Cuatro sombras se alargaban sobre los campos de cultivo, todo debido a que esas eran las últimas luces del moribundo sol, que ya se escondía agotado tras el lejano horizonte. Los cuatro caminaban, silenciosos, llenos de cavilaciones y con el ánimo algo encogido, a través del camino de vuelta a Colina del Centinela.
Capitaneando el grupo, tal y como correspondía, caminaba Elessar, lord comandante del Grial. Su melena oscura era agitada por la última brisa del día y sus ojos no hacían más que vigilar en pos de su grupo. Cerrando el grupo se hallaba Gwen, la de mirada dura y firmes gestos, quién sobre ella llevaba el malhechor capturado esa jornada. Delante de ella, a escasos pasos, caminaba la más noble de las sacerdotisas de la orden, Selene, la de alma pura, quién se estaba aun recuperando de su herida en los campos de la muerte. Y, finalmente, tras Elessar, caminaba su escudero, el mismo Caballero Errante: Siegmund de Andorhal. Este andaba acongojado pues, entre sus brazos emplacados, llevaba consigo a la dama Amarië Fere’thil, alta elfa de los bosques de Quel’Thalas, la cual había sido alcanzada por una gran explosión al pisar una mina.
Siegmund repartía su atención al camino y a velar por la quel’dorei. A pesar de ello, casi pudo notar la mirada de reprobación que había tras él, ni más ni menos que de Gwen, la otra escudera del grupo. Él sabía por qué era así y tampoco la intentaría convencer de lo contrario. Ese día había actuado imprudentemente cuando Amarië hubo caído tras la explosión. El Caballero Errante, tras ver desaparecer a la elfa en una nube de fuego y polvo, no dudó un instante en lanzarse a la carrera para intentar salvaguardarla. En su movimiento puso en peligro al grupo, pues había más minas, sin embargo la Luz estuvo con él y nada sucedió, permitiendo al paladín salvar a los demás al desactivar los dispositivos.
Dos caras de la moneda, dos puntos de vista. Comprendía el agradecimiento de unos, también veía lógica la reacción de Gwen. Así pues, no se regocijó en las gracias y tampoco se humilló en eternas disculpas. Se limitó a hacer lo que debía hacer un paladín: expiarse. Comenzando por los heridos. Antes de custodiar a Amarië había curado lo mejor que había podido a Selene, la de alma pura y, cuando volvieron, él mismo se había encargado de llevar en sus brazos a la ágil elfa.
Caía la noche cuando cruzaron las puertas del enclave y alcanzaron su lugar de acuartelamiento. Al llegar Siegmund depositó gentil a Amarië en su cama. Fue ayudada por Selene, quién la arropó con tacto. El paladín descolgó el arco de Amarië de su propia espalda, además de su carcaj y los dejó junto a la cama para que la elfa los viera en cuanto despertara. El hombre comprendía lo importantes que debían ser para ella. Antes de dejarla descansar, Siegmund la contempló largos instantes. El rostro de ella era fino y joven a pesar de tener probablemente el triple de su edad o más, le maravillaba el hecho de que alguien aparentemente tan joven poseyera la sabiduría del anciano y las vivencias de cuatro vidas humanas. La elfa dormía, y así debía seguir, se dijo Siegmund. Le retiró un mechón de pelo rebelde del rostro y se permitió una ligera sonrisa, estaba viva.
Finalmente el paladín se incorporó y anduvo hasta su camastro en busca de ciertos objetos que necesitaba. Al alcanzarlo, rebuscó en su pesada bolsa de viaje y, de la misma, extrajo un martillo de herrero, además de varias herramientas propias de la profesión. Tomó un par de barras de acero en bruto y se lo dispuso todo al hombro. Al levantarse, pudo apreciar a Selene y Gwen conversando sobre la jornada. Pudo ver como esta última le volvía a mirar con aire reprobatorio, mas no dijo nada. Él pasó por el lado de ambas y asintió respetuoso.
Al salir del cuartel, la brisa nocturna le agitó el pelo y la barba. Siegmund olió el ambiente, tenía pinta de lluvia. Con decisión se dirigió a la forja local, la cual estaba casi al aire libre, solamente amparada por un sencillo techo y cuatro maderos mal puestos por paredes. Por no tener, no tenía ni puerta. En su camino el paladín se cruzó con una muchacha joven de no más de dieciocho años. Al verla se detuvo y la miró, cargado como estaba de trastos.
— La Luz te ampare, chica. ¿Eres de aquí? —inquirió el paladín, educado.
La chica, quién poseía una larga melena castaña y ojos vivaces miró sorprendida al hombre y, con voz decidida, propia de aquellos acostumbrados al trabajo duro, dijo:
— Nadie vive aquí por gusto, mi señor —aunque finalmente asintió.— Soy de aquí, sí.
— Hazme un favor. Avisa a todos los agricultores y granjeros que conozcas. Esta noche estaré reparando herramientas y herraduras de cualquier clase, además de fabricar nuevas. No cobraré.
La chica no parecía creerle, pues se rió de él. Al ver que el paladín no cambiaba su rostro un ápice, la muchacha asintió varias veces, aun sin creérselo y partió rauda a través de la noche.
Siegmund alcanzó la forja y a su lado dejó la bolsa con sus propias herramientas y materiales. Se despojó de la parte superior de su armadura y de su capa, quedándole el pecho y los hombros al descubierto. En lugar de las placas santificadas, esa vez vistió un delantal que le cubría el pecho y abdomen, el equilibrio justo entre protección y comodidad a la hora de trabajar, pues sudaría y mucho.
Pasó tiempo hasta que consiguió que la forja ardiera a la temperatura necesaria, y solamente entonces, introdujo las barras de acero en el horno. Cuando se giró pudo ver a la chica de antes, la de pelo cataño y ojos vivaces y, sonriente, le señaló la pequeña cola que se había formado frente a la forja. En ella había ancianos, jóvenes y gente de toda condición. Muchos llevaban consigo sus herramientas rotas, otros venían con las manos vacías. Sin embargo, todos parecían tener esperanza en su mirada.
El paladín sonrió de vuelta a la chica y, decidido a expiarse del acto de ese día trabajando para los demás, tomó la primera barra de acero al rojo vivo con unas pinzas y la dispuso sobre el yunque.
— La primera será una hoz —dijo Siegmund, firme.
Y así cayó el martillo sobre el acero, resonando en la noche. A medida que el paladín golpeaba una y otra vez el yunque, lejanos truenos anunciaron la inminente llegada de lluvia, pero eso no amedrentó al hombre, tampoco a los campesinos, quienes veían en tal fenómeno casi un milagro de la Luz.
Siegmund pasó toda esa noche ayudando a cualquier campesino que se lo pidiera. Reparó herramientas y regaló otras. Era su manera de equilibrar el peso que sentía por haber puesto en peligro a los demás. Era su forma de pedir perdón. Era lo que un paladín debía hacer.