ZULDAZAR, dos días después de los acontecimientos a las puertas de Orgrimmar.
En un pueblo pesquero, el escuadrón de élite “Enterradores”, mantiene su base de operaciones, liderados por el recién ascendido Thomas Barrowden, con el apoyo de los Zandalari locales.
Un mensajero, renegado, entra corriendo a la tienda mayor, donde su superior se encuentra trazando mapas de la jungla, planeando puntos de emboscada en caso de una ofensiva de la Alianza.
— Capitán Barrowden.
El rostro esquelético del mensajero parecía preocupado.
— Noticias de Orgrimmar. La Reina ya no gobierna. Por orden de la nueva administración, queda indefinidamente relev----
Un disparo, calibre pequeño, resonaría en el lugar, atravesando la cabeza de aquel que traía las malas noticias. Inmediatamente dos de sus hombres entrarían a la tienda, armas en mano, sólo para ver al capitán limpiando con un paño violáceo una pistola de chispa, antes de guardarla. Uno de los guardias, habló.
— ¿Qué ocurre, Capitán? ¿Traidores?
— ¿A quién sirves, camarada? Respondería el condecorado tirador, ajustando su larga chaqueta de cuero, sobre sus mallas.
— A usted, capitán, y por encima a la Reina.
— Bien. Los traidores han tomado Orgrimmar, y la Reina ha desaparecido. ¿A quién sirves, camarada?
El renegado dudaría ante las palabras de su superior, pero le miraría determinado.
— A usted, capitán.
Una sonrisa se curvaría en el muerto rostro del capitán, acompañando sus colmillos de hierro, parte de su mandíbula falsa. El otro guardia, asentiría, y saludaría de forma marcial.
— Comunicad las noticias a los nuestros, y traedlos aquí. Si sirven a la Horda, ejecutadlos inmediatamente. Si nos sirven a nosotros, que vengan.
Hubo un saludo marcial por parte de ambos, que saldrían de la tienda. El capitán patearía a un lado el cuerpo inerte del mensajero, y tomaría su escopeta, cargándola.
Pasaría poco menos de una hora, y una docena de renegados se reuniría al interior de la tienda, murmurando entre ellos. Ante él, los cadáveres de un par de orcos, también parte del escuadrón, y lo que quedaba de un elfo, quien asumió era lo que quedaba de su segundo al mando.
— ¿Es cierto, entonces? Preguntó, preocupado, uno de los suyos.
— Lo es, lamentablemente. Hemos de volver a las sombras, por ahora. Pero dejaremos un mensaje.
— ¿Y qué es ese mensaje? ¿Qué hacemos con los locales? Ya nos odian, si se enteran de esto…
El capitán alzaría una mano. Y luego se pasaría el pulgar por su esquelético cuello.
— Tenéis mi autorización - no, mis órdenes directas son estas. Ejecutad a todo local que reste en el lugar, y quemad el pueblo. Acabad con los tribales. Hernández y Smith, vosotros dos registraréis los hogares, y los libraréis de quienes queden. No me importa su edad. Hacedlo. Nos conseguiré un barco. Damas y caballeros… Es un placer contar con ustedes como la última línea de justicia en nombre de los Renegados. Esto sólo acaba de empezar.
Hombres y mujeres, renegados, armados en armaduras oscuras y liláceas, se arrancaron el rostro de la Reina de sus tabardos, y se ciñeron más sus condecoraciones. Dedicaron un saludo marcial, y se movilizaron.
Los gritos y las llamas duraron horas, y cuando la nueva guardia de la horda llegó al lugar sólo encontró un panorama grotesco, guerreros - Zandalari, y refuerzos de la Horda, expuestos, atados a postes, y los cuerpos de los civiles repartidos por el lugar, calcinados. Los hogares eran poco más que ruinas.
Y, el barco que estaba amarrado en aquella bahía… Hubo zarpado.
Un único superviviente quedó en el lugar, aquel que sería el encargado de la tribu, sometido a base de torturas y graves golpes. El viejo trol no podía hacer más que llorar por su familia, por su gente… Pero una cosa sí mencionó acerca de aquellos que habían asaltado el poblado. Una risa constante por parte de aquel que los comandaba. Una carcajada de ultratumba, que, cargada de sadismo, acompañaba el ritmo de la masacre.