como recibes a tu líder, Bakor?-preguntó Gromdak sonriendo a su general.
-¿Jefe?¡Jefe!-gritó Bakor.- Sabía que volverías. Todos se alegrarán enormemente.
-Pues vamos allá, mi general. Unámonos al banquete.-dijo Gromdak entrando.
Por fin estaba de vuelta. Con su gente. Sus amigos. Sus compañeros. Su clan.
Las velas titilaban débilmente, iluminando el salón del trono del Clan Sangrefilo. En el trono de madera y roca había múltiples trofeos de antiguas batallas, tales como cráneos, pieles y cuernos. Sentado allí se hallaba Gromdak, examinando un enorme mapa de Kalimdor que se extendía en el suelo frente a él. En el plano aparecían marcadas varias ubicaciones, que representaban emplazamientos de la Alianza y focos de resistencia de los traidores que habían optado por dar la espalda a la Horda. El caudillo no aprobaba los métodos utilizados por Sylvanas, pero era su Jefa de Guerra y debía seguirla hasta el final. De igual manera, el Jefe de los Sangrefilo siempre había creído que la Horda debía estar compuesta sólo por orcos, como era en su origen. Siempre había admirado a Grommash, y más tarde también a Garrosh, cuando escuchó las historias de las hazañas del hijo de Grito Infernal en esta línea.
La mayoría de las marcas estaban tachadas, y las que quedaban estaban lejos de Orgrimmar, por lo que no eran una preocupación de momento.
El silencio se vio interrumpido de pronto cuando unos guardias entraron apresuradamente en su cabaña y se cuadraron, esperando una señal para hablar.
-¿Qué ocurre?-preguntó Gromdak.- ¿Alguien nos ataca?
-Efectivamente, señor.-respondió apresuradamente el guardia.-Son…
El orco se interrumpió cuando de pronto un fuerte sonido retumbó en todo el campamento, haciendo temblar la misma tierra. Ese sonido… eran chamanes. Pero…
-¿Son tauren?-preguntó el líder.- Deben ser traidores, estoy convencido de ello.
-Sí, señor.-afirmó el celador.- Son un pequeño grupo que se ha rebelado.
-Muy bien.-dijo el caudillo.- Hablaré con ellos. Que los generales organicen a las tropas, que se preparen para defender el campamento. No caeremos hoy.
Gromdak se levantó del trono y se abrió paso a través de las pieles que cubrían la entrada de su cabaña para salir al claro. De nuevo, otro golpe resonó por todo el campamento, provocado por un ariete que trataba de arrancar las puertas. El caudillo encaminó sus acolchados pasos hacia las murallas, y cuando finalmente subió a los muros se dispuso a hablar. Frente al Cuchillo Ardiente se hallaba un regimiento completo de tauren, liderados por un individuo de pelaje negro y un cuerno partido.
El orco tocó su cuerno para atraer la atención de los atacantes y acto seguido habló.
-Tauren…-dijo Gromdak.- Qué poco agradecidos sois. ¿Habéis olvidado quiénes os ayudaron a encontrar un hogar? ¿Quiénes os salvaron de la extinción? Mi pueblo.
-La podredumbre y la muerte se extienden por la Horda como una enfermedad, Jefe del Clan Sangrefilo-dijo el líder tauren- Sylvanas debe caer, al igual que sus súbditos.
-Vosotros habéis elegido vuestro destino.-dijo el orco poniendo fin a la conversación.
Bajó de las murallas, y observó con satisfacción que todos los soldados estaban dispuestos en perfecta formación. El caudillo llamó a Rasha y montó. Comenzó a cantar una antigua canción de los Grito de Guerra, mientras los tambores mantenían un ritmo fuerte y constante. Los miembros de dicho clan lo acompañaron, uniendo sus potentes voces al cántico. Las puertas comenzaron a abrirse lentamente.
-¡Lok-Narash!-gritó el caudillo asiendo su hacha.- ¡Lok’tar ogar!
El Clan Sangrefilo cargó contra los tauren, que resistieron el embate con dificultad. Por su parte, Gromdak se lanzó contra el líder del regimiento, que portaba una lanza.
El tauren sacó una pequeña jabalina de su cinto y la lanzó contra Rasha, que recibió el golpe en el lomo. El lobo trastabilló y cayó al suelo, mientras el caudillo orco saltaba de su montura y rodaba por el suelo para no verse afectado por la caída. Observó con horror cómo su lobo se deslizaba por el suelo hasta detenerse, moribundo. Aquel lobo lo había acompañado desde su más tierna infancia, cuando no era más que un cachorro de colmillos pequeños e inofensivos. Habían crecido juntos. Lo había acompañado en sus mejores y en sus peores momentos, sirviéndolo siempre con mansedumbre. Sus ojos ambarinos se encendieron de odio y furia, y liberó su ira en un grito que habría sido digno del gran Grito Infernal mientras cargaba contra el tauren.
El tauren embistió contra él, con la intención de ensartarlo con el cuerno que le quedaba entero, pero el caudillo paró el embate agarrando el cuerno y partiéndolo, para acto seguido clavárselo al tauren en la clavícula. El traidor rugió de dolor y lanzó un golpe al rostro del orco, que cayó hacia atrás. Sin embargo, antes de que pudiera reaccionar, el orco se levantó hacha en mano y cargó de nuevo contra el tauren, que paró el embate con su lanza y lanzó el hacha hacia atrás. Gromdak agarró el mango del arma en el aire y balanceó su hacha para acto seguido saltar y hundir el filo en el pecho del líder del regimiento, que cayó al suelo pesadamente mientras escupía sangre. El caudillo escudriñó el campo de batalla. Los tauren estaban muy diezmados, y al ver morir a su líder rompieron la formación y corrieron en desbandada, tratando de huir de aquella zona.
-Cobardes…-musitó el orco.-¡No dejéis a ninguno con vida! ¡Lok’tar!-gritó
Mientras sus soldados perseguían a los traidores, Gromdak corrió hacia Rasha. El lobo lo miró, reflejando dolor en su mirada vidriosa y soltando un quejido.
-No morirás hoy, amigo.-dijo el caudillo.- No te lo permitiré.
El orco cargó al lobo en su espalda, y corrió hacia el interior del campamento para que el Chamán Mayor pudiera sanar a su compañero.