CIMA DEL TRUENO, tres días tras la vuelta de los Rebeldes a su ciudad.
El cacique se había perdido todas aquellas celebraciones y formalidades, volviendo al hogar, con los suyos. Ofreciéndose, como uno más de los tribales, a reconstruir tipis, a arreglar lugares rituales desecrados en la ocupación renegada. A sanar la tierra. Dedicó tiempo a escuchar, a hablar con los ancianos, y consejeros, y, a pesar de todo aquello, sentía… Que todo aquello. Que hubiese acabado aquella campaña. ¿Qué harían ahora…? Defender, quería creer. Pero, la Reina no había caído del todo.
Eso le preocupaba.
El Cacique de los Pezuñas Negras tomaría asiento aquella noche, en una celebración tras acabar la guerra, en el alto de la Cima. Jefes, valientes, chamanes, y demás celebraban, al ritmo de timbales y cánticos, celebrando, comiendo, bailando. Pero no podía prestar atención al ritmo de los timbales, ni a la danza. El Tótem Siniestro clavaba la mirada en las llamas, crepitando ante él, sin levantarse de su asiento en la celebración. No reía ni celebraba como los demás.
Se pondría en pie y se iría temprano de la celebración, cruzando los puentes colgantes, y bajando por una rampa en el lateral de aquella meseta, entrando en una de múltiples cuevas, aún escuchándose en la distancia los timbales, flautas, y cánticos varios de sus camaradas en la Cima. Caminaría hacia una de las pozas de visión, deshaciéndose de sus ropas ceremoniales, incómodas, y vistiendo únicamente un faldón de cuero, expuesta su espalda, aún marcada por latigazos y marcas a fuego, entraría en las aguas.
Se movería hacia la profundidad, y se arrodillaría en mitad, hundiendo su forma, hasta su cabeza, en el agua, brillante por la energía natural, y la esencia bendita de la zona.
Descansaría un rato. No entendiendo las visiones que los ancestros le daban. Caos. Terror. Más aún que durante la guerra. El mundo pedía descanso, pero algo en sus entrañas se revolvía, y luchaba contra la frontera de la realidad. Rompiendo, hambriento.
Su visión sería abstracta. Incapaz de contactar con su guía totémico al otro lado, estaba perdido.
Formas geométricas, rojas, negras, una ciudad hundida, con arquitectura como jamás había visto antes. Y tendones, una serie de raíces negras, se aferraban al plano que habitaba.
Abriría los ojos de repente, buscando tomar aire, sintiendo cómo se ahogaba tras haber visto aquello. Despertando del trance.
Un único druida, anciano, le observaba desde una de las piedras, también habiendo bajado para evitar el ruido, o eso parecía.
El cacique sería el primero en hablar.
— ¿Qué hace aquí, venerable?
Preguntaría, colocándose en pie y emergiendo del agua, buscando algo con lo que secarse tras emerger. Pero la figura del viejo druida no respondería a su pregunta, simplemente cabeceando hacia la entrada de la cueva, y se desplazaría hacia allí. Y el cacique seguiría, asomándose a ver Mulgore desde aquella cueva. Pero había silencio. No seguía la fiesta. Se encontraban en una versión silenciosa de su hogar, completamente cubierta en una densa niebla negra, con tonalidades rojizas, y protuberancias geométricas asomando. La gravedad no era la misma, y la montaña no tenía sentido, pareciendo doblarse, y repetirse, y haber cedido a una locura cósmica, tendones y rayos oscuros partiendo el cielo, las espinas de los jabaespines entrelazándose con otras, más orgánicas, más oscuras. Y todo flotaba, quebrándose, cadáveres elevándose hacia los cielos, completamente ennegrecidos.
Se giraría al druida a su lado, y la figura de este empezaría a flaquear, a abrirse, a tomar una forma que era Tauren únicamente en su composición ósea, emanando sombras, y energía negativa.
Despertaría de nuevo. Esta vez fuera de la poza. De nuevo escuchando la celebración distante. Solo, en aquella cueva. Y tomaría sus cosas, vagando de vuelta hacia Pezuña de Sangre…
Debía disfrutar de la poca paz que le quedaba.