El fuego de la vela centelleó, casi pareció congelarse durante un instante, antes de curvarse sobre sí mismo y volver a danzar en la oscuridad de la estancia.
Velia observaba a través de las chispas ascendentes el rostro níveo de la mujer que ocasionaba el mayor ruido aquella silenciosa noche. El cálamo rasgaba contra el papel, se elevaba y daba suaves golpes contra el vidrio del tintero. Y un par de gotas sobre la madera.
Tensó sus largas orejas del color de la canela y terminó por sentarse, aburrida ante el inescrutable rostro de la Dama Roja, que hacía gala de un silencio agónico, tanto que Velia pronto encontró divertido que su gruesa cola golpeara las puntas de los dedos de sus pies vulpinos. El velo entre Azeroth y las Tierras Sombrías se había rasgado, tanto que era palpable desde casi cualquier punto en el que se había hallado los últimos meses. Era consciente de que se llevó a cabo un plan con respecto a aquel lugar, mas desde sus oídas la primera noche no supo que fue después.
La mayoría de vulperas se habían marchado a luchar junto a la Horda. Ella no, su lugar no estaba atado a facciones, no quería eso para ella. Ella adoraba viajar, los misterios que el vasto mundo que acababa de descubrir haría un año le habían abierto puertas que jamás hubo imaginado, pero pronto el mundo se rompió por las decisiones de personas cuyo nombre ni conocía hasta hace poco. Así que nunca fue junto al resto tras abandonar el barco zandalari en Durotar. Cogió su caravana, su alpaca, un par de libros que tomó prestados de los aposentos privados de la capitana sin’dorei que les llevaba a Durotar y se marchó hacia el sur, hacia Uldum. Había escuchado historias de sus dunas. Quería comprobarlas por ella misma.
Pero nunca lo haría. Y ahora estaba en aquella mansión, frente a aquella humana pelirroja de rostro apacible y ojos cálidos, que no pegaba para nada con la frialdad de su rostro cuando dejaba de atenderla.
— Pues vaya —. Murmuró Emerit, acariciando su pómulo con las yemas de los dedos, desnudos incluso de anillos. La vulpera alzó el rostro nada más escucharla, y arrugó ligeramente el hocico, curiosa. Se levantó de un salto y agitó la cola mientras se acercaba a pasos ágiles al escritorio.
Se encontró con la mirada inquisitiva de la mujer roja. — ¿Aún sigues aquí?
Velia se ruborizó y jugueteó con sus dedos.
— Es que no quería molestarla y… — Desvió la mirada, y por las comisuras alzadas de la humana supo que la había entendido. Se levantó y se acercó a un armario, sin cerradura. Un sutil brillo purpúreo surgió de los dedos de Emerit, a los que Velia miraba con atención, captando todo cuanto pudiera, tratando de comprender aquella magia tan misteriosa que la mujer usaba a todas horas. De la madera, como oro fundido, surgió un hilo que se fue enroscando sobre sí mismo hasta formar un pomo en forma de flor, que Emerit giró para abrir el armario. Tomó la capa oscura de Velia y se acercó a ella para colocársela y dejar una caricia sobre su frente, de manera amable.
Ella se encogió ligeramente, respondiendo a la caricia con un ronroneo y Emerit apremió su marcha señalando la puerta con la barbilla.
— Venga, ya sabes que hacer —. Velia asintió y abrió la puerta exterior de un salto, para escuchar un carraspeo al instante. — Te dejas esto.
Emerit agitó un papel en el aire y Velia se maldijo internamente — P-Perdona. No sé como iba a hacer el trabajo… — Bajó las orejas, confusa aún por no conocer del todo la lengua común.
Emerit negó, restándole importancia y se la tendió. Allí había un nombre, y un croquis detallado del noreste de la ciudad.
Velia suspiró y lo ocultó bajo su capa, en uno de los bolsillos internos. Se caló bien la capucha, asegurándose de que las tiras de tela que había cosido a conciencia tapasen sus grandes orejas lo suficiente como para que en la noche no se viese su color.
Subió los peldaños de piedra tras unos minutos y pronto escuchó el sonido de las risas y de los laúdes rasgándose. Ventormenta acababa de comenzar su noche.