Una calada al cigarrillo mientras atravesaba el distrito comercial de Ventormenta. Rupert regresó a los Reinos del Este cuando el Culto de las Sombras terminó su cometido en Rasganorte. Las últimas semanas habían llevado al joven al límite: la Plaga, la desaparición de Sareth, el Culto de las Sombras, su primer combate… El muchacho que volvió no era el mismo que se había marchado con una pequeña maleta tras su maestro.
Rupert caminaba pensativo mientras los niños jugaban a la pelota, el carnicero ofrecía el producto más fresco del distrito y una patrulla de la Espada de Ébano mantenía el orden y la seguridad. Otra calada. Debía volver al Sagrario del Ocaso con sus nuevos hermanos. Pero antes tenía que hacer una última cosa.
Otra calada. Se detuvo ante una puerta. Un cartel: Dr.Rocket, médico privado. Tiró la colilla al suelo, la aplastó con su zapato y entró sin llamar. Su mirada se cruzó con la de un anciano.
-Papá…- Rupert dejó caer su mochila al suelo. Una lágrima se deslizó por su rostro.
El anciano soltó un instrumento con el que examinaba una muestra de sangre y se levantó sorprendido.
-¿Ru…Rupert? - no pudo evitar emocionarse- Hijo mío, eres tú de verdad. ¡Has vuelto!- el anciano se aproximó a Rupert y lo abrazó tan fuerte como pudo.
-Papá… He vuelto - Rupert abrazó a su padre - Te he echado tanto de menos - rompió a llorar.
Rupert le contó a su padre dónde había estado, pero no entró en detalles. Su padre nunca había aprobado su unión al Culto del Nuevo Amanecer, y tampoco aprobaría el Culto de las Sombras. ¿Qué necesidad había entonces de preocupar al anciano?
Ese día la consulta del Dr.Rocket cerró cuatro horas antes de lo habitual. Ambos fueron a cenar a su taberna favorita de la ciudad y después a la casa en la que habían vivido juntos los últimos quince años. Rupert durmió por primera vez en meses en su cama de siempre. Debía volver con el Culto de las Sombras. Pero eso podía esperar unos días. A la mañana siguiente, se levantó, aseó su cara y disfrutó de un abundante desayuno con su padre. Hacía demasiado tiempo que no disfrutaba del gran placer de pasar un día de su vida sin miedo.